MI ABUELA ROSA DIRÍA QUE A LOS QUE ROBAN AHORA NO SE LES CAE LA CARA DE VERGÜENZA (RELATO)
Escarbando en mis recuerdos lejanos puedo verla delante de mis nostálgicos ojos. Era una anciana de cara blanca, grandes ojos que, el paso del tiempo había desteñido pasándolos del azabache al castaño. Ojos que cuando me miraban me transmitían tanta ternura que yo sonreía feliz sintiéndome extraordinariamente querido por ella.
Vestía siempre de negro, vestidos que la cubrían desde el cuello a las zapatillas de felpa. En invierno cubría su cabeza con un pañuelo negro de seda cuya tendencia a resbalar descubría sus lisos cabellos de blanca nieve. Su sonrisa cariñosa era pura dulzura. Y tenía unas manos bonitas, a pesar de su avanzada edad. Manos en las que sobresalía un conjunto de gruesas venas oscuras, que a mí me gustaba seguirlas presionándolas suavemente con el dedo índice como si fueran pequeños ríos que me contaban historias sin necesidad de palabras.
Es bien reconocido que las personas que nos rodean durante nuestra niñez influyen muy decisivamente en nuestra vida. Mi adorable abuela Rosa nació en un pueblecito agrícola de menos de mil habitantes y fue una de las pocas mujeres de su época, en ese municipio, que sabía leer y escribir: un prodigio porque nunca había ido a la escuela.
Ávida de conocimientos leía todo escrito que caía en sus manos consiguiendo con ello adquirir una notable sapiencia que me maravilló y embelesó muy especialmente durante mi infancia.
Me encantaba cuando esbozando una sonrisa guasona me hacía reír al tiempo que me procuraba algún conocimiento para que mi inmensa ignorancia disminuyese algo.
—Nene, ¿sabes quién fue el rey más guarro de todos los tiempos?
—No, abuela. ¡Dime! —con la hilaridad burbujeándome en la garganta.
—Pues fue un rey francés. Me guardo el nombre para que no lo juzgues por lo que yo voy a decirte de él. Ese monarca no se lavaba nunca y olía peor que un tejón muerto. No se lavaba nunca porque decía que la limpieza le perjudicaba seriamente la salud. La noche de su boda, cuando se quitó la ropa, su esposa estuvo a punto de morir asfixiada del pestazo que echaba su cuerpo desnudo.
Después de mi explosiva carcajada y alegre palmoteo le pregunté con malicia:
—Abuela, ¿si yo dejo de lavarme puedo llegar a ser rey?
—No, no puedes porque tú no tienes sangre azul.
—¿Es malo no tener sangre azul, abuela? —nunca se me agotaban las preguntas.
—No, nene. Lo verdaderamente malo es precisamente tener la sangre azul. La sangre buena es la nuestra: la roja. La roja intensa.
Esta afirmación suya me llenaba de orgullo.
Mi abuela Rosa, evidentemente, no era monárquica ni simpatizante de partido político alguno. A ella nunca le hizo falta ser partidaria de nadie; había empezado a trabajar como una persona adulta a sus cinco años y no dejó de hacerlo hasta sus noventa y pico.
Según opinaba ella, los que no trabajan y mandan nunca hacen nada por los demás, aparte de explotarlos y vivir ellos regaladamente a costa del sudor y el trabajo de los humildes.
Me acuerdo de ella y de sus justas, certeras opiniones, cada mañana, como la de hoy, escuchando en las noticias como los que nos mandan se enriquecen sin importarles poner en riesgo la vida de quienes tienen bajo su mando ni hundirlos en la miseria y la enfermedad. Si ella viviese y se enterase de lo que ocurre ahora diría:
—Antes, en mis tiempos, eran cuatro los que robaban, ahora son multitud los que lo hacen y, encima no les cae la cara de vergüenza, ni les molesta la conciencia, ni devuelven un duro de lo robado.
(Copyright Andrés Fornells)