MADRECITA, TE TRAJE UNAS PEONIAS (MICRORRELATO)

Una mañana gris, con el cielo encapotado, en el camposanto de una gran ciudad, un hombre, aprovechando el momento en que no tiene a nadie cerca se postra de rodillas delante de una tumba, y con voz compungida, temblorosa, entrecortada, habla a la persona que reposa en ella:
—Hoy habrías cumplido años, madrecita. Te he traído un ramo de peonias, esas flores que tanto te gustaban. No pude venir en tus dos últimos cumpleaños porque me hallaba muy lejos de ti. Te pido perdón. Beso tu arrugadita frente y lloro de pena y vergüenza porque no pude acompañarte en esos últimos momentos en que dejaste este mundo donde viviste muchas penas y muy pocas alegrías. Perdóname, madrecita, por no estar junto a ti muchas de las veces que me necesitaste. Me consuela un poco el que, antes de irme yo a vivir a países extranjeros te abracé con un cariño infinito y te dije montones de veces que te quería con toda mi alma, por lo buena y generosa que fuiste siempre conmigo y por el impagable amor que me demostraste siempre.
El hombre se enjugó con la manga de su grueso jersey las lágrimas que vertían sus ojos. Se levantó.
En una tumba cercana una mujer que acaba de llegar escuchó sus últimas palabras y se enamoró de él, de su demostración de agradecimiento y de su ternura filial. No pudo hablarle porque en aquel momento llegó el hombre que vivía con ella y le ladró en un tono desabrido, déspota:
—¡Venga, vámonos ya! No te pongas a llorar por ese estúpido hermano tuyo que se mató en una moto por correr demasiado.
La cogió del brazo y tiró bruscamente de ella. La mujer se quejó, gimió de dolor:
—Me haces daño, canalla… Suéltame…
El hombre que acababa de traerle unas petunias a su difunta madre volvió la cabeza y se los quedó observando. Había escuchado la aterrada reacción de la mujer que había perdido a un hermano en un accidente de carretera y le preguntó, solícito:
—¿Necesita usted ayuda, señora?
—Sí, este cafre que acaba de coger mi brazo me está haciendo daño y en cualquier momento me dará una brutal paliza. Lo ha hecho otras muchas veces.
—¡Suéltela! —ordenó el hombre al que ella se había dirigido.
—Te voy a romper la cara —dijo el maltratador cerrando sus puños y dirigiéndose hacia quien acababa de salir en defensa de su pareja.
El desconocido que había permanecido muchos años lejos de su madre querida había aprendido muchas cosas durante su vida aventurera, entre ellas a luchar de un modo rápido y contundente. Detuvo de un puntapié en el vientre al energúmeno que corría hacia él convertido en un basilisco, y cuando con un rugido de dolor aquel doblaba su cuerpo hacia delante, de un puñetazo en la cara lo noqueó.
—Gracias —dijo la mujer —por haberme librado de él—. Tendré que huir lejos porque si da conmigo, me matará como me ha amenazado muchas veces —añadió ella aterrada.
Su defensor le dirigió una mirada tranquilizadora y le hizo una pregunta:
—¿Cómo te llamas?
—Azucena.
—Mi madre se llamaba también Azucena.
—Bonita casualidad —reconoció ella mirándolo todo el tiempo con una expresión mezcla de agradecimiento y admiración quiso saber—: ¿Cómo te llamas tú?
—Gerardo.
—Mi padre, que en paz descanse, también se llamaba Gerardo.
—Bonita casualidad. ¿Te mareas cuando vas en barco?
—No, no me mareo. Creo que es porque me gusta muchísimo el mar. Las olas me fascinan. Puedo pasarme hora contemplándolas sin cansarme.
—Tengo un barquito con el que llevo navegando desde hace diez años. ¿Quieres navegar conmigo? A mí también me fascinan las olas y no me canso nunca de contemplarlas.
—Quiero navegar contigo. No sé nada sobre embarcaciones, pero cocino muy bien.
—No te preocupes. Yo sé navegar, pero soy un desastre cocinando. Nos apañaremos bien juntos.
—Nos apañaremos de maravilla juntos —dijo ella cogiéndose de su brazo.
Salieron del cementerio, risueños, mirándose confiados al fondo de los ojos. Y él resumió cuando llegaron a la motocicleta que él tenía:
—Mi madre se llamaba Azucena. Vine a verla y ella ha puesto a otra Azucena en mi camino.
—Mi padre se llamaba Genaro y te ha puesto a ti, que también te llamas Genaro, en mi camino,
Él se montó en la motocicleta que había dejado aparcado a la entrada del cementerio. Azucena se montó detrás de él, se abrazó a su cuerpo con una ternura que nunca le había demostrado a ningún hombre, al tiempo que apoyaba, confiada, la cabeza en su hombro.
Él puso en marcha su vehículo convencido de que su madre, desde el más allá había arreglado este encuentro con una mujer que se llamaba igual que ella.
Azucena tuvo la convicción de que Genaro, su padre le había enviado a este hombre que se llamaba igual que él.
(Copyright Andrés Fornells)