LOS REYES DE UN NIÑO QUE CONOCÍ MUY DE CERCA (Microrrelato)

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LOS REYES DE UN NIÑO QUE CONOCÍ MUY DE CERCA

         El padre del niño había enfermado trabajando en condiciones inhumanas y, finalmente, murió. La madre del niño limpiaba casas cuando podía y, a escondidas, como si fuera un pecado terrible escupía sangre. Lo hacía así porque la embargaba el temor de que si descubrían su enfermedad nadie quisieran darle trabajo. El niño pequeño de esta viuda vestía ropas viejas y rotas que les daban y que ella remendaba lo mejor que podía, con retales de distintos colores que provocaba burlas entre los chiquillos que ya apuntaban incipiente maldad.

         En el pueblo donde ellos vivían, los niños acostumbraban poner sus zapatos en el balcón de sus casas para que los Reyes Magos depositaban al lado de ellos los regalos que habían pedido.

         El pequeño de esta historia, aquel año había aprendido a escribir lo suficiente para su carta a estos Magos de Oriente. Su madre le había dicho que ese año los Reyes estaban pobres y sólo podrían traerle un juguete. Su hijo pidió el juguete que más ilusión le hacía: un camión del que tiraría colocándole un cordel al parachoques delantero y cuya caja cargaría de piedrecitas que su imaginación convertiría en rocas y ramitas que su imaginación convertiría en árboles.

          A este chiquillo le costó muchísimo dormir esa noche tan especial para la infancia. La excitación y la imaginación lo mantuvieron desvelado mucho tiempo. Visualizó miles de veces imágenes de él jugando con el maravilloso camión que había pedido.

          A la mañana siguiente despertó con la ilusión retumbándole ruidosamente dentro del pecho. Corrió al balcón y casi lo mató la pena que experimentó entonces. ¡Los zaparos seguían como él los dejo la noche anterior: rotos, viejos y solos, y ni rastro del juguete que él había pedido!

          Su madre no estaba en casa. Había ido a limpiar la casa del médico. Y precisamente el hijo de este facultativo pasó por la calle, muy ufano, montado en una flamante bicicleta niquelada y con vistosas banderitas ondeando al aire. Su cara como no podía ser menos, irradiaba felicidad.

          El niño huérfano de padre sintió envidia de ese afortunado niño y otra cosa que de momento no supo definir, pero si advirtió que le hacía mucho daño por dentro. Y el daño aumentó cuando otro niño al que los Reyes sólo le habían traído un jersey, le reveló que al hijo del alcalde los Reyes le habían traído también una bicicleta, unos patines con ruedas, unos juegos reunidos, una colección de tebeos y una caja llena de chucherías.

         Cuando su madre regresó a casa, muy pálida y agotada, su hija le preguntó con las lágrimas a punto de reventar en sus grandes ojos tristes, por qué los Reyes no le habían traído siquiera el camioncito que les había pedido, mientras a otros niños les habían regalado montones de juguetes caros.

          Su madre, empezando a llorar amargamente, le dijo que posiblemente los Reyes habían cometido el imperdonable error de pasar de largo de su casa.

          Su hijo no la creyó y sintió un dolor muy profundo en su corazón. Un dolor intensísimo que se quedaría ya para siempre metido en él. Sin él saberlo aún, este niño acababa de descubrir la existencia de la injusticia social. 

 

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