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CAPÍTULO I
La ciudad de París es extraordinariamente glamorosa, cosmopolita y próspera en sus zonas más céntricas, tanto de día como de noche, y sórdida, mísera y peligrosa, a cualquier hora, en sus guetos multirraciales.
Sohegien es uno de esos guetos. Durante el día circula por este barrio multitud de gente normal, y alguna pareja de gendarmes cuya presencia procura tranquilidad a quienes respetan las leyes. Pero, llegada la noche, los gendarmes desaparecen, ocurre lo mismo con las personas de bien, y los malhechores se adueñan de sus calles.
En un bloque de viviendas antiguas de Sohegien, con fachada
cochambrosa y grietas que no amenazan todavía derrumbe inminente, Diana Vicent tiene alquilado un diminuto y lúgubre cuartito
interior. Su modesto sueldo, en esta urbe tan bella como cara, no le
da para vivir en un lugar de mayor seguridad y salubridad.
Pasa de la medianoche cuando Diana llega a Sohegien con su
vieja y destartalada motocicleta. Una capa de pintura podría mejorar su lamentable aspecto, pero también despertar la tentación de
robarla a los amantes de lo ajeno. Diana consigue aparcarla entre
una furgoneta que se cae en pedazos y un utilitario en no mejor
estado. Junto al suelo del bordillo hay tiradas dos latas vacías de
cerveza, una piel de plátano y una bolsa de patatas vacía también.
Procura no pisarlos.
Diana viste ajustados pantalones vaqueros, camisa a cuadros,
chaqueta de cuero y calza botas de pico de golondrina. Todo desgastado y pasado de moda, como le gusta ella. Asimismo, está muy
usado el bolso negro que saca de la guantera. Dentro de ese bolso
lleva los objetos de aseo que les son imprescindibles a las mujeres
y una navaja de muelles. La saca con la intención de mantenerla
encerrada en su mano hasta llegar a la seguridad de su vivienda.
Ella preferiría poseer una pistola, pero un permiso de armas
no se concede a una simple empleada de gimnasio que, además,
no es francesa.
En la calle donde se halla, solo funciona una farola al principio de ella y otra al final. Las demás se han fundido o las han roto intencionadamente. Esas farolas llevan semanas así. El ayuntamiento no demuestra el menor interés por repararlas. Esta zona no es de las muy frecuentadas por los turistas y, sus vecinos, muchos de ellos, ni votan ni tienen derecho a hacerlo. Y la ciudad es tan grande y tiene tantos problemas y tantos gastos que el presupuesto, por mucho que lo hinchen todos los años, no da para tanto
como sería necesario que diese.
Acaba de estrenarse el otoño. No hace frio. Todavía no han
caído las primeras nevadas en las montañas que las reciben todos
los años. En las famosas playas de la Costa Azul hay numerosos
bañistas todos los días, pregonan los medios de comunicación. Y
algunos famosos celebran todavía ostentosas fiestas para divertir a
los privilegiados de la fortuna que no tienen otra ocupación que
llenar sus desocupadas vidas con lujos y con placeres.
Antes de iniciar el recorrido de los cerca de cien metros que
la separan de la apolillada puerta de entrada al inmueble donde
vive, Diana examina su entorno. Por la hora que es y el sitio donde
se halla, toda precaución es poca. No ve a nadie cerca.
Echa a andar con todos sus sentidos agudizados al máximo.
El aire que respira es húmedo, huele a combustible quemado y a
suciedad. Levanta la vista. El cielo está, en buena parte, nublado.
En sus claros, las estrellas parpadean como luciérnagas nerviosas.
La luna permanece oculta. Su vista desciende a los balcones. En
algunos hay macetas con plantas, trastos viejos y ropa de mercadillo, de la que por mucho que se la lave nunca queda limpia del todo, pero sí muy arrugada. Sus botas, provistas de suelas de goma, por un zapatero remendón, apenas dejan eco al pisar. De pronto, más que escuchar
pasos los presiente. Sus ojos escrutan. Vislumbra un bulto. La figura es de hombre. Viene de frente. Va encapuchado. Se mueve
arrimado a la pared. Debe llevar zapatillas de deporte porque sus
pasos tampoco suenan. No huira. Tampoco dejara que el miedo la
paralice. El hombre que le ha hecho de padre le enseñó, desde muy
niña, que el miedo empequeñece al que lo siente y engrandece al
que lo provoca. Diana ralentiza su andar. Desciende al asfaltado para que el
noctámbulo pase de largo si esa es su intención. Con éste, si llega
a producirse, será su tercer asalto en menos de dos meses. En los
anteriores se defendió empleando sus notables conocimientos de
las artes marciales. Una mueca burlona curva un instante su boca
pintada de color chicle. El último de ellos fue una mujer. Le partió
la boca con un golpe de sus nudillos y la dejó en el suelo con labios
y nariz reventados. Lista para que un cirujano plástico le devolviese su aspecto anterior o, con suerte, se lo mejorase.
Lo tiene ya muy cerca. El tipo es más alto que ella. No va armado. Por su aspecto y la forma de moverse, posiblemente sea un drogadicto desesperado. Diana guarda su navaja en el bolsillo. Jamás ha matado a nadie, y evitará hacerlo mientras pueda. No es religiosa, pero una muerte pesaría para siempre sobre su conciencia.
Diana realiza la estrategia de detenerse entre dos coches para
que este individuo prosiga su camino o le demuestre sus intenciones. Sus ojos, acostumbrados ya a la penumbra reinante, puede ver
el brillo de los ojos del hombre que se ha detenido también a poca
distancia suya. De pronto él se lleva la mano al bolsillo y rompe el
silencio reinante con el clic de una navaja al abrirse y una amenaza
ofensiva:
—¡Venga! Dame tu bolso y lárgate, trou du cul féminin.
Actúa con la seguridad de un veterano. Lo desconcierta la firme y serena reacción de ella:
—No te voy a dar nada, connard. Lárgate ahora que aún estás
a tiempo, y no te haré daño.
El asaltante se enfurece. No esperaba le ofreciera resistencia
una mujer algo más baja de estatura que él.
—Pues te voy a rajar —decide dando dos pasos hacia Diana, el brazo echado hacia atrás en posición de poder acuchillarla.
Diana posee velocidad y precisión. Su pierna derecha se dispara. La dura punta de su bota impacta contra el estómago del sirlero. Él suelta un aullido de dolor y cae de espaldas. No ha soltado el cuchillo. Gruñe, logra ponerse de pie. En sus ojos un brillo homicida. Intenta atacarla.
La joven le lanza de nuevo su pie. La puntera de su zapato
abre una brecha en la frente de su enemigo. Él cae pesadamente al
suelo donde queda inmóvil.
—Salaud! —insulta, furiosa, la respiración alterada.
Reanuda su camino satisfecha con su actuación. Lleva años
enseñando a otros a defenderse en situaciones como la que ella
acaba de vivir. Llega a la desencajada puerta del bloque de desastrosas viviendas. La abre y cierra tras ella. En el pequeño espacio
existente entre la puerta de la portera y la escalera cabría su moto.
Hablará con madame Chumieux y le pedirá de nuevo le autorice
dejarla ahí, aunque tenga que pagarle algo por ello.
El mismo individuo que ha dejado fuera de combate, o algún
amigo suyo pueden dañarla o incluso robársela. No lo ha visto antes por el barrio, pero puede que viva en él. Lo peor de cada casa,
duerme de día y delinque de noche.
A la mañana siguiente, mientras desayuna en el bar donde lo hace habitualmente, la camarera le comenta:
—De madrugada, en esta misma calle, los del camión de la basura encontraron a un tipo con una herida en la frente. No llevaba nada encima, ni documentación. Llamaron a una ambulancia y ésta se lo llevó al hospital. ¡Es horrible este barrio! Pasan continuamente cosas malas.
—Sí, ciertamente de bueno pasa poco —coincide Diana, pensando que posiblemente otro maleante robó al noqueado por ella, cuanto llevaba encima. Quien roba a un ladrón tiene cien años de perdón, según se dice.
Diana lleva tiempo pensando seriamente en cambiar de barrio, aunque ello le signifique perder su independencia. En zonas menos peligrosas de París podría compartir vivienda con dos o tres chicas y partirse el alquiler con ellas.
Un estremecimiento le recorre el cuerpo al recordar que, un
mes atrás, fue abatido a tiros, en este mismo barrio, un asesino en
serie al que llamaban el Sombra. Había asesinado a seis chicas y
sacado los ojos con un tenedor de plata. Los medios de comunicación lo habían convertido en un personaje. Espeluznante, pero personaje, al fin y al cabo. A su pobre madre le habían hecho la vida imposible, cebándose especialmente en el hecho de que ella había sido, de joven, una novicia que abandonó el convento para casarse con un tendero, muerto, según insinuaron los reporteros sensacionalistas, en posibles circunstancias sospechosas.
Diana repara de pronto en la hora. Ha perdido más tiempo
de la cuenta hojeando Le Fígaro que la amable camarera le dejó
encima de la mesa. Paga y sale a muy buen paso en busca de su
motocicleta. Ésta no se pone en marcha. Le asalta una sospecha, hija de
una experiencia anterior. La sospecha se convierte en realidad. Alguien le ha vaciado el tanque de la gasolina. Suelta un chorro de
maldiciones. Cierra su vehículo de dos ruedas y corre hacia la parada del autobús situada dos calles más lejos.
Nuevo chorro de maldiciones por su boca de labios carnosos
y sensuales. Ha perdido el vehículo de servicio público por cinco
minutos. El próximo tarda un cuarto de hora en aparecer. Va lleno
a reventar. De las cuatro personas que esperan, ella es la única en
arriesgarse a subir. Empujando con fuerza a la masa humana que
le ofrece resistencia, consigue que la puerta no la pille cuando se
cierra.
Dos paradas en las que baja más gente de la que sube, da un
respiro a los pasajeros más apelotonados.
Diana llega a su destino. Mas que descender del vehículo
salta fuera con tan mala fortuna que choca con un hombre joven y
su mano le abofetea, involuntariamente, el rostro. Motiva le caigan
a él las gafas que lleva y para empeorar la situación se las pisa rompiéndolas. La exclamación de contrariedad la realiza él, en inglés:
—Oh, shit!
Se han detenido los dos y quedado frente a frente. En la mirada de él más sorpresa que indignación. En la de ella disgusto.
—Perdona —se disculpa en la lengua de Abraham Lincoln, la
cual ella también domina.
Él recoge del suelo sus gafas rotas y enseñándoselas demanda:
—¿Y ahora qué hacemos?
Diana toma una inmediata y práctica decisión
—¿Estás en buena forma física? —pregunta.
—Creo que sí. Como ves, no me has noqueado —desorientado él.
—Perfecto. Corre conmigo y, cuando lleguemos a mi trabajo,
me haré cargo de la rotura de tus gafas —echando ella a correr—.
¡Venga, aligera! —le grita.
El desconocido esboza una sonrisa divertida y echa a correr
al lado de ella y a la misma velocidad.
Llegan al gimnasio donde Diana trabaja. Pasan cinco minutos
de la hora que ella abre sus puertas habitualmente. Se disculpa. La
media docena de personas que aguardaba puede entrar.
—¿Tienes mucha prisa? —pregunta al joven que ha obligado
a seguirla.
—Estoy de vacaciones —responde él.
—¿Te fías de mí?
—A pesar de lo que me has hecho creo que sí.
—Perfecto. Mira, ahora no puedo atenderte porque tengo trabajo. Vete a hacer lo que tuviesen planeado hacer esta mañana y si vienes aquí alrededor de las dos solucionaremos lo de tus gafasrotas. ¿Te parece bien?
—Sí, aunque sin gafas no veo tan bien como con ellas.
—Lo siento. Espero que tengas mayor capacidad para el perdón que para la indignación y el rencor.
Él esboza una simpática, magnánima sonrisa.
—Posiblemente la tengo. A las dos estaré aquí.
—Perfecto. Aquí nos veremos —admira a Diana la serenidad
y la templanza del extranjero cuyo acento delata es norteamericano.