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CAPÍTULO I
La juventud es un periodo de la vida que obliga, más o menos, a quién se halla inmerso de lleno en él, a varias cosas. Para no cansar ni dármelas de exhaustivo pedante, mencionaré sólo un par de ellas consideradas, por multitud de gente, de la máxima importancia y que son: tratar de labrarse un futuro y tratar de ser feliz.
Yo soy joven y, por poner un ejemplo seguramente en absoluto representativo, sobre el futuro no tengo ni la más remota idea de qué o de cómo quiero que sea. Lo cual dará a cualquiera una clara idea de que un servidor, de momento, es un joven sin futuro.
Pero soy un joven con presente, y mi presente es haber decidido dedicarme a una profesión que es toda una aventura, actualmente ruinosa, escogida por mí porque me libra de recibir órdenes de los déspotas que pretenderían erigirse mis superiores por el insignificante mérito de su mayor poderío económico o rango superior profesional.
Sé que para otros muchos jóvenes la meta que con respecto a su futuro persiguen, enconadamente, es llegar a ser ricos y, una vez provistos de abundantes caudales disfrutar de todos los lujos que les han convencido los embaucadores mundiales son los mejores que existen y los que mayor disfrute y placer pueden proporcionar a los que cuentan con elevadas posibilidades económicas para adquirirlos, pues todos los lujos que han inventado esos granujas son extremadamente caros.
Bueno, desde mi punto de vista, cada día que pasa menos inocente, los principales lujos que pueden conseguir los ricos, a la gran mayoría de ellos les llegan cuando han quemado tantas energías y tanta vida para hasta poder pagárselos, que les pilla viejos, con mala salud, mala conciencia y mala ilusión para gozarlos.
Otra de las metas que se cree ambicionan alcanzar la casi totalidad de los jóvenes y que, a mi cándido modo de entender es la más complicada, variada, difícil y desconcertante, es la de ser feliz.
La felicidad, me he preguntado montones y montones de veces qué es. Pues, bien, nunca tuve claro en qué puede consistir la misma y, en la actualidad, me encuentro más confuso que nunca, así que nada puedo aportar a este respecto.
Para no parecer un desorientado total, diré algo que seguramente me hará quedar mal, me tomarán por un simplista los ojos de muchos que juzgan fácilmente de prosaicos a los demás. Y es que creo sentirme algo parecido a feliz cuando una chica acepta compartir cama conmigo y los dos conseguimos alcanzar el paraíso supremo del placer. ¿Romántico? ¿Obseso sexual? ¿Memo? ¿Insubstancial? ¿Lujurioso?
Bueno, para desorientar del todo a los que han tenido la paciencia de seguir hasta aquí mi insulso parecer, afirmaré que también me produce felicidad, de un calibre infinitamente menor, por supuesto: el estar al día en el pago de los alquileres, de la elec-tricidad, de las comunidades de vecinos, del agua y de otras deudas que, lo mismo que ocurre con el pecado original, todos nacemos con ellas puestas en cuanto nos vamos del hogar paterno y nos enfrentamos a la dureza de las deudas que ya no te pagan otros.
Y finalmente, para rematar, pues no pretendo sumir en agotamiento a nadie, ni agotarme yo, otra de las necesidades primordiales, casi obligatorias de los jóvenes es la de tratar de divertirse, cuanto más, mejor, y dejar el cuerpo completamente exhausto si esa diversión así lo exige.
Podría hablar también del alma, pero desde que nos hemos despegado tanto, tantos, de la religión, seguramente me ganaría el desinterés, el rechazo y la condena de muchos que, como solía decir mi sabio abuelo Silvino: “No creen ni en la madre que les parió”.
Era un sábado por la noche. Llevaba dinero en el bolsillo y, en el ánimo unas irresistibles ganas de diversión. Mi meta fue el Barrio Gótico de Barcelona, ciudad en la que vivo y a la que amo, de ese modo romántico y fiel de los ciudadanos que conceden mérito al lugar donde nacen.
Estacioné mi coche en un aparcamiento de pago abusivo y les ordené a mis musculosas piernas llevarme a ese deslumbrante oasis de placeres que es la Plaza Real, bendecido lugar con una multitud de restaurantes, bares, terrazas y locales nocturnos.
Esta plaza es uno de mis lugares de esparcimiento favoritos, además de por los lugares de comida, bebida y entretenimiento, por la multitud de gente diversa que acude a este privilegiado enclave, al igual que yo, para disfrutar de todo lo ya enumerado por mí, además de por la estética de su arquitectura, de sus palmeras, de su iluminada fuente de las Tres Gracias y de las dos farolas diseñadas por el genial Antoni Gaudí.
Caminé sin prisas y sin rumbo entre el animado gentío que circulaba por allí. Mis oídos se llenaron de voces nacionales y extranjeras, y mis narices de olores gastronómicos despertadores de apetito de alimentos, y despertadores de sensualidad los perte-necientes a las féminas que pasaban cerca de mí dejando estelas de embriagadoras, exóticas fragancias y la visión del excitador culebreo de sus cimbreantes figuras.
Llevaba un buen rato deambulando por esta zona cuando mis tripas vacías me aconsejaron llenarlas con algo nutritivo que, de paso, procurase gozo a mi paladar. La circunstancia de hallarme a dos pasos del Mil Tapas, un lugar inmejorable para ejercitarse gourmets y aficionados a serlo, me impulsó a entrar en este local.
Encontré un hueco en la abarrotada barra, quedando situado delante de la irresistible
tentación, debidamente protegida por vitrinas de cristal, de innumerables bandejas con suculentos y muy variados manjares.
Se marchó un hombre flaco que tenía a mi lado derecho, y su puesto fue ocupado inmediatamente. La irresistible, cautivadora oleada de perfume que inmediatamente llegó hasta mí sensible olfato me descubrió se trataba de una fémina.
Giré mi cabeza y mis admirados ojos se encontraron con un bello rostro de mujer coronando una voluptuosa figura de esculturales proporciones. Esta hembra, joven y bella significó para mí, en aquel momento, ese sueño extraordinario que, por su larga y prolongada demora, llegamos los impacientes a temer que jamás lo veremos realizado.
La impresionante desconocida me miró, y yo la miré. Sonrió encantadoramente, y yo la imité. Mis ojos intensamente negros, se dejaron deslumbrar por los ojos suyos intensamente azules.
De pronto los labios generosos, sensuales, de un delicioso color cereza de su boca se movieron y soltaron palabras con igual naturalidad que si ambos nos conocié-ramos de antes:
—¡Hola! Perdona. Soy nueva aquí. ¿Qué tapas me recomiendas? —delatando su acento que, a pesar de lo correctamente que había usado mi idioma, era extranjero.
Sentí en el pecho ese dulce cosquilleo que me produce la emoción cuando tiene el acierto anidar dentro de mí.
—Harás bien confiando en mí —le aseguré, mostrándome simpático—. Poseo un paladar exquisito. Vamos, que sin falsa modestia, muy pocos encontrarás me lo superen.
A continuación, mientras me escuchaba atenta, jugando sus bonitas manos con su abundante, rizada cabellera azabache, le asesoré sobre las tapas que más podrían gus-tarle de pescado, de carne o de productos vegetarianos. Ella me aseguró que le gustaba todo, que su paladar no practicaba el rechazo, así que cuando nos atendió el camarero pedí para dos personas: boquerones en vinagre, navajas a la plancha, brochetas de cer-do, croquetas de pollo y samfaina. Marchó el empleado a prepararlo todo y yo le co-muniqué a mi hermosa desconocida:
—Si con todo lo escogido por mí no te sientes saciada, hay varios cientos de tapas más que podemos pedir.
—¡Que loco! Con eso bastará para ponernos como toneles, mi lindo —jocosa también, su aterciopelada, cadenciosa voz.
—Ya veremos. Permite que sea indiscreto y te pregunte de qué país eres.
Movió ella de un modo gracioso, en sentido negativo su índice y respondió:
—¡Ah, no! No te lo pienso decir. Me apasiona el misterio.
—¿Y tu nombre?
—Tampoco. Llámame como quieras. Bautízame.
Le seguí el juego.
—Te llamaré Pasión, ¿te parece?
—Me gusta. Me gusta mucho. Yo te llamaré Conde, por haberte conocido en la Ciudad Condal.
Celebramos nuestro rebautizo con una risa alegre, contagiosa. Y yo, que tengo la hoguera de la ilusión fácil de prender, alimenté la posibilidad de un final de noche feliz con ella como ardiente colaboradora.
El camarero comenzó a colocar bandejitas delante de la parte de mostrador que ocupábamos la embelesadora extranjera y yo, junto con un par de zumos de naranja.
Ella, Pasión, iba vestida con una falda negra, lisa; un jersey blanco de cuello de cisne y una chaqueta de cuero color lila, con sobrados méritos para figuran en Vogue. La chaqueta la llevaba abierta permitiendo que la ajustada prenda que lucía debajo de la misma marcase provocadores los elevados, agresivos conos de unos pechos en los que mi vista se quedaba pegada igual que se pegan las polillas viciosas en los cartonci-tos que suele poner mi madre en su cocina, allá en la casa de campo donde vive con mi padre.
Además de disfrutar de la suculenta comida, Pasión y yo conversamos. Conver-samos sobre cosas superficiales, pues cada vez que intenté saber algo personal sobre ella se salió por la tangente con encantadora ironía:
—¡Ah, no, mi Conde! ¡Qué vaina! Si contestara a lo que me has preguntado, sa-brías de mí tanto como sé yo. Y eso no. De ninguna manera. No seas indiscreto. No hagamos preguntas personales. Borremos el pasado y vivamos solo el presente. ¿Te interesa?
—Perfecto. La historia de nuestra vida comienza ahora —acepté sin dudarlo.
Confieso, sin quedarme la menor duda de ello, que esta mujer me cautivó plena y rápidamente. Pasión era mujer nacida para seducir. Me mantenía todo el tiempo fascinado con el brillo de sus ojos indescifrables, el parpadeo de sus largas y curvas pestañas, los sensuales movimientos de toda su voluptuosa arquitectura y las sonrisas de sus labios carnosos, paradisiacos.
Demostramos nuestro excelente apetito dando buena cuenta de todas las exquisiteces que nos habían servido.
—Perdona. Debo ir un momento al baño —decidió soltando en el plato la servilleta con que terminaba de limpiar su pulposa boca.
—Esperaré impaciente tu regreso, Pasión.
Me envolvió un momento con su penetrante mirada y amenazó su voz algo aho-gada por el regocijo:
—Lechúo, como te vayas, te mato. Ten cuidado.
La seguí con mirada lasciva el poco trecho que me permitió la abigarrada clientela. Disfruté con la cadencia sinuosa de sus nalgas supremas, excitantes, provocadoras. Tardó varios minutos en regresar. Acostumbrado a las maldades de muchas personas encontradas a lo largo de mi existencia, cruzó mi mente la posibilidad de que se hubiese largado dejando pagase yo la cuenta. No me importó. Soy un economista aficionado de los que sostiene que, si en vez de almacenar tanto dinero unos pocos, lo hiciésemos rodar todos, el bienestar mundial se habría establecido ya. Llamé al camarero y le aboné lo que habíamos consumido ambos.
Minutos más tarde apareció ella de nuevo junto a mí. Me regaló de inicio una de sus mareantes sonrisas. Le brillaban los labios con un toque de carmín nuevo y su perfume embriagador me llegó con mayor intensidad. El bolso que había mantenido todo el tiempo cogido entre el hombro y la axila, lo llevaba ahora colgado de la mano. Por la forma de sujetarlo me dio la impresión de que dentro llevaba algo pesado. Sentí curiosidad por saber qué podía ser, pero ella no me lo habría dicho de habérselo preguntado.
Realizó un gesto con su mano libre para llamar la atención del camarero que nos había atendido. Éste acudió enseguida junto a ella. La había mirado anteriormente varias veces con gusto bobalicón, y debía desear repetir el placer visual. Yo me mantuve a la espera de su reacción.
—¿Qué le debemos, joven, por el daño que hicimos aquí? —quiso saber.
El empleado me señaló con un dedo estirado y le informó:
—El caballero ha pagado ya.
—Gracias, caballero —ella con reconocimiento y, a continuación añadió lo que yo más deseaba oír en aquel momento—: ¿Dónde podríamos ir ahora a pasarlo bien?
—¿Te gusta el jazz? —presuroso.
—¡Me enamora! —con entusiasmo.
—Tan cerca de aquí, que podemos ir andando, tenemos Jamboree, el mejor club de jazz del mundo entero. En sus sótanos han actuado estrellas tan importantes como Bill Colleman, Chet Baker, Dexter Gordon y muchísimos más.
—¿Cómo es ese nombre tan raro que has dicho?
Se lo repetí y quiso saber si tenía algún significado en catalán.
—Jamboree, significa en zulú: reunión de tribus.
—¡Me cuadra! Vamos —decidió colgándose de mi brazo.
Saltó de gozo mi impresionable corazón. Salimos a la calle y nos mezclamos con la gente ávida de diversión. Me sentí ufano de la impresionante compañía femenina que llevaba. Y me envaneció observar fogonazos de miradas de admiración para ella y de envidia para mí.
En el momento que nos detuvimos junto a la fuente de las Tres Gracias rodeada de personas que la gozaban visualmente y le hacían fotos, Pasión se volvió hacia mí y leí en su mirada lo que, desde hacía muchos momentos, yo más deseaba en el mundo: permiso para besarla.
Coloqué mi cuerpo en la mejor postura para hacerlo, cerré suavemente mis ma-nos en sus hombro e inclinándome hacia ella busqué recortar la distancia que separaba mis labios de los labios suyos, encontrándomelos a mitad de camino que es la mejor manera de acortar distancias. Y partir de aquel momento nos devoramos a caricias. Caricias que, demostrando ser yo más insaciable, detuvo ella advirtiéndome, no obstante estar complacida:
—No gastemos nuestra fortuna de una sola vez. Guardemos parte para luego.
Este “para luego”, me hizo creer que, para los adultos, también pueden existir los cuentos de hadas.
La más famosa sala de jazz de Barcelona la encontramos abarrotada de gente. Este local con su iluminación discreta, íntima, acogedora, sus techos curvados y el escenario con el nombre Jamboree en letras negras sobre fondo rojo favorece, al entrar en él, la sensación de haber penetrado en otro mundo, un mundo misterioso, mágico. A Pasión le encantó este lugar. Le dije muy satisfecho por cómo estaba reaccionando:
—Pasión, cincuenta años de historia nos dan la bienvenida.
—Vamos a rumbear, Conde —tirando de mí.
El ritmo que sonaba en aquel momento era trepidante, ideal para lucirse reali-zando acrobacias, como las que estaban haciendo algunos de los presentes. Pero la sicalíptica intención de mi acompañante no era la de demostrarme la flexibilidad, el contorsionismo y el frénico ritmo que era capaz de practicar. Era muy otra y me lo demostró enseguida. Colocó sus brazos alrededor de mi cuello y unió su cuerpo al mío, dejándolo tan unido que no habría podido pasar un papel de fumar entre su vientre y el mío, entre su pubis y el mío. Con los zapatos de altos tacones que lucía, Pasión igualaba su estatura a la mía.
Disfruté su cálido, perfumado aliento en mi cuello. Se me cerraron los ojos y multipliqué la sensibilidad del resto de mis sentidos. Acaricié con ambas manos su espalda; la sentí estremecerse, contonear su cuerpo de placer, especialmente cuando mi poderosa exaltación se aplastó contra su bajo vientre. Y ambos entramos en ese estado de total obnubilación que deja a dos personas encerradas dentro de un círculo mágico.
—Mi Conde, estás ardiendo. Hay un infierno de pasión dentro de ti —susurró junto a mi oído.
—Creo que estamos ardiendo juntos. Oye, tengo un apartamento, que no es el palacio de Versalles que tú mereces, pero en el que haré, si me acompañas, que te sientas una auténtica reina.
—¡Pura vida! Disfrutemos un rato más del preámbulo. ¿Te gusto? —deliciosamente coqueta.
—Me enloqueces. Moriría por ti, Pasión —con arrebato por las voluptuosas sen-saciones del momento.
—No menciones a la muerte, mi Conde, que trae mala suerte.
Hubo un algo en su melosa voz, que soy incapaz todavía de describirlo, que me provocó un estremecimiento. Nos dimos una pausa para beber. Bailamos más y nos besamos menos porque ella me dijo que en aquellos momentos prefería escuchar la música y gozar el estrecho contacto de nuestros cuerpos.
Me pareció llevar una eternidad envuelto en llamas cuando Pasión decidió:
—Si tú quieres, mi Conde, podríamos ir ahorita a ver qué limpio está ese apartamentito que tienes —bromeó.
—Mi apartamentito no está para ganar un concurso de limpieza, pero tampoco tendremos que entraren en él con un traje de protección Nuprotex.
Mi comentario le soltó la risa, una risa que sonaba gozoso gorjeo. Llegamos junto a mi baqueteado utilitario, le entró risa al verlo y fue divertidísima su exclamación:
—¡Oh, mi Conde, es divino! ¡Tan viejito!
—Es el coche de mi chófer. Me pidió mi Rolls-Royce para salir con su novia y se lo presté. Soy buena gente.
Se rio más fuerte y para embrujo mío, me besó de pronto en la boca. Acto seguido abrió la portezuela y ocupó el asiento vecino al del conductor. Sentándome junto a ella busqué con los míos sus labios de almizcle y nos besamos hasta quedar sin aliento. Enardecido, llené mis manos con sus pechos. Duros, turgentes, sensibles. Cuando nos separamos leí placer en el intenso azul de sus ojos. Sin embargo me frenó cuando iba a besarla de nuevo:
—No gastemos todas las municiones ahora, mi amor. Nos queda toda la noche por delante.
Aquellos “mi amor y toda la noche por delante” suyos, destilaba miel y mil luju-riosas promesas. Significó para mí un heroico esfuerzo vencer la tentación de estar más pendiente de ella que del tráfico intensísimo del que formaba parte.
No tardó Pasión en apoyar su cabeza en mi hombro y cerrar los ojos. Tuve la impresión de que se había dormido. Se me hizo interminable el recorrido. La fragancia de su abundante cabellera deleitaba mi olfato. El calor de su cuerpo parecía atravesar los tejidos que nos envolvían y penetrarme por todos los poros de mi piel. Mi mente, exaltada, gozaba imaginando todo el placer que podríamos experimentar muy pronto.
—Hemos llegado, Bella Durmiente —le avisé cuando aparqué el vehículo cerca de la entrada del edificio donde estaba ubicada mi humilde vivienda.
Ella abandonó mi hombro y sacudió la cabeza. Mechones de sus negros, sedosos cabellos me azotaron suavemente la cara.
—He soñado con un oasis… —dijo somnolienta.
—¿Un oasis vacío?
—Sí, aparte de nosotros dos no había nadie más.
Bajamos del coche riendo. Hacía frío. Pasión me obligó a acelerar el paso. Dentro del ascensor se abrazó a mí entregándome todo el perezoso peso de su exuberante cuerpo. Estaba realizando conmigo un juego erótico, excitante, que la divertía.
—¿Tienes alguna cama en tu apartamento, mi Conde?
—Tengo una cama lo bastante grande para que quepamos de sobra los dos sin caernos.
Una vez dentro de mi dormitorio, orgullosa de su extraordinaria belleza, Pasión me pidió mantener todas las luces encendidas, las de la lámpara del techo y de las mesitas de noche.
—Adán y Eva nunca hacían el amor en la oscuridad. Le tenían miedo —enigmática.
Al dejar caer su bolso junto a la mesita de noche aprecié hacía un ruido sordo. No le presté en aquel momento la menos atención. Nos estábamos quitando la ropa con esa ardorosa urgencia que estimula el deseo desbocado. Su cuerpo desnudo poseía la figura de mujer que consideraron perfecta los grandes, geniales, prodigiosos escultores de la antigüedad.
Y una vez libres de toda envoltura civilizada compartimos una serie de batallas amorosas con victorias y desfallecimientos de placer supremo, permutando posiciones, unas veces situado uno encima y, otras, situado debajo, que nos agotaron las enormes existencias sexuales con que ambos contábamos. Hablamos poco, porque cuando son los sentimientos y los sentidos los que gobiernan, las palabras se vuelven innecesarias, incluso
inútiles.
No quiero dármelas de exquisito ni de prodigioso, pero hechizado por el embrujo que aquella extraordinaria mujer poseía y ejercía sobre mí, le prodigué un tratamiento de diosa, y como a una diosa la hice sentirse.
Nos venció el sueño insinuándose por el este el rosáceo crepúsculo de un nuevo día. Desperté a media mañana. Pasión no estaba más a mi lado. Salté de la cama y re-corrí mi apartamento. Aturdido todavía, imaginé por un momento la posibilidad de que ella hubiese sido un sueño. Cogí la almohada. Estaba impregnada de su perfume y las arrugadas ropas de la cama mostraban evidentes huellas del festín carnal que nos habíamos dado.
Pasión había sido una realidad, una maravillosa realidad. Mi enamoradizo corazón me dio un pinchazo. Supe que también él estaba convencido de que no volvería a verla nunca más. Que así lo había dispuesto ella. Yo no conocía su nombre ni su na-cionalidad ni a qué se dedicaba. Lo que sí conocía como cierto era que jamás la olvida-ría. Al igual que me ocurría y me ocurriría con otras mujeres que habían dejado y dejarían indeleble huella en mí.
Minutos más tarde reparé en una cosa que tarde poco tiempo en encontrarle una posible explicación: Ella había estado registrando cajones míos aunque nada valioso se llevó de ellos, aparte quizás de información sobre mi persona.