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CAPÍTULO II
La necesidad de miccionar, durante largo tiempo contenida, se le volvió apremiante. De-cidió hacerlo, por pudor, al amparo del hangar, colocándose de manera que no pudieran verle desde la vivienda cercana. Terminada la micción regresó junto a su equipaje. Descubrió de pronto que un vehículo se acercaba por la carretera. Se trataba de un jeep. Cuando lo vio girar supuso que venía a por él. Se detuvo casi a su lado. El único ocupante del todoterreno era un hombre de color, corpulento, de facciones aplastadas. Su cabello ensortijado comenzaba a pla-tear por la parte de las sienes. Aparentaba unos cuarenta y cinco años. Le dedicó un gesto amis-toso con la mano, descendió y se dirigió a la choza. Del interior de la vivienda salió una mujer muy delgada, pechugona y de elevada estatura. Ambos comenzaron a charlar dirigiendo a Celso continuas miradas curiosas, pero sin dirigirle la palabra. Su actitud, unida al inhóspito entorno despertó en el joven blanco un sentimiento de vulnerabilidad. Moscas pegajosas, atormentadoras, habían empezado a atacarle. Se defendió de ellas con bruscos movimientos de sus manos y muecas de fastidio. Por fin el recién llegado se apartó de la flaca mujer, regresó donde él lo aguardaba y entonces le dijo en un español comprensible:
—¿Señor Marán?
—En efecto. Ha venido usted a recogerme, ¿verdad?
—Sí. Mi ser Kwoyo. Nosotros marchar enseguida.
Celso esbozó una sonrisa que pretendió amable. Fue a ofrecerle su mano, pero el otro le había dado ya la espalda para atender al negro de la carretilla que traía una saca. A Celso le pa-reció era una de las dos que el piloto nórdico le había entregado, aunque abultaba bastante me-nos. El negro llamado Kwoyo la metió en el asiento de atrás del sucísimo y destartalado todote-rreno. Respondiendo a su indicación, Celso colocó también allí su voluminosa maleta y mochila. Frunció el ceño, preocupado al examinar con atención el automóvil. Era un desecho peor, por lo deteriorado, que la avioneta del noruego Alfred Olsson. Mostraban numerosas roturas las cubiertas de sus ruedas, un sinfín de abolladuras la carrocería de pintura muy dañada y los desgastados asientos exponían partes de sus rellenos de espuma. En el lugar civilizado del que él provenía, este cochambroso vehículo no lo habrían querido ni para el desguace. Experimentó auténtica alarma. Si antes había pasado miedo con la baqueteada avioneta del nórdico, ahora le ocurría lo mismo con este ruinoso coche. «Aquí voy a vivir en continuo peligro y debo mentalizarme para afrontarlo todo el tiempo. Este es otro mundo. El tercer mundo», se dijo.
—Marchar ahora, señor Marán —le anunció el chófer.
Celso se acomodó a su lado en el otro asiento delantero. Se dio cuenta enseguida de que el nativo no hacía uso del freno de mano, y se figuró lo tenía estropeado. Antes de arrancar, Kwo-yo entreabrió sus carnosos labios en una amistosa sonrisa y dijo, amable:
—Bienvenido a la región de Boruni.
El joven blanco le devolvió la sonrisa.
—Gracias. Gracias, Kwoyo —poseía una excelente memoria para los nombres.
Se pusieron en ruta. Buena la velocidad, aunque imposible de averiguar cuál era pues la aguja del velocímetro, rota, daba saltitos dentro de la agrietada esfera de control. Llevaban re-corridos varios cientos de metros cuando la carretera comenzó a empeorar, los trechos no asfaltados a hacerse más largos y los numerosos baches más profundos. El coche levantaba a su paso una nube de polvo que lo seguía convertida en estela rojiza. Celso comprendió la razón por la cual Kwoyo mantenía las ventanillas del coche cerradas. Pretendía evitar que el polvo exterior pudiera entrar, aunque ello contribuyera a aumentar la alta temperatura de su interior.
Ambos hombres guardaron silencio durante los primeros kilómetros. Se observaban con disimulo, a hurtadillas. Pero se cansaron pronto de este ejercicio. La curiosidad inicial de Celso acabó en tedio. Se quitó el sombrero y lo colocó sobre sus rodillas. Luego secó con el pañuelo, medio empapado ya, su frente sudada. Su compañero de viaje conducía risueño, ensimismado. Parecía no afectarle en absoluto el continuo zarandeo a consecuencia del irregular terreno por el que avanzaban y tampoco el exagerado bochorno reinante. «Veremos qué tal soporto el tórrido clima de este pobrísimo y remoto rincón de África», especuló el joven blanco. De pronto, Kwo-yo le señaló dos figuras moviéndose sobre la requemada sabana.
—Mirar allí, señor Marán. Elefantes. Elefantes escapados de reserva Matuka.
Celso localizó de inmediato a los dos enormes paquidermos avanzando por la llana y des-poblada lejanía. Se hallaban demasiado distantes para poder verlos tan bien como hubiera deseado. Había leído algunas cosas sobre la reserva Matuka. Turistas procedentes de muchos países ricos acudían con sus cámaras fotográficas, sus aparatos de vídeo, además de los cazado-res dispuestos a probar su destreza, su puntería y su valor matando animales salvajes. Quiso saber si se hallaban cerca de este relevante lugar.
—No cerca. Lejos. Reserva Matuka muy lejos. Esos animales escapados allí.
Durante varios minutos, Kwoyo explicó a su compañero de viaje, a menudo soltando sus manos del volante —para la natural intranquilidad de éste—, con su defectuoso español, cargada de profundo rencor la voz, que la extensa reserva Matuka, situada en la parte más fértil de la nación, muy abundante en agua, había pertenecido desde tiempo inmemorial a su etnia, los boruni, hasta que treinta años atrás el Gobierno los había echado de sus tierras y convertido aquel magnífico territorio en reserva de animales salvajes para disfrute de grupos de turistas y cazadores blancos. Estos últimos sólo aprovechaban de los animales que mataban, la cabeza, la piel y poco más, dejando se pudriera la casi totalidad de su carne mientras miles y miles de personas, en las zonas más pobres del país, morían de hambre.
Celso se imaginó a algunos de estos cazadores, ricachones caprichosos de caras rubicundas, estrenando equipos caros, botas relucientes, almidonadas chaquetas monteras, cartucheras nuevas, presentándose delante de los cazadores profesionales —hombres bronceados cubiertas sus cabezas por anchos sombreros luciendo en ellos tiras de piel de leopardo o de león, armados de rifles de gran precisión y dotados de extraordinaria puntería y coraje—, solicitándoles el tipo de animales salvajes que deseaban cazar para exponer luego estos cotizados trofeos en sus lujosas viviendas y provocar con ellos la admiración, cuando no la envidia, de amigos y conocidos. Los favoritos de la gran mayoría de ellos serían, seguramente, por su enorme tamaño los elefantes. Procurando mostrarse amables, los profesionales de la caza les informarían que a los paquidermos debían dispararles entre el ojo y la oreja en el caso de estar parado el paquidermo y en el pecho o las rodillas si éste los atacaba. Ellos, los profesionales de la caza se ocupaban de contratar los porteadores, los ayudantes, instalar los campamentos, etc. Sobre sus hombros caía también la responsabilidad, la preocupación de procurar protección al cliente que ha pagado una pequeña fortuna para que, pase lo que pase, pueda regresar vivo del safari y con los trofeos codiciados.
—Para Gobierno asesino, divisas más importantes que personas —concluyó Kwoyo, amargado, brillantes de rencor sus ojos saltones, un rictus despectivo curvando sus gruesos labios.
—¿Y ninguno de vuestros jefes se rebeló cuando os echaron de vuestras tierras? —quiso saber Celso, muy indignado por lo que estaba escuchando.
—Nuestros jefes muy furiosos. Protestar. Protestar mucho a representante Gobierno. Entonces soldados coger presos jefes y nunca más nadie saber ellos. Quizás asesinados. Gente mucho asustada. Ya nadie más protestar, y los boruni repartirse por todo el país.
—Por desgracia siguen existiendo los tiranos asesinos —lamentó su pasajero.
—En tu país no tiranos asesinos.
—Ahora no. Pero también los tuvimos en el pasado.
Los dos grandes elefantes estaban desapareciendo en el cegador horizonte. Habían cambiado de rumbo. Una especie de tenue bruma envolvía el sol dándole cierto parecido con un colosal huevo frito.
—Van rápidos esos animales —reconoció Celso.
—A más de cuatro millas por hora. Difícil para hombre seguir. Ellos poder oler hombre cientos metros distancia.
Celso pensó sería mucho lo que tendría que aprender sobre aquel país, sus gentes y sus animales salvajes. Kwoyo le contó que dos años atrás un elefante perdido apareció cerca de Ngoe, el poblado del que él provenía; lo mataron a lanzazos y durante varios días pudieron saciar su hambre comiendo carne hasta casi reventar. Los huesos del paquidermo tomaron la precaución de enterrarlos, pues el gobierno tenía prohibido a los nativos matar animales salvajes e infligía terribles castigos a quienes no respetaban esta prohibición.
—Tabuhé único cazarlos. Tabuhé gran hombre. No miedo castigo.
La admiración demostrada por el africano despertó la curiosidad de Celso.
—El que acabas de nombrar, ¿es el jefe de ese pueblo que has dicho?
—Sí, Tabuhé jefe y hechicero de Ngoe. Ngoe mi pueblo.
Una serie de socavones tan profundos que amenazaron descoyuntar el vehículo los sumió en un forzado silencio. Celso recordó, mientras observaba de reojo a Kwoyo cuyo semblante permanecía impasible, la conversación mantenida con el ingeniero holandés compañero suyo de asiento del Boeing salido de Madrid. Al principio del viaje, los dos charlaron amistosamente. Esto fue hasta que aquel hombre supo por su boca los motivos humanitarios que lo llevaban a África y cambió inmediatamente su actitud, pues manifestó, despectivo a más no poder, no me-recían los negros que nadie se preocupase por ellos. Él los conocía muy bien, afirmó. Había montado una pequeña empresa minera en Nairobi y aquellos estúpidos, vagos salvajes, le hacían pasar las de Caín para conseguir le resultara rentable su negocio. En su opinión, aquella gente de color tenía la suerte que merecía, pues era la única culpable de la miseria, las muertes prematuras y las enfermedades que sufría, por no controlar su exagerada natalidad y su innata va-gancia.
—Crean, con su estulticia e irresponsabilidad, miseria y problemas de todo tipo, que luego esperan les solucionemos los países civilizados y prósperos.
Celso se enfadó con aquel fanático racista por sus filípicas argumentaciones y por el desprecio expresado. Perdió su templanza habitual y le dijo él era quien menos podía despotricar contra aquella pobre gente ya que se estaba aprovechando en beneficio propio de la escasa ri-queza que todavía poseían, y encima de explotarles los despreciaba. El neerlandés, enrojeciendo de ira, le dirigió una mirada fulminante. Por un momento creyó que iba a golpearle. Esperó su agresión dispuesto a responderle de forma adecuada. Por convencimiento y profesión no era persona violenta, mas lo de poner la otra mejilla no iba con él. Pero su antagonista se lo pensó mejor y dando media vuelta marchó hacia la cola del aparato donde había asientos libres.
De pronto, Celso descubrió junto a un arbusto espinoso una serpiente medio erguida. Qui-so llamar la atención del conductor, pero el ofidio desapareció tan rápido entre la hierba amarilla que fue vista y no vista. Desistió de mencionarla. No se creía capaz de describirla. Algunos metros más adelante divisaron a poca distancia de la carretera un cuantioso grupo de buitres disputándose los restos de un animal muerto. Quiso Celso hacer un comentario sobre aquellas aves carroñeras que a él se le antojaban asquerosas, pero en aquel momento una de las ruedas del vehículo se metió en un hondo socavón y el jeep salió despedido hacia arriba provocando que las cabezas de sus ocupantes dieran contra el techo. El joven blanco se cogió con ambas manos de la guantera. El chófer se hizo con el dominio del vehículo nada más se posó de nuevo sobre la infame calzada. Dándose cuenta del sobresalto sufrido por su pasajero, Kwoyo soltó una carcajada divertida.
—No temer nada, señor Marán. Kwoyo muy buen conductor. Pocos accidentes. Otros conductores, muchos.
—Me alegra oírlo.
Celso pensó que su padre, en situación parecida, habría usado esta misma frase. ¡Qué preocupados quedaron él y su madre! Los dos eran contrarios a su decisión de pasar una temporada en un remoto y paupérrimo rincón del continente africano. Aún sonaban en sus oídos las temerosas palabras de su angustiada madre: «Ay, ten mucho cuidado, hijo de mi alma. Mucha de esa gente a la que tú quieres ayudar está muy salvaje todavía. Son numerosas las monjas y misioneros a los que han pagado todo el bien recibido de parte de ellos, matándolos». También su hermano se mostró preocupado. Él les tranquilizó lo mejor que supo. Prometió no moverse de la misión ni correr riesgos. Ninguno mencionó a Victoria, aunque la tendrían muy presente en su pensamiento. Para huir de la tortura que le significaba recordarla, Celso preguntó al chó-fer la primera cosa que pasó por su cabeza:
—¿Se ha encontrado alguna vez frente a frente con un león, Kwoyo?
—Sí, dos veces.
Sacó pecho el nativo y su rostro de ébano adquirió una expresión de orgullo.
—¿Qué hizo usted, Kwoyo, huir corriendo todo lo más rápido que pudo?
Rechazó el hombre de color este supuesto quitando sus manos del volante, para desasosiego de su pasajero.
—No, huir. Si tú correr, león correr más. León correr más que todo hombre. Mejor quedar quieto o alejar despacio y mirar ojos león, sin miedo. Y para defender de elefante furioso, gritar fuerte. Hacer ruido mucho. Nunca huir. Si huir, elefante perseguir y muerte segura.
—Hay que tener mucho valor para hacer lo que dices, Kwoyo —admiró Celso.
—Valiente vivir, cobarde morir. No otra cosa.
—Lo tendré en cuenta. Gracias por la información.
El africano alzó sus poderosos hombros haciéndose de nuevo con el volante, para tranquilidad de su preocupado compañero de viaje. Aquel paisaje reseco y deprimente terminó por aburrir a Celso. Lo único que alteraba la monotonía de las llanuras eran los arbustos grises con sus largas púas blancas y muy de tarde en tarde el diferente color que procuraba un baobab. Abatió los párpados. Estaba cansado y tenía sueño. Había llegado a la metrópoli de aquel país africano al atardecer del día anterior. Durante un largo recorrido por la ciudad tuvo ocasión de conocer la parte más céntrica y comercial donde, gratamente sorprendido vio algunos hoteles de lujo, rascacielos modernos, plazas, avenidas con jacarandás en flor, magníficas tiendas y oficinas. Pero luego se adentró por los suburbios y la diferencia allí existente le impactó de manera brutal: casuchas, chabolas inmundas; callejones estrechos, sucios, hediondos; gente harapienta, mutilada, esquelética; chiquillos desnudos, viejos moribundos. El motel donde le llevó el taxista resultó ser un cuchitril infecto, regido por un rubicundo inglés de mediana edad. Haciendo de tripas corazón aceptó quedarse allí y compartir cuarto con otros dos hombres desconocidos, ambos de color, uno de los cuales roncaba con mayor potencia que una tuba tocada con entusiasmo. Celso pasó una noche terrible. Abrió súbitamente sus ojos al notar que Kwoyo reducía de un modo brusco la velocidad haciendo sonar con violenta insistencia el claxon. Dos chiquillos desnutridos obstruían el camino conduciendo un docena de reses esqueléticas. Los animales se movían con extrema lentitud. Iban en busca de alguna charca lejana, pestilente, que tuviera todavía unas briznas de hierba y unas gotas de líquido que les permitieran sobrevivir algún día más. A golpes de vara, los chicos consiguieron sacar a las escuálidas reses fuera de la carretera. El chófer pudo de nuevo pisar a fondo el acelerador y el vehículo recuperar la velocidad perdida. Era la tercera vez que se repetía la misma escena.
—¿Por qué son siempre niños y no hombres los que llevan el ganado de un lugar a otro? —quiso saber Celso.
—Hombres ser guerreros —zanjó, un tanto seco, el africano.
—Pero ahora no hay guerra en este país. No hacen falta los guerreros.
—Hombres que ser guerreros querer siempre ser guerreros.
Rotundo, aspereza en la voz. No deseando enojar al indígena, el joven blanco optó por callar lo que pensaba sobre las costumbres ancestrales de muchas pequeñas comunidades de aquel país. Según sus informes, en esas comunidades los hombres defendían sus poblados, cazaban, pescaban —si existían posibilidades para ello—, talaban los árboles, preparaban el terreno para sembrar y les sobraba mucho tiempo para holgazanear mientras las mujeres se ocupaban de to-dos los trabajos de la casa, criar a los hijos, cultivar la tierra y no les quedaba tiempo libre alguno. Celso supuso que las monjas de la Misión estarían tratando de cambiar aquellas injustas costumbres ancestrales, en las que las mujeres cargaban con la mayor parte del trabajo familiar.
Se estaban acercando a una aldea de chozas de forma circular situada al borde de la carretera. Observó el joven blanco que una gran extensión de terreno a su alrededor aparecía deforestada. La pobreza de una tierra que no daba para más de una o dos cosechas seguidas obligaba a una continuada tala de árboles para poder sembrar en tierra virgen y esto conducía a una desertización irremediable. Una vez cortados y quemados los árboles, plantaban sobre las cenizas, un método de fertilización de los más arcaicos. Pero ¿qué otra cosa podían hacer aquellas pobres gentes sin fertilizantes, sin insecticidas y enfrentados a la terrible catástrofe de cuatro años de inmisericorde sequía? Un puñado de niños desnutridos y zarrapastrosos salió de sus pobrísimas viviendas para agitar en su honor los largos y flacos brazos. Éstos parecían cañas negras agitadas por el viento. Muchos sonreían, aunque en los grandes ojos de sus cadavéricos rostros brillaban el sufrimiento y la desesperanza. Celso les devolvió el saludo y consideró, viendo su mísero aspecto y amistosa conducta, merecían ser ayudados. Kwoyo les dedicó un par de sonoros bocinazos.
El poblado quedó atrás. Con un pañuelo, cada vez más sucio y mojado, Celso trató de se-car el sudor que todo el tiempo chorreaba por su semblante. Continuaron circulando por aquellas rectas interminables sin cruzarse con vehículo alguno. El cuentakilómetros tampoco funcionaba. Imposible saber cuántos kilómetros llevaban recorridos. Se repetían los arbustos, las extensiones sin límite, uniformes, entre el gris y el amarillo. No había árboles grandes que rompieran aquella lisa superficie. Sólo allá, en la lejanía, alteraba la homogeneidad la línea borrosa de unas colinas. A Celso, en cierto momento, le agobió la impresión de que aquel paisaje deprimente duraría ya siempre, igual que una pesadilla sin fin. No soplaba viento ni para mover una hoja. Impacientándose por momentos inquirió:
—¿Falta mucho para llegar a la Misión, Kwoyo?
—No mucho. Llegar pronto.
Unos kilómetros más y el conductor abandonó la deteriorada carretera para adentrarse por un camino todavía más polvoriento e infernal. Avanzaron otra interminable hora hasta que surgió una cuesta pronunciadísima. La bordeaba por su lado derecho, justo el ocupado por Celso, un precipicio casi vertical y muy profundo. El vetusto jeep inició penosamente la ascensión. Su motor, emitiendo inquietantes ruidos, metió el miedo en el cuerpo del joven blanco convencido de que si el vehículo llegaba a detenerse rodarían sin remedio a lo más hondo de aquella rocosa sima y encontrarían la muerte. Sabía que el freno de mano no funcionaba, y el otro apenas tam-poco. Debía tener sus suelas muy desgastadas. Prodigio era, además de todo lo anterior, que los deterioradísimos neumáticos hubieran resistido tanto tiempo sin reventar. A saber, la cantidad de años que aquel cacharro no había sido sometido a revisión. Decidió no permitir lo paralizara el pánico. El miedo a morir ha matado a muchos hombres que pudieron haberse salvado. Tenía más posibilidades de salir vivo ahora que si se hubiera estrellado la avioneta que lo trajo.
Con todos los sentidos agudizados al máximo cerró su mano derecha sobre la manija de la puerta. Cuando el todoterreno no pudiera avanzar más y se viniera atrás, él abriría la portezuela y lo abandonaría. Los segundos se le hicieron eternos. Notaba una extraña sensación de irrealidad, un violento martilleo en sus sienes. En cambio, su corazón parecía haberse detenido. Sentía un doloroso ahogo dentro del pecho. El coche avanzaba cada vez con mayor dificultad y lentitud. La impasibilidad que mostraban las oscuras facciones del africano tenía perplejo a Celso. Lo juzgó un inconsciente. Evitó hablarle. Distraer su concentración en aquel difícil momento podría precipitar las cosas. Debía prepararse para saltar. Con la velocidad del rayo desfilaron por su cabeza, como tantas veces le contaron otros, los sucesos más importantes de su vida. ¡Con enorme dolor los últimos! El vehículo llegó a un punto que apenas ganaba terreno. Celso miraba obsesivamente la profundidad rocosa, donde podía encontrar la muerte si no conseguía agarrarse a algún arbusto o saliente rocoso que evitase cayera al fondo del abismo junto con el viejo todoterreno avanzando ya centímetro a centímetro. Más lento imposible. Los segundos se le hacían eternos. Burlando su voluntad, mil temblores de miedo sacudían su cuerpo. ¿Por qué ahora le importaba tanto vivir? Recordó dramáticos momentos de su pasado cercano cuando había pedido a la muerte viniera a por él. Celso no llegó a saltar. Una fuerza misteriosa lo man-tuvo paralizado, incapaz de tomar la decisión final. El cochambroso automóvil, con torturante lentitud, eternizando el tiempo logró lo que a Celso le pareció un milagro: alcanzar la cumbre.
Escuchó de nuevo latir su corazón. Estaba empapado de sudor. Miró, incrédulo, al imper-térrito chófer y pensó a partir de entonces confiaría ciegamente en él. Circularon, a continuación, por terreno llano. Una hiena enflaquecida y famélica cruzó rauda por delante del coche. Estuvieron a punto de atropellarla. No tardó en perderse entre la agónica arboleda. Kwoyo, obrando todo el tiempo como si no hubiera advertido el pánico sufrido por su pasajero, le explicó, en aquella zona este animal carroñero se hallaba al borde de la extinción. Tenía demasiados enemigos. El peor de todos ellos ya no era el hombre, sino el hambre. Explicó que las mandíbulas de las hienas eran más poderosas que las de ningún otro animal salvaje. Las hienas con sus poderosísimas mandíbulas podían hasta atravesar el fémur de un elefante.
—Procuraré evitar encontrarme con alguna de ellas.
Le costó a Celso imprimir naturalidad a su voz.
—Hienas ser cobardes —despreció el africano— pero muy peligrosas en grupo. Temer hasta leones y leopardos.
Llegaron al final de aquel bosquecillo de árboles muertos de sed y entonces se ofreció a su vista varios edificios de sencilla construcción situados delante de un grupo de blancas acacias En lo más alto de la mayor de las rústicas construcciones sobresalía una gran cruz de madera.
—La Misión —supuso Celso.
—La Misión —confirmó el chófer.