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CAPÍTULO II
Era temprano por la mañana. Estábamos a finales de invierno. Yo me hallaba en la cocina de casa. Fui hasta la ventana y corrí a los lados sus cortinitas. Ellas llevaban estampadas bonitas amapolas en posición desmayada y espigas de trigo muy tiesas.
Un rayito de sol colándose a través de los cristales limpios me acarició las manos. El placer de su tibieza me hizo entornar los ojos procurándome esa agradabilísima sensación de felicidad que nos producen las pequeñas cosas cuando estamos receptivos y sabemos apreciarlas.
Sonreí. Gracias a Dios tengo la sonrisa bonita y fácil. También tengo igual de fá-ciles la tristeza y la alegría. Cuando este último sentimiento consigo me domine, en-cuentro la vida deslumbrantemente hermosa, y como si fuese una espectacular carcasa el corazón mío estalla de gozo.
Apoyados los brazos en la mesa de formica llevaba un ratito escribiendo en mi libreta de anillas, con la ayuda de un bolígrafo cuyo capuchón estaba muy mordido por mis dientes perlíferos. De repente un puñado de nubes desconsideradas me ocultó los cálidos rayos solares.
Fruncí el ceño, guardé en el cajón de la mesa libreta y bolígrafo y comencé a preparar el desayuno. Esta es, de las tareas de la casa, la que menos odio. Seguramente por el placer que experimenta mi olfato con el olor que desprenden las tostadas y, sobre todo, el café.
No tendríamos lluvia hasta las once de la mañana. Quienes se ocupan de estudiar la meteorología avanzan tanto, que día ha de llegar en que nos dirán el número de gotas de lluvia que van a caer por minuto y metro cuadrado.
Llamó mi atención la repentina musiquita de mi móvil dejado encima de la mesa que teníamos arrimada a la pared. Fui hasta el pequeño aparato y pude leer un mensaje de mi amiga Carolina pidiéndome, en el caso de que pensara acercarme al supermercado, le trajese media docena de cosas que me enumeraba.
Le contesté con un OK. Debemos a los norteamericanos un par de cosas útiles como ésta. Lástima fracasen tan lamentablemente los estadounidenses en los conflictos bélicos donde, con sus torpes y erróneas decisiones, en vez de arreglar algo de lo que está mal acaban destrozándolo todo.
Porque me picaba, rasqué mi trasero. Me entró risa. Mi santa madre solía decir de este picor que significaba: nos venía de camino una buena noticia. Mi amiga Carolina siempre me llamaba fantasiosa por creer en cosas tan discutibles como ésta.
Ella también estaba casada, al igual que yo, con un “hijo de mamá”. “Los hijos de mamá” han sido criados en el mimo edulcorado y la absoluta holgazanería dentro del hogar, y esperan que sus esposas los traten de igual modo que sus madres. Cuando las esposas no se someten a esta esclavizante sumisión, no existe ni paz ni armonía en el matrimonio con ellos.
Igual que los pájaros acuden al reclamo que les pone el cazador, mi marido acudió a la cocina. Iba con el pijama desarreglado, calzado con pantuflas que arrastraba por el suelo necesitado de fregona, y despeluzado como los espantapájaros de los cuadernos que colorean los críos.
Tras un escueto buenos días, respondido con igual brevedad por mí, ocupó su silla habitual y quedó a la espera: “Servidme criados, que de alta cuna vengo”. La expresión de su cara, fúnebre. Expresión que solo se le transforma en entusiasta cuando el equipo de futbol de sus amores gana.
Continuábamos de morros desde el día anterior en que le comuniqué tenía para la tarde del día siguiente (o sea el que ya estábamos) una entrevista con el director de una agencia de detectives. Para reducir tensión eché mano de la amabilidad haciéndome una pregunta cuya respuesta por su parte no me interesaba una higa, como tiene la costumbre de decir Reme, otra buena amiga mía:
—¿Descansaste bien, cariño?
Él soltó un suspiro victimista.
—Pues no. No descansé bien. Me molestó ese maldito perro que ladra todas las noches. Ganas me entran de envenenarlo.
—Podrías tener problemas en el caso de hacerlo y ser descubierto. Su dueño pertenece al cuerpo de la Guardia Civil y luce un bigote intimidante.
—El Poder, avasallando siempre al sufrido pueblo —suspiró.
—Ojalá, por lo menos, te sea leve el trabajo de hoy en la oficina.
—No lo será. ¡En absoluto! Hoy nos toca inventario. Y ya sabes lo agotador y angustiante que es eso.
—Terrible la vida del obrero, ¿verdad? —procuré disfrazar de seriedad mi ironía
—Terrible e innecesaria. Si repartieran todo el dinero que tiene ese uno por cien-to de multimillonarios existentes en el mundo, podría la humanidad entera vivir estupendamente, hasta sin tener que trabajar.
—Ahí está el problema irresoluble, querido, que ese uno por ciento de multimillonarios no quiere repartir su riqueza.
Coloqué a su alcance el plato con las tostadas (cuatro para él y dos para mí que soy la única que se preocupa de guardar la línea y no mostrar el barrigón suyo sin preocuparle en absoluto. Según el pensar suyo, su aspecto físico no importándole a él no tenía por qué importarle a nadie más. Añadí a las tostadas la mantequilla, la mermelada de naranja amarga para él, y la de fresa dulce para mí. Regresé enseguida con la taza de café para él y, café con leche, para mí.
—¿Está muy caliente? —preguntó precavido.
—Imagina, acabo de sacarlo del fuego.
Frunció el labio superior, cuyo aspecto estético, según mi parecer, habría mejorado algo un bigote estilo cuernos de bisonte.
Cuando por fin me senté, él había devorado ya dos tostadas. Es para lo único que demuestra velocidad, para comer. La gula es una condición suya que nunca devaluó el paso del tiempo. Otra condición suya inicial, la de ser muy cariñoso conmigo, no le duró ni dos años de matrimonio. Y con respecto a la pasión le prendía una vez al mes y con tan poca llama, que a mí igual me daba la mantuviese apaga-da.
Esa mañana que cuento, mi marido me dirigía frecuentes miradas furtivas. Intuía iba a verse, inminentemente, zarandeado por un mar tempestuoso su cómodo yate conyugal.
Terminó su desayuno cuando yo iba todavía por la mitad del mío. Y como tenía por costumbre no realizó el esfuerzo de llevar hasta la encimera los utensilios empleados. Se limpió la boca, soltó la servilleta encima de la mesa y dijo:
—Con eso de que tenemos inventario me voy a ir al trabajo más temprano que otros días.
—¿Va todo bien por tu oficina? —para saber si iba a verme de improviso en la necesidad de tener que mantenerlo yo.
—Bien. No hay ninguna novedad. Trabajo en una empresa solvente y modélica —entendiendo, acertadamente, me preocupaba yo por su empleo.
—¿Ese viejo verde del director sigue con la misma querida, o tiene ya otra nueva? —despectiva yo.
—Creo que continúa liado con su secretaria. Esa muchacha es, además de guapa, muy eficiente. Domina tres idiomas y ahora ha empezado a estudiar japonés. Cuando lo hable bien, seguramente se irá a trabajar a Japón. La fascina todo lo oriental. Se comenta que para el viejo verde ella realiza, desnuda, la antigua ceremonia nipona del té, que suele durar como mínimo una hora —malicioso.
—Menuda tontería: una hora. Para cuando quieran beberlo, el té se habrá enfriado del todo. A ella la entiendo, a él no. A los jóvenes les sobra el tiempo, que a los viejos les falta.
—Los jóvenes de hoy, serán los viejos de mañana —con cierta amargura él—. Voy a vestirme —No se movió de la silla. Supe que iba a soltarme algo que lo estaba atormentando—: ¿Sigues adelante con ese propósito tuyo tan peligroso y absurdo?
—No es ni absurdo ni peligroso mi propósito. Actualmente, las mujeres estamos hasta en el ejército —rebatí.
—Los detectives suelen ser hombres… Hombres duros…
—Todo lo que puede hacer un hombre, puede hacerlo una mujer, y si me apu-ras, hasta mejor —encrespándome.
—No te entiendo —exasperándose—. Cuando eras más joven te conformabas con ir al gimnasio, al cine con tu amiga Carolina y, alguna que otra vez, conmigo. Y de pronto se te despertó esa extraña, insensata fiebre de correr aventuras. Como si te creyeses todavía una adolescente alocada.
—¡Llevó mucho tiempo necesitando algo de emoción en mi vida! —le repliqué indignada.
Se reveló:
—Pues si necesitas emoción, hazte trapecista, que a lo mejor es menos peligroso que detective —con más rabia que burla.
—Si no me diese miedo la altura, no tendría inconveniente en intentarlo —se me escapó la sonrisa imaginándome semidesnuda con un taparrabos blanco y con brillantes lentejuelas, en lo alto de un trapecio saludando al público que me observaba admirado—. Mira querido, desde muy niña he mantenido oculto, dormido, un sueño. Un sueño que nació leyendo las novelas policíacas que tanto gustaban a mí padre, y a las que él me aficionó. Y quiero convertir este sueño en realidad. Por eso me esforcé, y en ese curso de investigación saqué las mejores notas de mi clase.
Empecé a llevarme cosas de la mesa y a colocarlas, unas en la nevera y otros en la encimera del fregadero. Él estaba tan abatido con mi determinación que se le había olvidado el inventario que le aguardaba.
—¿Te sirvo otro café?
—No. Tengo que irme —recobrando la memoria—. Recapacita. ¿Qué necesidad tienes de correr riesgos en un trabajo que, aunque tú mantengas lo contrario, no es el más adecuado para ejercerlo las mujeres?
—Las mujeres aparecen como principales protagonistas en muchas series policiacas norteamericanas.
—Generalmente trabajando en laboratorios.
—Y resolviendo crímenes, y disparando a los asesinos.
—¿Y te ves a ti misma disparando pistolas contra personas? —totalmente es-candalizado.
—Si hiciera falta, pues claro —horrorizada asimismo ante la posibilidad de que se me presentase semejante circunstancia—. No te lo he dicho antes, para que no te disgustaras, pero he estado yendo a un club de tiro algunas tardes después de salir del gimnasio y tengo una puntería tan buena que mi instructor la califica de en-diablada.
—¿Y Carolina también ha ido a practicar lo mismo que tú? —no queriendo creerlo.
—No, ella no soporta el ruido de los disparos. A mí me encantan. Me hace el mismo efecto que si escuchase a una sinfónica —exageré para irritarlo.
—Seguro que Alberto no le permitiría a Carolina ir a un sitio como ese.
Le advertí:
—Me estoy empezando a enfadar, cariño. A mí me importa un comino lo que Alberto prohíba o no a su mujer, si ella le da su consentimiento para que mande en su persona, allá ella —desafiándole—, pero en mí no manda nadie. Lo sabes, ¿verdad?
—Mucha gente no se da cuenta del bien que tiene hasta que lo pierde —realizó una mueca de payaso triste intentando despertar mi compasión—. Me duele el estómago. Es lo que me ocurre cuando me disgusto.
—Nadie te ha pedido te disgustaras.
—Me lo pide tu irracional conducta.
—¿Quieres que nos peleemos? —poniendo mis brazos en jarra, actitud mía que le asustaba sobremanera.
Seguramente por acordarse de Filomeno, su compañero de trabajo al que abandonó su mujer y de vez en cuando, llorando, le contaba lo tristísimo que es llegar a una casa vacía y que nadie cocine para ti ni te haga, en las frías noches de invierno, compañía en la cama.
Con los ojos llorosos me contestó con voz quebradiza:
—No quiero pelearme contigo. No quiero que te enfades conmigo, me abandones como la mala mujer de Filomeno y convertirme yo en un alcohólico amargado como se ha vuelto él.
Cuando vi rodar dos lagrimones por sus mejillas se me convirtió en merengue el corazón y le dije:
—Ven a mis brazos, tontorrón. Yo nunca te dejaré a no ser que me hagas la vi-da tan imposible que no me quede más remedio.
Se me abrazó mojándome sus ojos el fino camisón, y le acaricié el cogote, algo que en otros tiempos además de ponerlo tierno lo excitaba. Pero para entonces ya solo conseguía ponerlo melancólico. Cuando noté se estaba recuperando le dije, amable, cariñosa:
—Anda ve a vestirte. Se te está haciendo tarde y puedes cometer tu primera falta de puntualidad laboral en veinte años.
Obedeció sorbiendo el llanto en retroceso, muy fuerte para que yo tuviese plena conciencia de cuanto lo estaba haciendo sufrir con mi actitud rebelde. Se alejó cabizbajo. Muchos hombres adultos permanecen niños toda su vida. Él era uno de esos.
Yo había terminado de limpiar la cocina, incluido haber pasado la fregona por el suelo, cuando mi marido apareció vestido de oficinista y con su maletín.
—No trabajes mucho que luego se resiente la salud —le dije acompañándole hasta la puerta y después de haber recibido de su parte un beso en la frente y yo haberle devuelto otro en su rasposa mejilla.
—Regresaré a casa exhausto —lúgubre.
—Pobrecito —maternal.
Cerré la puerta tras él. Me quité el camisón y vestí un chándal cómodo. El suelo de la cocina se había secado ya. Me hice con un par de bolsas y marché al pequeño supermercado que teníamos cerca de casa. Compré lo que necesitaba para preparar el almuerzo y como me apetecía sentir sobre mí una mirada apreciativa, incluso de deseo, me acerqué la frutería.
El adonis del frutero tenía varias clientas. Solo pudo echarme una mirada con destellos lujuriosos y un comentario.
—Zaida, con la cola de caballo pareces una colegiala pizpireta.
—Gracias por rejuvenecerme —reí complacida.
Las dos maduras que tenía delante de mí me miraron como queriendo decir que no compartían la opinión del frutero sobre mi persona. Cuando llegó mi turno había otras dos mujeres y un hombre esperando ser servidos.
Sentí, al alejarme de la frutería, la ardiente mirada de Marcelo en mi retaguardia y le procuré un vaivén provocador. ¡Cómo no vamos a triunfar las mujeres sobre los hombres si tenemos encantos sobrados para ello!
Había decidido cocinaría para el almuerzo unos calamares a la romana, una buena ensalada de verduras y una pequeña macedonia de fruta. La macedonia la dejé preparada y metida en la nevera. Cogí mi bolso y marché a la calle.
Tenía el dojo a diez minutos andando. A mi viejo Renault, aparcado en la calle, le daba el sol de lleno. Lo abrí un momento para colocarle la pantalla de cartón protectora. Lo necesitaría a la tarde para ir a la agencia Larios y no quería encontrár-melo convertido en un horno.
A pocos pasos por delante de mí, a una anciana se le cayó de la mano el bastón con que se apoyaba. Corrí a recogerlo y entregárselo.
—Gracias, niña, eres muy amable —agradeció acompañándose de una sonrisa cansada.
Cambiamos una mirada de simpatía. Pensé en mi madre muerta antes de haber podido llegar a la avanzada edad de ella y le ofrecí:
—¿Quiere que la acompañe al sitio donde va?
—No hace falta, bonita. Estoy casi llegando a la esquina donde vive mi hija Julia. Que tengas un feliz día.
—Igualmente.
La seguí con la vista. A mí me despiertan el bello sentimiento de la ternura los niños y los ancianos cuando les veo desvalidos,
Llegué al gimnasio. Nos saludamos con la chica de la recepción.
—No sueles venir por las mañanas, Zaida —observó ella.
—Cierto, pero es que esta tarde no podré venir. Tengo cosas que hacer.
No había nadie en los vestuarios. El lio allí era por la tarde a partir de las siete en que comenzaban a llegar algunos judocas que ya habían terminado su jornada laboral, y también parados que trabajaban en negro.
Saqué de la taquilla mi judogi. Olía a una mezcla de sudor y el perfume mío de a diario. Pensé debía haber traído el otro judogi que tenía limpio. Cerré mi uwagi con el cinturón negro, mi premio por cinco años de fiel práctica, infinitas caídos propias y ajenas, callos en mis manos y algunos dedos tan doloridos que, en ocasiones, me permitían ver estrellas en pleno día. Me coloque esparadrapo en las primeras falanges de los dedos índices y medios de ambas manos.
Me dirigí al tatami. Había allí dos mujeres y tres hombres. Todos ellos mayores y, por el color de sus cinturones ninguno apto para luchar conmigo. Solo había un profesor. Se llama Ruperto. Cuarenta y pocos años. Enorme, ciento veinte kilos de musculo. Impresionaba. Cara y expresión de simio enfadado. Nunca me había en-frentado a él. Realicé el tradicional saludo y me fui a golpear con los pies los sacos de garbanzos durante un rato, y otro rato el saco de boxeo. Empecé a sudar.
De pronto tuve a Ruperto a mi lado sonriendo como sonreiría un dragón legendario al insignificante mortal que planeaba merendarse después de bien asado.
—Ven al tatami conmigo —me dijo.
Asentí con la cabeza manteniéndome muy seria, teniendo el convencimiento de que aquel tipo bruto no iba a tratarme con la exquisitez que debe tratarse a una dama. Empezamos a intentar coger con ventaja la chaqueta del otro. Tal como suponía el tipo posee una fuerza extraordinaria. Consiguió hacerme una o-guruma (gran rueda) y salí volando por el aire. Gracias al mucho entrenamiento realicé una buena caída. De nuevo fuimos, jadeantes, recorriendo el tatami en el intento de agarrar al otro y tirarlo. Intenté un ouchi-gari (gran siega interior) y fracasé. Su poderosa fuer-za anuló mi tentativa.
Él me tiró dos veces más. Con excesiva violencia. A pesar de que el tatami amortiguó el impacto de mi cuerpo al chocar en él tuve la sensación de que, dentro de mi cabeza los sesos se movían como líquido agitado dentro de una de esas esferas de regalo que encuentras en todas las tiendas de souvenirs.
Me entró un coraje que me transformó. Me puse de pie, sacudí la cabeza y de pronto me sentí convertida en el poderoso Hulk del cine. Conseguí apresarle bien la chaqueta y el pantalón al sensei mastodóntico y, concentrando toda mi rabia en la acción, le hice un tsuri komi goshi (tirado y levantado por la cadera) consiguiendo hacer volar por el aire sus ciento veinte kilos aullantes. Cayó bien, porque a caer es una de las principales disciplinas que enseñan en este duro deporte.
Con una expresión de dolor e ira mal disimulada me acusó refiriéndose a que una mano mía lo había agarrado por el centro la entrepierna:
—Has cometido una irregularidad.
—Lo siento —mentí—. Y siento no poder seguir entrenando, pues me he lastimado una muñeca.
Le hice la reverencia protocolaria (ritsurei) y marché a los vestuarios donde pude dar rienda suelta a la explosiva carcajada que me ahogaba la garganta. Entiendo que haya mucha gente contraria al innoble sentimiento de la venganza, pero en aquel caso a mí me produjo un inmenso placer.

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