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CAPÍTULO II

  • Aparecen cuatro clientes más. Diana, a toda prisa, entra en la oficina. Enciende luces, conecta aparatos eléctricos y pone música animada. Piensa en el incidente que ha tenido. <<¡Uf! ¡Maldito encontronazo! Unas gafas graduadas costaban un buen pico. Me veré obligada a darle un mordisco a mis miseros ahorros, y el resto del mes a cocinar, para que me salgan más baratas las comidas>>.
  • Deja escapar un suspiro de fastidio, tres merde seguidos, cierra los puños y, tras cambiarse de ropa llama la atención de los presentes. Son mayoría las mujeres con vestimentas cómodas, chillonas, estrafalarias algunas, y lo mismo las de un par hombres que les imitan. La moda unisex ganando adeptos. Comienza el calentamiento general, al ritmo estimulador de los Coldplay.
  • Cuando algunos dan muestras de aburrimiento, Diana se detiene y les da el grito interpretable como gracioso:
  • À l´attaque!
  • Deja transcurrir varios minutos realizando ella algunos ejercicios especiales de desentumecimiento. Luego inicia su tarea de inspección y asesoramiento. La bicicleta estática y la cinta las más empleadas. A una de las nuevas, Diana aconseja aumentar el ritmo paulatinamente y, cuando quiera terminar no lo haga de golpe, sino disminuyendo progresivamente el ritmo.
  • —Querida, si no tienes cuidado, puedes terminar besando el suelo, que no es nada sexi, y haciendo más rico a tu dentista.
  • A un chico delgado y voluntarioso que está en el Rack Dack le dice:
  • —Jean-Pierre, debes mantener los codos en ángulo recto y los hombros relajados. Así te cansaras menos, aprovecharas mejor el ejercicio y no correrás el peligro de quedar jorobadito.
  • A una chica en la Stepper:
  • —Ten cuidado, Camile. Es mejor no se te abran las rodillas. Ya te habrá advertido tu mamá del peligro que eso supone para una jovencita tan linda como tú.
  • —¡Bruja! —ríe la corregida.
  • A otra mujer, cuarentona y con vientre abultado, que se halla en la dorsalera.
  • —Colette, la espalda muy recta y los codos por debajo de los hombros. Perfecto.
  • Y sigue Diana corrigiendo a quienes estaban en la máquina de abductores, la máquina de remo, el banco de musculación, el power tower, la prensa de pierna etc.
  • Cuando ha terminado de dar consejos y realizar rectificaciones, llega Monsieur Trouvalier, sesentón director del gimnasio. Reparte sonrisas a diestro y siniestro. Anclado en el ayer, se considera persona muy importante por haber obtenido el título de Mr. Universo cuando contaba la mitad de años que en la actualidad.
  • Con la llegada de su jefe, Diana puede dedicarse a los alumnos más interesados en las artes marciales que en la musculación y pérdida de peso. Rectifica a los que estaban golpeando mal los sacos, las defectuosas posiciones del cuerpo, de los brazos y de los pies, especialmente, de los que practican caídas en el tatami.  
  • Al rato hace su aparición el sensei Pierre Sorel, segundo dan (un dan más que Diana), ganador de tres títulos europeos y uno mundial. Repetidas lesiones le obligaron a retirarse mucho antes de lo deseado por él.
  • Diana respetaba profundamente a este hombre de gran valía, del que ha aprendido más que de ningún otro profesor tenido antes.  Él la anima, continuamente, a que tome parte en competiciones, pero Diana no le hace caso. Cuando la adrenalina se adueña de su cuerpo puede ser excesivamente violenta, como demostró la noche anterior con el atracador.
  • Pierre Sorel organiza combates entre los diferentes alumnos procurando emparejarlos por sus pesos y por sus conocimientos. Diana ejerce de jueza, mientras su jefe dirige cada enfrentamiento y evidencia errores.
  • A la una y media se les da a todos los asistentes media hora para ducharse y vestirse, pues el gimnasio cierra a las dos y vuelve a abrir a las seis de la tarde.
  • Diana retira rápido mancuernas, pelotas, cuerdas y demás elementos que se ha utilizado. Es una de las ultimas en entrar en las duchas. Tiene cuidado de no mojarse el pelo.
  • Una vez vestida, hace algo que no es habitual en ella, le pide a Paulette, una chica que hace spots en televisión, con la que tiene bastante confianza, le prestase su pequeño estuche de cosméticos.
  • —¡Vaya! Te has vuelto presumida —bromea la requerida, entregándoselo—¿Te has echado novio, Diana? ¿Es guapo y varonil?
  • Ta gueule, sólo quiero darle buena impresión a un tipo que le rompí las gafas de un bofetón.
  • —¡Mon Dieu! ¿Se propasó contigo? —interpreta, perpleja, la otra.
  • —No, se las rompí en un choque fortuito y tenemos que ajustar cuentas.
  • —Entiendo. Diana, si consigues enamorarlo la rotura te saldrá gratis.
  • —Exacto, Paulette. ¡Que listísima eres!
  • —Mas que nadie —ríe la otra—. ¡Trae! Deja que te maquille yo. No tienes práctica y acabarás hecha un adefesio.  
  • Con rapidez y destreza la chica de la televisión pone un leve rosado en las mejillas de la instructora, espesa con rímel sus largas pestañas, y pinta sus labios de un vivo carmín color fuego.
  • —Lista. Te convertí en una seductora vampiresa. Aprovéchalo. Estás para que cualquier tipo con sangre en sus venas te devore a besos.
  • —Te debo una, Paulette.
  • —No te preocupes que me la cobraré. La noche que no encontremos mi marido y yo carabina para que cuide de nuestros dos niños, te llamaremos.
  • —De acuerdo. Quien paga sus deudas descansa.
  • Abandonan juntas los vestuarios. En el recibidor se encuentran Monsieur Trouvalieur esperando para cerrar el gimnasio y, sentado en el sofá situado a tres metros del mostrador, el tipo norteamericano con él que ella chocó. Él se levanta nada más verla y pregunta, simpático, mirándola con admiración:
  • —¿Eres la chica que me rompió las gafas?
  • —Eso dijiste tú, y yo te creí —risueña ella.
  • —Perdona por no haberme dado cuenta antes de lo guapísima que eres.
  • —Salgamos, que mi jefe quiere cerrar. Aurevoir, Monsieur Trouvalieur.
  • —Chao, Mademoiselle Diana.
  • Ella y el estadounidense salen a la calle y se detienen. La joven de da cuenta de un detalle que le pasó desapercibido en un primer momento.
  • —¿Has conseguido tan rápido un par de gafas nuevas?
  • —No. Es que tengo siempre unas de repuesto para cuando choco con chicas tan atolondradas como tú.
  • Se miran y rompen a reír. Evidentemente se ha creado un inmediato buen rollo entre ambos.
  • —Juguemos a los seres civilizados —propone ella, tendiéndole la mano y añadiendo—. Me llamo Diana Vicent.
  • —Mi nombre es, James Powell, norteamericano de Springfield, Illinois.
  • —Yo española de Galicia, Orense, Verín, donde tenemos las mejores aguas minerales del mundo.
  • —Bueno, nosotros, los de Springfield, inventamos el rocky road ice cream. Lo siento. No conozco España.
  • —No te preocupes. Estamos iguales. Yo no conozco Norteamericana. Bien, ¿Qué debo pagarte por las gafas que te rompí?
  • —Huy, tendrías que vaciar tu hucha.
  • —No hará falta. La tengo ya vacía.
  • —¿Qué te parece si lo zanjamos invitándome tú a comer una hamburguesa o cualquier otra cosa económica? Estoy hambriento. ¿Tú no?
  • —Yo no estoy hambrienta. Acabo de comerme, en el gimnasio, un par de mancuernas.
  • Dan de nuevo rienda a su hilaridad.
  • —Sígueme —decide ella—. Te llevaré donde yo suelo comer. Pero si estás acostumbrado a frecuentar palacios, no me sigas.
  • —Te sigo. Soy todo un aventurero.
  • Diana le conduce a un bistró de mesas y sillas rústicas. Una pizarra negra, en la puerta, muestra escritos con tiza blanca los nombres y precios de sus especialidades.
  • Ninette, la camarera, obesa y rubicunda, vestida de marrón oscuro, saluda e indica a Diana:
  • —No hay ninguna mesa libre, pero os pondré con una pareja de ingleses que están a punto de terminar.
  • Los extranjeros son una pareja de mediana edad, modestamente vestidos y con aspecto de haber nacido sorprendidos y seguir estando. Se saludan. Sonríen torpemente a los que la empleada del local ha sentado a su mesa.
  • Buena observadora Diana, fijándose en sus manos callosas y deformadas supone son labriegos que se hallan de vacaciones. Inicia conversación, preguntándoles directamente su nacionalidad. Se les alegran los semblantes a los preguntados. Muestran les encanta su interés. Son irlandeses, de un pequeño pueblo cercano a Dublín. París les parece la ciudad más bella del mundo. Se entusiasman. Cuentan detalladamente todo cuanto han visto de momento. James se convierte en espectador. Le fascina lo simpática y amistosa que Diana es con todo el mundo.
  • Ninette puede por fin atenderles. Diana se vuelve hacia James que no se ha mirado la carta metida dentro de un plástico azulado, transparente.
  • —¿Qué vas a comer?
  • Él pone cara de sorpresa. Decide rápido.
  • —¿Puedo comer lo mismo que tú?
  • —¿Y si yo me como una gárgola de Notre Dame, comerás tú lo mismo? —bromea.
  • —Por supuesto.
  • —No quiero que sufras una indigestión. Yo voy a pedir un Croque Monsieur.
  • —No sé qué es eso, pero haré el sacrificio. Tengo buena dentadura.
  • —Dos, Ninette y dos porquerías de esas norteamericanas con burbujitas.
  • —¡Malditos gatos negros! —suelta la empleada su maldición favorita y se aleja en dirección a la cocina.
  • Diana explica para su acompañante y también para los curiosos irlandeses, que el Croque Monsieur es el sándwich más popular de París. Se trata de pan de molde relleno con jamón y queso gruyere, y, en aquel establecimiento, le añaden bechamel.
  • El matrimonio irlandés pide la cuenta a la camarera. Pagan y se despiden de Diana y de James con un jocoso desafío confundiéndose con respecto a la relación existente entre ellos dos:
  • —A ver si sois vosotros capaces de permanecer juntos treinta años como llevamos nosotros.
  • —Intentaremos aguantarnos media hora por lo menos —replica Diana.
  • Al quedarse solos, James en tono de queja:
  • —¿Sólo media hora?
  • —Es el tiempo del que dispongo. Tengo que ir a mi apartamento, poner una lavadora, comprar gasolina, hablar con mi portera y, a las seis, reincorporarme a mi trabajo.
  • —Llevas una vida muy estresada, ¿eh?
  • —Mas o menos como todo el mundo que trabaja. Tú estás aquí de vacaciones.
  • —Así es. Unas breves vacaciones. Me encanta esta ciudad.
  • —También a mí.
  • —¿Llevas mucho tiempo viviendo en París?
  • —Cerca de medio año. Vine aquí también de vacaciones. Me enamoré de la ciudad.  Encontré un trabajo y aquí sigo.
  • —¿Piensas echar raíces en París?
  • James se muestra totalmente interesado en ella. Le fascina la expresividad de su atractivo rostro y su espontaneidad.
  • —Soy demasiado joven todavía para echar raíces en parte alguna.
  • —¿Te gusta viajar?
  • —Me apasiona. Cualquier día me entrarán las ganas de convertirme de nuevo en trotamundos, cogeré mi mochila, mis indestructibles botas, mi vieja gorra de béisbol y marcharé a recorrer tierras lejanas.
  • —¿En qué países has estado hasta ahora?
  • —Un par de meses en la India, y otro par de ellos en África.
  • A Diana le gusta el carácter afable del norteamericano además de su buen físico. Sin embargo, se mantiene precavida. Ha conocido el suficiente número de hombres para saber que las intenciones de la mayoría de ellos es embaucar a una mujer, mostrándose encantadores, hasta conseguir llevarla a su cama, y una vez conseguido estés objetivo demostrar que son unos cerdos.
  • En aquel momento llega la oronda camarera con todo lo pedido: dos Croque Monsieur y dos Coca-Colas. Diana y James se desean buen apetito y comienzan a comer. Ella, pendiente de la reacción de él, bromea:
  • —¿Sobrevivirás a esta experiencia?
  • —¡Ja, ja, ja! Por supuesto que sí. Tengo un estomago a prueba de ladrillos.
  • —Eso no suena a elogio.
  • —Está buenísimo el sándwich. En adelante el Croque Monsieur contará entre mis ambrosias preferidas.
  • —Exagerado.
  • Ríen. Transcurridos veinte minutos han terminado. Aparece la camarera junto a ellos y, demostrando la confianza que tiene con Diana, le pide dejen la mesa libre lo antes posible pues tiene a mucha gente esperando.
  • —Si te apetece tomar café podemos ir a otro local. Hay gente esperando nuestra mesa —comunica a su acompañante, por si su conocimiento de la lengua gala no le ha permitido entenderlo.
  • —Podemos ir a otro sitio. Pero con la condición de yo pago los cafés.
  • Diana abona la cuenta y cuando va a levantarse ya tiene a James detrás de ella retirándole la silla. Sonríe ella para sus adentros. Nunca ha tenido con ella ningún hombre, anteriormente, este tipo de galantería. <<Lo habrá aprendido de las películas antiguas norteamericanas, supone>>.
  • En aquella misma calle encuentran una cafetería. Hay poca gente. Escogen una mesa al fondo. Acude al momento junto a ellos un hombre calvo vestido con el clásico pantalón negro y la chaquetilla blanca. Le piden dos cafés con leche.
  • —¿A qué te dedicas, James? —Diana ha deseado formularle esta pregunta desde hace rato.
  • —En este momento me dedicó a no hacer nada.
  • —Es una buena y descansada actividad esa —bromea ella.
  • —Terminé mis estudios hace un par de semanas y he comenzado un año sabático.
  • —¿Qué estudiaste?
  • —Finanzas y periodismo.
  • —Interesante. Yo estudie Derecho para contentar a mi tío, la persona que me ha criado, Pero no me interesa ser uno de esos que retuercen las leyes, juegan con ellas y las moldean a conveniencia de quien paga para que lo hagan.
  • —Con las leyes también se puede ayudar a inocentes.
  • —Soy pesimista. He conocido pocos inocentes auténticos, a falsos, muchos.
  • —¿Pesimista?
  • —Creo que más bien realista. ¿Por qué no has querido ejercer enseguida ninguna de las dos carreras que terminaste?
  • Ambos van adquiriendo confianza. Se sostienen la mirada. No hay doblez en ellos.
  • —Tal vez termine ejerciendo de periodista. Me gusta contar cosas. Publiqué algo para un par de periódicos y les gustó. Estudie periodismo para contentar a mi madre, y finanzas para contentar a mi padre. Les estoy muy agradecido por el bienestar que me han procurado desde venida al mundo. Creo que el agradecimiento es una virtud que todos deberíamos poseer. ¿Por qué no estás tú en un bufete?
  • Ella sonríe. Sacude con gracia los hombros. Acababan de servirles las infusiones. No responde enseguida. Echa azúcar dentro de su taza y mientras lo diluye haciendo girar la cucharilla confiesa:
  • —Entré en un bufete, un poco como tú, para agradecer el esfuerzo realizado por mi tío para que yo fuese a la universidad. Pero me aburría mortalmente escribiendo contratos, escrituras y otros muchos documentos. Las artes marciales las he venido practicando desde niña. Me apasionan. Mi tío me aficionó a ellas. Mi tío fue un extraordinario deportista. Fue dos veces campeón europeo de lucha libre —se estremece de emoción la voz de Diana—. Estuvo algunas temporadas en Norteamérica luchado para la WCW. A la lucha libre, vosotros la llamáis wrestling. Regresó a España y, tras la muerte de mis padres, cuando yo tenía siete años, se hizo cargo de mí. Él continuaba en activo. Me llevaba con él a todas las competiciones en las que tomaba parte. Yo le animaba desde el público y celebraba sus triunfos con una alegría infinita —los bonitos ojos verdes de Diana resplandecen apasionados, despertando en James un sentimiento de admiración. De pronto los ojos de ella se cubren de tristeza—. Hace cinco años, una rara y maldita enfermedad atacó a mi tío y ahora está en silla de ruedas.
  • —Lo siento —dice el joven norteamericano compadecido.
  • —Bueno —mordiéndose ella los labios queriendo con este gesto vencer su momentáneo abatimiento—. Todos sabemos que la vida tiene dos caras y hay que tirar adelante con ellas.
  • Se establece un silencio entre ellos. James está tentado de transmitirle su simpatía cogiéndole las manos, pero intuye no le gustará a ella algo que puede ser interpretado como atrevimiento. Diana les saca del momento emocional con una pregunta:
  • —¿A qué se dedica tu padre, James?
  • Él suspira. Parece haberle contrariado esta cuestión.
  • —Mi padre es banquero.
  • —¿Fabrica bancos para sentarse? —irónica
  • —No tiene un banco de esos que la gente entrega dinero para que se lo guarden.
  • Diana cede a la tentación de mortificarle.
  • —Entonces, tú eres eso que llaman: un pijo.
  • —Por favor, Diana —se entristece el norteamericano.
  • —Perdona. He dicho una estupidez —consulta la hora en su reloj y añade—: Tengo que marcharme. Además de lo de poner una lavadora y todo lo demás, quede también, con una alumna, en acompañarla al dentista. Les tiene pánico.
  •  Diana se ha puesto de pie. James le imita. Coloca un billete debajo del platillo de su taza. Marchan juntos a la calle. Se detienen entonces. Diana ofrece la mano a su acompañante:
  • —Me ha gustado conocerte, James. Y perdona te rompiese las gafas.
  • —Diana, me gustaría volver a verte. No conozco a nadie en París, y todos necesitamos tener un amigo.
  • Ella lo encuentra interesante. No le disgusta la idea de pasar de nuevo un rato en su compañía.
  • —¿Hay algo de París que no has visitado en los días que llevas aquí?
  • —Creo que he visto lo más notorio, pero en tu compañía no me importaría volver a verlo.
  • —Adulador. ¿No has salido de París?
  • —No.
  • —¿Seguirás aquí el sábado?
  • —Seguiré.
  • —Si no te importa la incomodidad de viajar de paquete en mi moto, te llevaré a un sitio que muy posiblemente te gustará. Se encuentra a algunos kilómetros fuera de París.
  • —Me apunto. Dame el número de tu móvil.
  • Diana lo hace y después de haberlo anotado él en su aparato telefónico manifiesta:
  • —Bueno. Espero seas un buen copiloto y no nos caigamos por tu culpa.
  • —Seguiré un cursillo rápido y me convertiré en el mejor copiloto del mundo.
  • —Adiós. Debo ir a la parada del autobús.
  • —Te acompañaré hasta allí por si necesitas quien te defienda.
  • —¿Has olvidado a lo que me dedico? —burlona ella.
  • —Bueno, si te atacan dos puedes necesitarme.
  • Echan a andar el uno al lado del otro. Cinco minutos tardan en llegar a la glorieta.
  • —¿Dónde nos vemos el sábado y a qué hora? —quiere saber James.
  • —¿A las siete de la mañana será demasiado temprano para ti, aquí mismo?
  • —En absoluto. ¿A qué hora cierra el Folies Berger las madrugadas de los viernes-sábado? —ella levanta las cejas y él aclara—: Estaba bromeando. Soy una persona seria.
  • —Entiendo. Prefieres visitar iglesias.
  • —Eso tampoco.
  • Ríen. Se miran con agrado. Por la mente de él pasa la idea de cumplir un deseo largamente tenido a lo largo del tiempo pasado con ella, el de besarla. Pero la actitud de ella le desaconseja hacerlo. Intuye que, en materia de intimidad, Diana será quien marque los tiempos.
  • Llega el autobús. James espera, anhelante, que ella tenga un gesto como el de ofrecerle su mano. No es así. Le dice adiós y sube al vehículo. Se queda observándola. Ella paga y avanza en busca de asiento. James experimenta decepción. Ella parece haberse olvidado de él por completo.
  • Suspira y echa a andar sin rumbo. Faltan dos días para el sábado. ¿Desea mucho volver a verla? ¡Sinceramente sí! Ella pertenece al grupo de mujeres que él considera especiales, dignas de conocerse a fondo. Nunca lo han dejado satisfecho las mujeres fáciles.