LE ESTOY DANDO UN PASEITO A MI VIEJITA (VIVENCIAS MÍAS)

LE ESTOY DANDO UN PASEITO A MI VIEJITA (VIVENCIAS MÍAS)

Era por la mañana. Lucía ya un sol de esos que pueden reventar las piedras, como le había escuchado decir a una camarera de pisos a su compañera, al pasar yo por delante de la habitación que estaban limpiando, dos horas atrás cuando yo cogía el ascensor del hotel donde me alojaba.
Debido a que me habían robado el pasaporte tuve que ir a la embajada de mi país a denunciarlo. Cuando después de haber sido amable y satisfactoriamente atendido salí de allí, decidí coger un taxi pues me hallaba muy lejos del hotel donde yo me alojaba.
Aguardé, detenido al borde de la acera a que pasara uno para detenerlo. Transcurrieron varios minutos. Me encontraba en una zona del extrarradio de la ciudad y el tráfico no era allí muy intenso.
Por fin apareció un coche del servicio público. Alcé el brazo y se detuvo delante de mí. Lo conducía un hombre que calculé andaría cercano al medio siglo de edad. Su cuello corto y sus ojos un tanto oblicuos, unido al tono cobrizo de su epidermis denotaban corría por sus venas una notable cantidad de sangre india. Me sonrió y dijo, servicial:
—¿Pa´ dónde vamos?
Le dije el nombre del hotel y donde estaba situado.
—Suba —invitó él.
Abrí la puerta trasera y reparé entonces en que había allí una señora mayor cuyo cuerpo sujetaba el cinturón de seguridad. Sin llegar a entrar le dije al taxista:
—Hay una señora dentro.
—No se preocupe. No le hará nada. No es más de este mundo. Estoy cumpliendo la promesa que le hice a mi viejita de darle un buen paseo por la ciudad antes de enterrarla. Suba. Le haré un precio especial y ella estará contenta de tener compañía. Fue siempre una persona muy sociable. Háblele, señor, y verá con que atención y respeto lo escucha.
Quedé atónito y desconcertado por un momento. Luego reaccioné como posiblemente reaccionaría muchísima gente en mi lugar.
—Lo siento, pero siempre me trajo muy mala suerte hablar con muertos. Adiós.
Y eché a andar en la dirección contraria a la que debía seguir. Tuve tiempo de escuchar la disgustada voz del chofer profesional:
—También usted se morirá algún día y querrá cumplir un último deseo.
Seguí adelante sin responder nada. Este macabro incidente no debió durar más allá de dos minutos y yo lo llevo recordando a lo largo de muchos años. Se quedó en mi mente, imborrable.
En algún momento en que me ha dominado un humor macabro he pensado en dejar escrito en mi testamento, que mis deudos me den, después de muerto, un buen paseo por mi ciudad a la que tanto quiero.

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(Copyright Andrés Fornells)

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