LAS TRES VIUDAS ALEGRES (RELATOS AMERICANOS)

LAS TRES VIUDAS ALEGRES (RELATOS AMERICANOS)

LAS TRES VIUDAS ALEGRES (RELATOS AMERICANOS)

(Copyright Andrés Fornells)

Mi ejemplar familia y yo vivimos en el rico país del dólar. Dentro de la colosal, dinámica y cosmopolita Nueva York, se encuentra El Bronx (nuestro barrio) que es como otra enorme ciudad. El tráfico es infernal en todas partes de la Gran Manzana, pero en el Bronx es donde con mayor frecuencia se escuchan las penetrantes sirenas de las ambulancias y de los coches de la policía. Esta notoria superioridad acústica se debe al hecho de que en el Bronx la delincuencia se convirtió y los accidentes no laborales, desde hace mucho tiempo, según una muy discutible opinión policial, se han convertido en una plaga inextinguible.

Entre los muchos casos curiosos de delincuencia que llevo conocidos, está el caso de “Las tres viudas alegres”.

Sucedió que tres mujeres viudas, feas y de edad madura, no encontrando a nadie del género masculino que les hiciera caso y, no queriendo verse privadas el resto de su anodina existencia de los goces amatorios que pueden obtenerse juntando ciertas partes orgánicas de fácil y placentero acoplamiento, formaron una banda de secuestradoras.

Estas tres señoras necesitadas, que no recibían de buena voluntad lo que necesitaban, se dedicaron por la noche, cubiertos sus rostros con pasamontañas, a buscar hombres en zonas solitarias de la ciudad. Hombres a los que después de atar las manos a la espalda y vendar sus ojos, se los llevaban a una pequeña casa de campo que tenían alquilada únicamente para el uso específico de obligar a los raptados a cumplir con ellas la función de sementales. Luego los soltaban cerca de una gasolinera y se marchaban a sus casitas a hacer la colada o cualquier otro menester que los listos de los hombres han conseguido sean, mayoritariamente, tareas femeninas.

Nunca las atraparon porque hacían gozar tanto al secuestrado, por un corto periodo de tiempo (sin el gasto para ellos de cenas, regalos o cines), que ninguno denunció su secuestro, aunque más de uno de los abusados pudo hacerlo, pues ellas no siempre se acordaban de taparles los ojos con un pañuelo y les dejaban la posibilidad de memorizar el número de la matrícula del coche que ellas usaban, pues era siempre el mismo y, además de matrícula, llevaba publicidad del negocio que regentaban: Panadería Las Tres Espigas Solas.

Yo supe lo que acabo de relatar por un pariente mío, el tío John Dospasos, hombre de mediana edad, que pasó por esa experiencia de fornicio obligatorio y me contó, entre benevolente, compasivo y complacido:

—Sobrino preferido mío, además de por su vehículo, reconocí a una de ellas por un tatuaje que lleva en su muñeca: un gracioso diablillo. Se llama Laura y tiene junto con sus amigas Liz y Helen, una modesta, pequeña panadería en mi barrio. No las denuncié. Soy viudo como ellas. Todos sabemos lo que es la necesidad, y esas pobrecillas y apasionadas mujeres, tienen mucha necesidad, y no lo ocultan como hacen otras que frecuentan iglesias y otros santos lugares de culto. Sigo, de vez en cuando, permitiendo que vuelvan a secuestrarme. Hemos llegado a un punto de confianza tal, que en esos encuentros, nos tomamos una botella de whisky y unos canapés muy ricos que preparan ellas, mientras contamos anécdotas divertidas y chistes subidos de tono.

Hay muchas maneras de ser buena persona, y mi tío John me mostró una de ellas: Dar buenos consejos:

—Querido sobrino mío predilecto: “No juzgues, y no te juzgarán”, leí en una de las Santas Biblias que colecciona tu abuela Sara.

Ciertamente mi abuela Sara colecciona, además del más santo de todos los libros, también dentaduras de muertos para que no se sienta sola la dentadura de su marido, mi abuelo Samuel, al que solo llegué a conocer en retrato, y que era tan barbudo que de su cara solo se le ve un ojo, pues el otro lo guiña con mucha gracia.  Mi abuela Sara, amo tanto a mi abuelo Samuel, que lo hizo embalsamar como a los faraones y, para que no se aburriese colocó dentro de su ataúd todas sus herramientas de albañil, profesión que mi abuelo Samuel ejerció en vida con admirable arte. Y él, en reconocimiento por la demostración de cariño por parte de ella, cuando mi abuela Susan necesita una reparación de albañilería solo tiene que ir a su nicho y decirle:

—Samuel, necesito que alicates el cuarto de baño con colores más alegres, y cambies el viejo y roto inodoro por uno más moderno que te dejaré preparado, lo mismo que los azulejos multicolores.

Y mi abuelo Samuel, mientras todos dormimos, realiza el trabajo que su mujer le ha pedido. Posiblemente, lo que hace de noche podría hacerlo en pleno día, pero no quiere asustar, pues la gran mayoría de los embalsamados quedan con un aspecto que asusta y él es tan considerado, que no quiere asustar a nadie y mucho menos a su amada familia.

Por lo demás nosotros somos una familia muy normalita. Pagamos impuestos, respetamos los diez mandamientos y nunca sumamos más de cinco pecados por semana. Ya ven que moderados somos, ni siquiera salimos a un pecado por día. Pocas familias habrá, especialmente en el Bronx, menos pecadora que la nuestra.

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