LAS ENSEÑANZAS DE MI ABUELO SILVINO (MICRORRELATO)
Mi abuelo Silvino fue siempre, según él decía, hijo de sus padres y de la mar, pues apenas dejó de practicar el gateo e iniciar la insegura verticalidad suya, su padre, pescador de toda la vida se lo llevó a la mar con él dentro de su embarcación. Y debido a esta pronta iniciación, mi abuelo Silvino las siguientes palabras que aprendió a continuación de pare y mare (padre y madre en valenciano), fueron los nombres de los peces y de los arreos de pesca.
Yo no pude seguir sus pasos porque mis padres me lo impidieron. Muy especialmente mi madre, por lo mucho que ella, en compañía de la madre suya, habían sufrido debido a que la mar, cuando se cansa de ser extraordinariamente generosa y se enfada, se queda para siempre con alguno de esos pescadores a los que tanto ha beneficiado.
Con ojos ensoñadores yo lo veía partir en su barquita a motor y perderse en la lejanía azul donde podría disfrutar de la mayor libertad que todavía le queda al hombre (según él me decía) la de no tener más fronteras que el horizonte y no necesitar más pasaporte que contar con el beneplácito del Creador.
Algunos fines de semana, si gozábamos de extraordinaria bonanza climática, y mi abuelo les aseguraba a mis padres que nos alejaríamos muy poco de la costa, ellos me permitían acompañarle.
Para entonces yo vestía ya pantalones largos, mi abuelo me había enseñado a nadar, mis padres me habían enseñado los secretos de la vida, algo que en mis desorientados años de inocencia tanto me habían intrigado y los había mareado con preguntas a este respecto.
Una de aquellas mañanas con mi abuelo, subidos los dos en su barquichuela y rodeados de ondulante y verdoso oleaje por todas partes, descubrimos en la lejanía dos tortugas gigantes. A pesar de tener mi abuelo la vista muy estropeada por soles, vientos y el reverberar del astro rey sobre las olas, las había visto antes que yo.
—¿Quieres verlas más de cerca?
Yo conservaba todavía muy activa la facilidad de ilusionarme y le dije inmediatamente:
—Claro que quiero verlas, abuelo. Esto es algo que no se presenta todos los días.
—Pues hazte cargo del timón —me invitó, para emocionante deleite mío.
Ocupé su puesto. Con temblores de emoción conduje la pequeña embarcación hacia donde se hallaban los dos quelonios. Llegando ya junto a ellos mi abuelo me aconsejó:
—Reduce la velocidad y mantente paralelo a ellas. A ver si tenemos suerte y se mantienen en la superficie, pues son tortugas verdes y pueden bajar varios cientos de metros de profundidad, si así lo quieren.
—¿Cuántas clases de tortugas hay, abuelo?
—Marinas siete y las más perseguidas de todas las carey, por su bello caparazón. Y como no hagan algo para protegerlas puede que acaben, en pocos años con todas ellas los pescadores furtivos.
—Son enormes, abuelo —dije admirado.
—Sí la mayor de ellas debe medir cerco de metro y medio.
—Si son pareja, esa mayor debe ser el macho, ¿no?
—Si son pareja la mayor será la hembra.
—Yo pensaba todo lo contrario —dije admirado—. Qué comen, abuelo, ¿peces?
—Suelen ser herbívoras. Comen algas marinas y pastos marinos. Algunas he visto comer medusas.
Y entonces, para desencanto mío, que no las perdía un instante de vista se hundieron y no pudimos observarlas más. Y yo le hice a mi abuelo una pregunta que llevaba tiempo anclada en mi mente:
—Abuelo, las tortugas macho tienen oculto su pene todo el tiempo, ¿cómo puedo saber si una tortuga es un macho o es una hembra, si no forman una pareja?
—Muy fácilmente, xiquet —(me llamó niño hasta el último día de su longeva existencia)—. En la hembra el estómago es bastante más abultado, para que pueda contener los huevos. Huevos que por cierto, si algo no lo impide desovará en la playa donde nació.
Me ha venido a la memoria este entrañable recuerdo, ya lejano, viendo en la feria como unos niños conseguían el premio de una tortuga en un tenderete. Y deseé, lo que seguramente no harían con ellas aquellos pequeños, dejarlas libres en un lugar donde pudiesen vivir su vida en libertad, algo a lo que tienen derecho todos los seres vivos, aunque haya tantos humanos que sin derecho alguno para ello, se creen dueños de cuanto existe.
(Copyright Andrés Fornells)