LA MALA SUERTE VA POR RACHAS (VIVENCIAS MÍAS)

LA MALA SUERTE VA POR RACHAS (VIVENCIAS MÍAS)

Esta mañana entré en el bar del Tuerto, ese buen hombre que tiene un ojo mirando para Vallecas y, el otro ojo mirando para Alcorcón, y que para atender a sus clientes se fía más del oído que de la vista, ya que ésta la tiene muy poco fiable.
Antes de que tuviera yo tiempo de sumar la clientela que allí se encontraba, escuché la rasposa voz de mi primo Orfeo.
—Hola, mi primo favorito, llegas a punto para pagarme el desayuno. Resulta que me dejé el dinero en casa y podrás evitar, con tu pródigo gesto, que yo pase la vergüenza, por primera vez en mi vida, de pedir fiado.
Yo iba a decirle que tiene una cara que se la pisa con ambas pies, cuando reparé en que además del brazo escayolado, de unos pocos días atrás, él sumaba ahora en igual estado de inmovilidad una pierna cuya verticalidad suplía una muleta.
—Manda huevos, primo —exclamé aprovechando que no teníamos cerca ninguna dama a la que pudiera escandalizar mi ordinariez oral—. ¿Puedo saber qué te ha pasado esta vez?
—¿Tú crees posible que una persona joven sufra de Alzheimer?
—Si yo me hubiera esperado de tu parte una pregunta tan inteligente habría estudiado Medicina, aunque nunca me ha gustado y encima me marea ver sangre. ¿Por qué no adquieres la sensata costumbre de no contestar a una pregunta con otra pregunta? A mí, personalmente, me facilitarías la vida.
Sin hacer caso de mi buena reflexión, él continuó con lo mismo:
—¿Tú has saltado alguna vez por una ventana?
—Jope, qué enigmático estás esta mañana. Ni que te hubiera mordido un alienígena rabioso, primo. Mira, nunca he alcanzado un punto de desesperación tal que me haya impulsado a considerar el suicidio como una buena solución para librarme de todos mis problemas.
Teníamos al de la vista descontrolada delante de nosotros, quien sin mirarnos preguntó:
—¿Qué sirvo aquí?
Mi primo Orfeo que anda tan agudo de oído como sobrado de desvergüenza, dijo adelantándose:
—A mí ponme otro desayuno, que me quedé con hambre. Mi querido primo, aquí presente, te pedirá ahora lo que él quiere. ¡Ah! Lo de antes, y lo ahora, lo paga él que es la persona más generosa y desprendida que conozco. Dios lo bendiga por los siglos de los siglos. ¡Mi primo aqquí presente.
—Y si yo también me he dejado el dinero en casa, ¿eh? —traté de inquietarlo.
No lo conseguí. Me conoce demasiado bien. Puedo presumir de lo sensato y precavido que soy.
—Imposible. Tú eres perfecto. Un genio. Si no fuera feo envidiarse entre parientes, tú me matarías de envidia.
Total, que esperamos a ser servidos —yo me conformé con un café, mi modesto bolsillo nunca me ha cumplido la ilusión de multiplicarme el dinero que le confío, como según nos han contado tan bien supo hacer Jesucristo con los panes que caían en sus manos.
Cuando el Tuerto nos entregó lo pedido por nosotros, nos fuimos a ocupar una mesa. Mi primo con el cuento de tener que maniobrar con su muleta, me cargó con su plato y su bebida. A él le gusta por las mañanas, regalarles a sus sanos dientes un desayuno catalán. Por si alguno lo ignora, el desayuno catalán se compone de lo siguiente: dos buenas rebanadas de pan con tomate restregado, un chorro de aceite y un par de lonchas de jamón cortadas con el suficiente grosor para que no pueda verse a través de ellas.
Y mientras Orfeo se zampaba el suculento y caro desayuno catalán, mostrando todo el tiempo una expresión de felicidad querúbica, yo tuve que conformarme con darle pausados sorbitos a mi café con leche.
Una vez terminó él de engullir, yo le repetí la pregunta cambiando un poco los términos para no sonar repetitivo:
—¿Me vas a contar de una puñetera vez lo que te ha pasado en esa pierna, o no?
—Sí, te lo voy a contar. Pero no vayas a reírte de mí, que tienes la risa fácil para todo, menos para invitarme a desayunar. No creas que no me he dado cuenta de la cara tan seria que has puesto y que sigues manteniendo. A buen observador, a mí, pocos me ganan.
—Es que de todo se cansa uno, primo, incluso de lo mejor —justifiqué con sorna.
Mi ironía le resbaló. Tuve que esperar a que se limpiara la boca, hiciera una bola con la servilleta, pidiera perdón a uno que se tropezó con su muleta que sobresalía demasiado por debajo de su silla, para que por fin me contara lo que voy a resumir para ustedes y no cansarles:
Ocurrió el domingo pasado, que subiendo la escalinata que conduce a la entrada del cine Royal, el codo malo de Orfeo dio contra el codo sano de una hembra que, además de joven, podía presumir de estar buenísima. Muy educados, los dos se pidieron mutuamente perdón.
Perdón que ella acompañó de una deslumbrante sonrisa y la pregunta de sí le había hecho daño. Mi primo, en contra de su condenable costumbre de no devolverte nunca nada, a ella le devolvió la sonrisa y le dijo que sí, que sí le había hecho daño pues nada más verla, él había sufrido el clásico flechazo en mitad de su tierno corazón.
A ella le entró la risa y dijo que ya sería menos. A él le entró otra risa parecida y respondió que de menos nada, sino que era bastante más. Total, que se sentaron juntos dentro de la sala oscura y, entre secuencia y secuencia cinematográfica, se fueron cogiendo confianza y, aquí te pongo yo una mano, y allí te meto yo la otra. Y le iba ella poniendo también a él, encima, igual de atrevidas sus dos manos la joven. Total, que ninguno de los dos se enteró de qué iba la película, pero se pusieron los dos al rojo vivo mientras por el método Braille se iban familiarizando con sus zonas corporales más íntimas. A la salida del cine, encendidos de pasión, los dos, decidieron que debían terminar como merecía lo que tan bien habían estado ensayando.
Mi primo Orfeo vive con sus padres que son más antiguos y púdicos que los fósiles de Atapuerca. Y se lo explicó así a su compañera de calentura:
—A mi casa, no podemos ir, preciosa. Mis trogloditas progenitores no nos dejarían entrar sin mostrarles antes el certificado de matrimonio, le expliqué a esa fogosa hembra. Tú los conoces bien a mis viejos, primo; son más antiguos que los relojes de sol —asentí con la cabeza a este comentario suyo, porque es muy cierto—. Ella me dijo que ella sí poseía un certificado de esos, pero que enseguida se darían cuenta mis castos padres de que el nombre masculino que rezaba al lado del suyo no era el nombre mío, sino el de otra persona. “Vamos a mi casa —me propuso—. Mi marido está de viaje y no regresa hasta mañana”. Y a la casa de ella fuimos. Un pisito en la primera planta de un inmueble situado en la avenida Mendrugo —el número me lo guardaré, porque una de mis mejores cualidades es ser extremadamente discreto. Entramos en la vivienda y fuimos directamente al dormitorio donde había una cama casi tan grande como una pista de tenis. Te la imaginas, ¿no?
—Creo que exageras, pero sigue —dije para que él se diera cuenta de que yo había notado su despropósito.
—No vamos a discutir, por palmo más o palmo menos, primo —quitándole toda importancia él—. Nosotros, inmediatamente, nos devoramos como caníbales que ha sufrido un largo ayuno. Nos arrancamos las ropas el uno al otro. Y quedamos tan desprovistos de envoltura textil, como cuando llegamos al mundo vía parto. ¡Qué hermosos estábamos los dos desnudos, primo! Porque tú me has visto en traje de baño, primo, y debes de admitir que estoy pero que muy bien, ¿eh?
—¿Qué quieres que te diga? Yo de hombres no entiendo —excusé para no ofenderlo.
Él hizo un mohín de contrariedad, pero lo encajó.
—Y comenzó el frenesí, primo. Si ella tenía ganas de que yo asaltara su propiedad más íntima, yo se las superaba con creces. Ella se había tumbado de espaldas toda receptiva, sus ojos suplicándome que no me demorara, que la necesidad que tenía de mí era pero que muy acuciante. Le respondí que la necesidad mía, de ella, era tan apremiante como la suya. Y de repente ella me mandó callar. Y callé, desorientado, sin comprender qué le ocurría. Ella tardó un segundo y medio en decírmelo: acababa de escuchar la cerradura de la puerta de la calle. “¡Mi marido! ¡Nos va a matar si nos encuentra juntos!” Al oír tan amenazadoras posibilidades, a mí se me bajó el entusiasmo a los pies. Ella, más rápida que yo, recogió mis ropas del suelo, me las dio, me condujo hasta la ventana y, tras abrirla, me empujó por ella. ¡Maldita sea! ¿Recuerdas, primo, que te he dicho que esa vivienda está en un primer piso?
Mi rica imaginación me sirvió la escena de mi primo Orfeo volando por los aires y aterrizando malamente contra el duro pavimento de la calle, y me dio tal ataque de risa que tardé un cuarto de hora en recuperarme.

Para entonces mi primo Orfeo y su muleta ya habían abandonado el establecimiento. ¿Ofendido él por mis despiadadas carcajadas, o temeroso de que en el último momento yo me negara a pagar su estupendo desayuno?
En nuestro próximo encuentro le preguntaré esto y, además, le mencionaré si su mención del Alzheimer lo dijo porque a su ligue se le olvidó que su marido regresaba ese día o a que supuso, erróneamente, cuando ella lo empujó por la ventana de un primer piso, que él sabía volar. Creo que no voy a esperar a ese casual encuentro, y le llamaré ahora mismo a su móvil. La curiosidad me puede. A ustedes, ¿no?

(Copyright Andrés Fornells)