LA LEYENDA DE LAS TRES VAMPIRAS Y LOS TRES MARINEROS (RELATO)
Hace algún tiempo realicé una segunda visita turística de varios días a la histórica, cosmopolita y populosa ciudad de Manila.
Desde el primer momento que me alojé en uno de los hoteles antiguos del centro de esta metrópoli que durante trescientos años fue española, una joven recepcionista llamada Chesah me demostró tan clara simpatía que, al tercer día de mi estancia allí le propuse cenar juntos una noche y ella aceptó, inmediatamente, mostrándose encantada.
Chesah era muy atractiva y elegante. Consideré todo un lujo poder disfrutar de su compañía. La noche elegida por ella fuimos a un restaurante que Chesah me recomendó. Un lugar bellamente decorado, con una iluminación acogedora y una música romántica que mantenía el volumen adecuado para acompañar y no aturdir.
Le sugerí a Chesah escogiera ella lo que íbamos a comer, confiando en su buen gusto. Muy segura de sí misma, convencida de que mi paladar sabría apreciarlo, pidió unos entremeses variados (con una deliciosa variedad de sabores) y el plato principal del país: el famoso Adobo. Todo lo anterior lo acompañamos de un vino filipino, que calificaré de exótico, y agua.
Mientras comíamos hablamos un poco de viajes. Ella solo conocía una pequeña parte de Estados Unidos, gracias a la obtención de una beca. Coincidimos en lo mucho que nos había fascinado Nueva York. Le hablé un poco de un periodista filipino, amigo mío, y de su hijo. Este muchacho me había contado una leyenda muy conocida en Filipinas sobre una montaña de oro que mucha gente buscaba afanosamente y nadie lograba encontrar.
—Conozco esa leyenda. Me la contaron de niña —dijo Chesah que acababa de cruzar los cubiertos encima de su plato, indicación de que había terminado de comer, y juntando a continuación sus bonitas manos adornadas con tres anillos, ninguno de ellos de compromiso, quedó por completo pendiente de mí, observándome con genuino interés su mirada.
—Me encantan las leyendas. He escrito sobre varias de ellas —le dije, pues ella, por mi pasaporte, sabía que mi profesión actual era la de escritor.
—También a mí me fascinan. ¿Conoces la leyenda de las tres vampiras y los tres marineros?
—No, cuéntamela —le pedí entusiasmado.
—A lo mejor no te gusta: es mitad horrorosa, mitad divertida.
—Oh, seguro que me gustará. Cuenta —la animé.
No teníamos al sumiller cerca, así que escancié yo en nuestras copas el resto de vino que contenía nuestra botella, y juntando yo también mis manos me dispuse a escuchar, con la máxima atención, lo que Chesah iba a contarme.
Y voy a traducir aquí la leyenda que ella me contó pendientes de mí, todo el tiempo, sus bellos ojos negros levemente oblicuos.
Un día tres marineros llamados Joshua, Edwin y Nathan, que eran muy amigos, bebieron más de la cuenta y les dio por adentrarse en un bosque sobre el que mucha gente aseguraba que estaba encantado. Los tres jóvenes se perdieron dentro de aquel denso arbolado. Anduvieron durante horas y horas y no consiguieron salir de él.
El destino decidió que llegaran a una rústica choza habitada por tres hermanas, hermosas y encantadoras, a las que explicaron se habían perdido, se hallaban muertos de cansancio, de hambre, de sed y les pidieron ayuda.
Ellas se mostraron muy compasivas y les prepararon una suculenta cena a la que añadieron tres botellas de vino, lo cual motivo que los marineros se fueran a dormir ebrios de nuevo, al cuarto que las tres amables hermanas habían preparado para ellos. Y porque a ellas que eran vampiras les habían gustado físicamente estos jóvenes, se acostaron con ellos, pasaron mucho gusto haciendo el amor y no les mordieron el cuello pensando en hacerlo el día siguiente, pues para esa noche tenían ya otros planes, que consistían en volar hasta un pueblo cercano y alimentarse con la sangre fresca de varios de ellos.
En mitad de la noche Joshua se despertó muy sediento y decidió buscar la cocina donde esperaba encontrar agua con la que poder calmar su sed. Caminó alumbrándose con su encendedor, pues aquella primitiva vivienda carecía de electricidad.
Salió del cuarto, avanzó por un pasillo, abrió la primera puerta que encontró y entró. Lo que allí vio fue tan horrible que lo dejó paralizado de espanto. Acostados en tres camas diferentes había tres medios cuerpos femeninos de cintura para abajo, la parte de la cintura para arriba faltaba.
Este aterrado joven ignoraba que a la otra parte del cuerpo de las vampiras le crecía alas y así, más ligeras de peso, ellas volaban a la misma velocidad que la bandada de cuervos que solía acompañarlas.
El horrorizado Joshua, tambaleándose por los temblores que se habían apoderado de sus piernas, regresó a su cuarto, despertó a sus amigos y tartamudeando por la impresión que se había llevado les contó la horripilante escena que venía de presenciar.
Edwin y Nathan no le creyeron:
—Has tenido una alucinación causada por el vino bebido anoche unido a la borrachera que ya llevábamos encima.
—Bueno, acompañadme y comprobaremos sí lo que me ha ocurrido a mí es una alucinación o una espantosa realidad —les propuso Joshua.
Marcharon los tres a la habitación de las tres hermanas y allí estaban los tres medios cuerpos femeninos en reposo.
Nathan que había escuchado contar historias antiguas a su abuela, reveló a sus amigos:
—Las tres hermanas son vampiras. Han dejado aquí la mitad de sus cuerpos y con la otra mitad de ellos han ido volando hasta la ciudad a chupar sangre a personas que duermen, pues de esa sangre se alimentan principalmente.
—¿Qué podemos hacer? —preguntó Edwin que era el más práctico de los tres.
—Mi abuela me contó que la mejor manera de inmovilizar los medios cuerpos que las vampiras dejan atrás consiste en echarles toda la sal que se pueda a la cintura para dificultarles la unión de los mismos cuando regresen.
—Pues encontremos la cocina y allí habrá sal —supuso Joshua.
Los tres iluminándose con la llama de sus encendedores dieron con la cocina. Allí encontraron una buena cantidad de sal. Regresaron con ella al dormitorio de las tres hermanas y llenaron de sal la media parte de sus cuerpos inmóviles.
—¿Qué ocurrirá cuando regresen? —le preguntaron a Nathan, que por los relatos de su abuela tenía conocimientos sobre las vampiras.
—No lo sé. Mi abuela no me contó esa parte. Supongo que debido a la sal ellas no podrás unir de nuevo sus cuerpos y morirán.
—Por Dios que espanto. A mí me dan algo de lástima. Disfrute tanto haciéndole el amor a la que se acostó conmigo —lamentó Nathan.
—Pues quédate aquí y dales a chupar tu sangre hasta que te quedes sin una gota y muerto —dijo Joshua—, Yo me largo de aquí inmediatamente.
—Y yo lo mismo. Necesito desesperadamente un buen trago —convino Edwin—. Vamos a la cocina. Allí vi anoche que había, en un estante, varias botellas de vino.
Fueron los tres a la cocina. Encontraron allí vino y también velas que tras encenderlas colocaron en la mesa alrededor de la cual se sentaron a beber y a planear que, en cuanto se hiciese de día escaparían de la casa de las vampiras y tratarían de tener la suerte de salir de aquel maldito y laberíntico bosque al que jamás volverían.
Las vampiras sabían ser tan silenciosas que regresaron sin que en un principio se diesen cuenta los marineros. Pero al encontrar ellas sus medios cuerpos embadurnados de sal soltaron furiosos gritos y maldiciones por el tiempo que iban a perder limpiando la sal, pues si llegaba el alba y no habían conseguido unir sus cuerpos, la luz del día las inmovilizaría y no podrían intentarlo hasta la noche siguiente.
Los marineros escucharon sus gritos y sus imprecaciones, y se asustaron a más no poder.
Nathan advirtió a sus compañeros:
—Si no se han saciado bastante de sangre antes de regresar aquí, se saciarán con la nuestra. Escapemos de aquí lo más rápido que podamos. La luna y las estrellas nos ayudarán a ver algo.
Sin hablar más, los tres marineros abandonaron la casa. En algunas zonas en que las ramas de los árboles juntaban sus copas, los tres jóvenes avanzaban a ciegas, tropezaban, se caían y maldecían. Se les hizo de día y continuaban perdidos, hambrientos y algo más sobrios.
Por fin, cuando el sol de la tarde empezaba a declinar, se produjo lo que calificaron de milagroso: salieron del bosque encontrándose en un pueblo en fiestas. Sus calles se hallaban ornamentadas con banderitas y guirnaldas de papel, y llenas de gente charlando a voces, riendo y bebiendo.
Los tres jóvenes lanzaron gritos de júbilo y como llevaban dinero encima empezaron a comer, a beber y a reír como el resto de la gente que les rodeaba.
Se creían seguros. No lo estaban porque las tres chupadoras de sangre, disfrazadas de pueblerinas habían llegado también al pueblo aquel. Su más firme deseo era vengarse de los marineros que las habían obligado a limpiarse medio cuerpo de toda la sal extendida por él hasta no dejar ni un solo grano.
—Hola, simpáticos —saludaron ellas mostrando una actitud seductora.
Ellas se habían maquillado y, en vez de vestidas con lúgubres ropas negras, llevaban puestos alegres y floreados vestidos. Por todo ello no fueron reconocidas por los marineros, que muy simpáticos y risueños las invitaron a bailar.
Estaban bailando animadamente cuando se iniciaron los fuegos artificiales. Según la tradición de aquel lugar, si mientras tenía lugar aquel deslumbrante espectáculo se expresaba un deseo, poniendo el alma en ello, ese deseo se cumplía.
Las tres vampiras estaban gozando tanto de la compañía de los tres marineros, unido esto al placer experimentado la noche anterior haciendo el amor con ellos, que las tres jóvenes el deseo que pidieron fue dejar de ser vampiras y convertirse en chicas normales. Y en el momento en que estallaba en el cielo el cohete mayor, las tres hermanas sintieron que en sus espaldas no tenían más las alas plegadas y ocultas y que su necesidad alimentaria no era más la sangre.
Verónica, la mayor de las chicas, que era quien comandaba siempre a las otras dijo a los marineros:
—Chicos generosos, invitadnos a cenar. Nosotras tenemos hambre y no tenemos dinero.
Estuvo tan encantadora y seductora, que Joshua concedió enseguida:
—Vamos a comer todos, os invitamos, preciosas.
Las chicas que habían dejado de ser vampiras enamoraron a los tres marineros y se casaron con ellos. Y en adelante todos ellos se ganaron la vida trabajando en los circos. Ellas como trapecistas, y ellos como domadores de focas a las que había enseñado malabares.
Este inesperado final de la historia motivo que tanto Chesah como yo nos riésemos de muy buena gana. Cuando me calmé un poco dije con calidez en mi voz y en mi mirada:
—Chesah, acabas de contarme la historia más increíble que he escuchado en toda mi vida.
El destello embelesado que desprendían mis ojos al encontrar los suyos la turbó.
—Te ha gustado esta desconcertante leyenda, ¿eh?
—Me ha gustado tanto, sobre todo la parte de la fiesta del pueblo, que me han entrado unas irresistibles ganas de ir a un sitio donde poder bailar. ¿Quieres aceptar ser mi pareja?
Ella ni tan siquiera se lo pensó. Con genuina ilusión aceptó:
—Con mucho gusto seré tu pareja de baile.
—Te advierto que soy un poco torpe. ¿Te atreves a enfrentarte al peligro de que te pise los pies?
—No correré peligro alguno. Me mantendré unos centímetros en el aire empleando mis alas.
—No me morderás en el cuello como las vampiras de esa increíble leyenda que me has contado ¿verdad?
—Tienes un cuello hermoso, pero haré una excepción contigo y no lo morderé.
Nos reímos. Había nacido entre ambos un hermoso entendimiento.
Chesah y yo fuimos a bailar. La mutua atracción surgida mientas cenábamos, seguida de la que experimentamos bailando con nuestros cuerpos muy juntos se convirtió en arrolladora pasión.
Aquella noche Chesah y yo nos dimos cientos de besos y las pocas veces en que empleamos nuestros dientes, lo hicimos tan cuidadosamente que no perforamos la piel del otro.
La relación que nosotros dos, Chesah y yo mantuvimos fue más corta que la de los protagonistas de la leyenda contada por ella, pero sin la menor duda, inolvidable.
(Copyright Andrés Fornells)