LA LEYENDA DE ABDULLAH Y YARA: UN PÁJARO SIGNIFICABA FIDELIDAD (RELATO)

LA LEYENDA DE ABDULLAH Y YARA: UN PÁJARO SIGNIFICABA FIDELIDAD (RELATO)

Abdullah era un sultán inmensamente rico y poderoso. Y debido a su inmensa riqueza podía permitirse cualquier capricho por caro que fuese. Tenía en su fastuoso harén doscientas mujeres, todas ellas muy hermosas, pero ninguna de ellas reunía tres cualidades que él deseaba: que fuese virgen, pelirroja, tuviese los ojos verdes y poseyera su piel la blancura de la leche y el brillo de la luna llena.

A la media docena de suministradores de mujeres que se las ofrecían continuamente prometió pagar al que se la trajera, un alto precio por una joven que poseyera esos tres extraordinarios encantos que él quería:

—Es la que falta a mi colección de concubinas para poder yo considerarla completa —aseguraba.

Ansiosos por ganar la elevada suma de dinero que este soberano les prometió, los traficantes de esclavas recorrieron varias ciudades buscando una mujer que reuniese las tres características que este monarca exigía.

Finalmente, transcurrido unos pocos días, Abdullah tuvo a bien recibir a los tres proveedores que aseguraron haber encontrado lo que él deseaba. Cada uno de ellos traía una mujer virgen, pelirroja, con ojos verdes y con la piel blanca como la leche y brillante como la luz de la luna llena.  

Abdullah las estuvo examinando durante un tiempo. Las tres beldades poseían los encantos deseados por él. Incapaz de elegir en un primer momento, ordenó a las jóvenes se desnudasen para poder verlas sin sus ropas.

Ellas conocedoras del motivo por el que estaban allí y el esplendoroso lujo que les significaría convertirse en concubina de tan poderoso señor, se quitaron con elegancia y sensualidad todas las prendas que llevaban puesta y que las cubría desde el cuello a los tobillos.

De tan acostumbrado como estaba el sultán a ver féminas desnudas, delante de aquellas beldades, mantuvo en su rostro una absoluta inexpresividad mientras las examinaba muy detenidamente.

—¿Son vírgenes las tres? —exigió le garantizasen, al final de su detenido examen.

Quienes se las habían traído, sabedores de que se estaban jugando la vida, le afirmaron que lo eran y que podían demostrárselo inmediatamente.

—¡No las toquéis! —ordenó tajante, amenazador—.  Ya lo comprobaré yo, y si me habéis mentido vuestros cuerpos se quedarán sin cabeza.

Los tres proveedores, aterrados, se apresuraron a asegurarle que ninguno le había engañado. El soberano ordenó a su visir que se las llevase a su harén y las sirvientas las preparasen para gozarlas él cuando tuviera ganas. A continuación, dirigiéndose a los mercaderes les dijo:   

—Para demostraros que soy muy generoso y agradecido, dentro de tres días os pagaré por esas mujeres, me quedaré solo con una y las otras dos os las devolveré.

Los tres tratantes de esclavas se deshicieron en muestras de reconocimiento y se quedaron en la habitación de los invitados a esperar la decisión del acaudalado y caprichoso soberano.

El sultán empleó tres noches seguidas en ir desflorando a cada una de aquellas doncellas pelirrojas, con ojos verdes que, con él, conocieron por primera vez el acto sexual.

Aunque gozó mucho con cada una de ellas, Abdullah escogió a Yara. Yara fue la más dulce y cariñosa con él, y también la que más sufrió al entregarle su flor intacta y mayor agradecimiento mostró por el honor de haber sido suya.

A partir de aquella primera experiencia con ella, el sultán la convirtió en su máxima favorita.

Un mañana, mientras Abdullah y Yara desayunaban juntos, él le dijo a ella:

—Llevas un mes haciéndome inmensamente feliz y quiero agradecértelo con un regalo. ¿Qué regalo quieres que te haga?

—Quiero que me regales un pájaro.

—¿Por qué un pájaro?

—Porque los pájaros simbolizan la belleza y la libertad —dijo ella.

El sultán no se percató de que las palabras de ella delataban su más profundo sentir y le propuso:

—Supongo que el pájaro tendrás que meterlo dentro de una jaula si no quieres perderlo.

—Sí, lo tendré preso dentro de una jaula, pero si un día aprende a abrir la puertecita de la jaula y recobra la libertad yo lo daré por bien perdido.

—Nunca he oído de pájaro alguno que haya sabido abrir la puertecita de su jaula —comentó, divertido, el monarca.

—Bueno, si un pájaro no sabe abrir la puertecita de su jaula, significará que no merece ser libre.

—Eres una chica muy extraña, Yara —reconoció el sultán—. Y eso me gusta.

—Creo que siempre lo he sido. Cuando mis padres me dijeron el dinero por el que iban a venderme, yo les dije que pidieran cien veces más del precio que les ofrecían. Ellos discutieron conmigo. Estaban seguros de que nadie pagaría por mí esa cantidad. Yo les dije que los sultanes sois muy ricos y no os importa pagar un precio muy alto por aquello que deseáis conseguir.

—Eres una joven muy lista —añadió Abdullah, entre crítico y admirado—. Ahora que gozas de todo cuanto yo poseo, ¿aconsejarías a tus padres pidiesen menos por venderte a mí?

—No, mi amo. Ahora que conozco lo enorme que es tu riqueza, les habría aconsejado pedir todavía más.

Encontrando graciosa la sinceridad de ella, el soberano la tuvo de nuevo en su cama después de haber desayunado los dos, pues con ella le ocurría un fenómeno nuevo para él, y era que no le aburría tener sexo más de una vez seguida con la misma mujer.

—Como demostración de lo mucho que aprecio tu dedicación y fidelidad a mi persona, te regalaré el ave que tú desees, aunque viva muy lejos de mi reino, y esa ave podrás verla y admirarla dentro de la enorme jaula de oro que también te regalaré.

—Oh, infinitas gracias, mi idolatrado amo. Quiero un faisán dorado.

—Bien, ¿sabes dónde puede encontrarlo el criado que enviaré en su busca?

—Mi abuelo, que era un viejo sabio, me dijo que estos pájaros tan hermosos se encuentran en China.

—Bien. Pues a China enviaré a uno de mis hombres para que lo consiga y nos lo traiga.

Yara le dio las gracias demostrándole con ilusionados aplausos lo feliz que su decisión la hacía.

El sirviente tardó dos semanas en regresar de China con el ave pedida por la concubina pelirroja. Ella mostró tan extraordinario contento que el sultán, generoso, le concedió:

—Podrás pedir un ave todos los meses y yo te la conseguiré, sin que importe lo difícil que sea de conseguir.

—Muchísimas gracias, mi señor —dijo ella agradecida.

—Tú me das placer a mí, y yo te recompenso dándote placer a ti —generoso el soberano.

Yara tenía una doncella llamada Fátima. Entre estas dos mujeres se había creado una amistad y un afecto extraordinarios. A veces, por la noche, en la habitación donde convivían juntas, en voz baja, se contaban sus más íntimos anhelos. Fátima había tejido un hermoso paño para cubrir la jaula y así pudiesen dormir las cuatro aves reunidas ya, sin que les molestase la luz que ellas mantenían encendida mientras hablaban y hablaban.

Yara no había conocido el amor, pero creía en su existencia y anhelaba experimentarlo. Tener sexo con el sultán le gustaba, pero no de una forma muy especial. Practicar sexo con el sultán le gustaba lo mismo que comer manjares, beber ambrosías, dormir cuando estaba muy cansada o charlar con su doncella. Y ninguna de estas cosas de una forma realmente extraordinaria.

Pero un día, una de las esposas que odiaba a Yara, por haberse convertido en la favorita del sultán decidió hacer daño a la joven diciéndole a su señor, que ella conocía por espías que tenía dentro del serrallo, que Fátima era una mala influencia para Yara, pues le contaba crueldades suyas cometidas con sus enemigos y Yara terminaría aborreciéndolo.

Sus insidias hicieron mella en el monarca y Abdullah ordenó a Fátima pasar a la sección de sirvientas que se ocupaba de lavar la ropa, ayudar en la cocina y otras tareas que no le permitirían estar nunca más cerca de Yara.

Este hecho entristeció a la joven pelirroja de ojos verdes, pero como era tan joven, no tardó en olvidarse de Fátima y convertir en confidentes a sus hermosos pájaros de los que había reunido ya una docena, pues hacía todo un año desde que se convirtió en la principal favorita del soberano árabe.

El palacio, que era tan enorme como un pueblo, tenía una buena parte de él destinado a los oficiales, guerreros especiales y sus familiares. Los que estaban casados tenían con ellos a sus mujeres y a sus hijos.

La habitación de Yara estaba en un segundo piso. Contaba con una terracita en donde una ligera pantalla de madera evitaba pudiesen verla, mientras ella, por unos pequeños agujeros en forma de estrella podía ver el patio de armas, parte de las inexpugnables murallas, y las arboledas, campos y algunas de las casas pertenecientes al sultanato.

Desde el lado derecho de esa terraza Yara observaba, por las tardes, en el patio de armas a los guerreros practicar lucha con sus espadas. Un día, esta bellísima concubina a la que gustaba ver la destreza y fuerza de los soldados del reino fijó sus ojos en uno de ellos llamado Aziz, y quedó impactada por la belleza de su rostro y de su poderoso físico. Tanto la impresionó este joven, que ya todos los días, a la hora en que se entrenaban los oficiales, Yara desde aquellos pequeños agujeros lo espió y observó, embelesada, imaginando el inmenso placer que le significaría contemplarlo, acariciarlo; ser admirada, acariciada y hacer ambos el amor.

Este deseo suyo fue cobrando tanta fuerza que cuando copulaba con su amo, cerraba los ojos e imaginaba que era Aziz quien la hacía gozar y la gozaba. Cuando se separaban, antes de irse a su estancia de trabajo, Abdullah le decía:

—Me hace muy feliz comprobar que a pesar del tiempo que llevamos ya gozando juntos, tus ganas de mí en lugar de reducirse, creo que hasta han aumentado.

—Me esfuerzo siempre al máximo en hacerte feliz, mi amo —le aseguraba ella convincente, pues con el trascurso del tiempo ella había ido practicando y mejorando la adulación, la hipocresía y la mentira.

Para Yara se convirtió en el mayor aliciente de todos los días embelesarse mirando a Aziz. El bello y atlético guerrero empezó a sentir la fuerte mirada de ella y, a menudo, cuando descansaba de un ejercicio de armas, miraba hacia lo alto, a la pantalla que ocultaba a la favorita del sultán. Esto se convirtió para él en un hecho inevitable, necesario, hasta el punto de tener la seguridad de que alguna de las mujeres del serrallo que él sabía ocultaba el elevado panel de madera, lo estaba mirando con pasión.

Y por su parte, Yara sentía todos los días crecer en ella la acuciante, la irresistible necesidad de que el magnífico soldado admirase su belleza, igual como ella admiraba la de él. Y un día en que lo vio solo en el patio de armas con su tórax desnudo lavándose una pequeña herida en su brazo izquierdo, ella tuvo la osadía de subirse en una silla y asomar su rostro libre de velo por encima de la pantalla que la había ocultado hasta entonces.

Cuando los dos jóvenes se vieron quedaron mutuamente fascinados. El poderoso, devastador, irresistible, fatídico rayo del amor viajó del uno al otro y los unió irremediablemente con sus irresistibles cadenas. El encuentro de sus miradas duro solo un instante, pero bastó para quedar ambos perdidamente enamorados.

En aquel momento apareció en el patio el soldado que le había causado la pequeña herida a Aziz. Traía con él un frasquito que contenía desinfectante y también una venda.

Yara se ocultó inmediatamente para no ser vista. El compañero, fijándose en que Aziz había quedado con la vista elevada y los ojos muy abiertos, le dijo empleando cierto tono de burla:

—¿Has visto algún pájaro extraordinario que tienes esa cara de embeleso?

—Si un pájaro que me cegó con su belleza, igual que nos ciega los ojos un rayo de sol.

—¡Qué romántico eres, Aziz! —se burló el otro.

—Sí, yo mismo acabo de descubrirlo, Salim!

Estuvo gracioso al decirlo y ambos rieron, mientras Yara los observaba desde uno de los agujeros en forma de estrella y sonreía. En adelante, mientras Aziz esperaba su turno para cruzar armas con un compañero suyo, él empleaba todo su tiempo mirando hacia la parte de la pantalla de madera que ocultaba la terraza donde la favorita de Abdullah, él sentía que lo estaba observando.

Desde la vez que vio a la joven, hechizado por su extraordinaria hermosura no paró de pensar en ella. Sabía que cualquier hombre que se acercara a una de las mujeres del sultán, si era descubierto, quedaba sentenciado a muerte, pero para él no verla se había convertido en el mayor de todos los suplicios.

Una tarde que se habían retirado todos los soldados del patio, él regresó solo y miró insistentemente hacia la pantalla de madera. Un minuto más tarde Yara se subió en la silla que tenía preparada. Los dos jóvenes se miraron hipnóticamente, como si no existiera en el mundo nada que pudiese maravillar más a sus ojos que verse ellos dos. Ella, entonces, le tiró una babucha suya dentro de la que había escrito un mensaje para él.

Aziz leyó el corto mensaje, le sonrió y asintió con la cabeza. Estuvieron a punto de ser cazados los dos por la llegada del sultán y seis de sus hombres que lo habían acompañado en una de sus habituales cacerías, todos ellos montados a caballo.

Aziz tuvo el tiempo justo de ocultar dentro de su ropa la babucha de Yara. Saludó a su señor y éste le preguntó que hacía allí no siendo hora de entrenamiento de los soldados.

—Ya me iba, mi amo. He estado entrenando mandobles yo solo.

—Así me gusta. Que todos mis hombres estén bien preparados para cuando tengan que entrar en combate.

Entre los acompañantes del monarca se encontraba Omar, su fiel ojeador, un hombre con ojos de gavilán, que descubría antes que nadie una pieza y se la señalaba a su amo para que él pudiese disparar una fecha y cobrarla si el disparo era certero. Él era quien ese día llevaba metida en una jaula pequeña el ave que todos los meses Abdullah le regalaba a Yara, su favorita.

Omar era tan desconfiado como leal a su amo. Velaba continuamente por su seguridad y tenía espías entre los oficiales que vivían en las dependencias del palacio. Pidió a uno de ellos registrase, cuando le fuese posible, poniendo mucho cuidado en no ser descubierto, las posesiones del sargento Aziz porque algo en su mirada le había despertado desconfianza.

El espía aprovechó la primera ausencia de Aziz, por formar este joven guerrero parte del grupo que realizaba unas maniobras militares en la frontera sur del reino, para registrar sus pertenencias. Tardó solo unos pocos minutos en encontrar lo que la agudísima mirada del cetrero había percibido por parte de Aziz en el patio de armas.

      *       *       *      

Tres días más tarde, cuando en el horizonte se elevaba el sol, el sultán, cariacontecido, abrió la jaula de oro y dio libertad a todos las bellas aves que contenía. Eran un total de trece.

Solo las personas de su máxima confianza supieron lo que significaba aquel inusual hecho y mostraron satisfacción. Por el contrario, sus súbditos exclamaron consternados:

—El cuidador de las aves ha debido dejarse abierta la puerta de la jaula y ese descuido suyo ha permitido que escaparan. El sultán debe estar muy triste y furioso.

Ciertamente, acertaban solo en estas dos últimas cosas. El monarca estaba triste y furioso porque había ordenado decapitar a su concubina preferida y a uno de sus mejores oficiales, pues nadie podía traicionarlo y seguir impune ni vivo.

De esto y de que había premiado a su fiel ojeador y al espía conque éste contaba dentro del ejército nunca se enteró nadie, pues los premiados ocultaron la razón por la que lo habían sido.

(Copyright Andrés Fornells)