LA FOCA QUE SE ENAMORÓ DE UN PESCADOR (VIAJES)
Recomiendo a quienes visiten Howth subir a los acantilados a los que se llega dejando el puerto a mano izquierda y al final de la calle se encuentra a la derecha una pequeña carretera que conduce a ellos y a los aparcamientos para los coches. Allí, varios carteles informan de la flora y fauna del lugar y de los peligros que encierra recorrer los acantilados en días lluviosos, así como un mapa de la zona y de sus caminos. Que los acantilados ofrecen vistas impresionantes y que encierran peligro para los temerarios, después de verlos, no me cupo la menor duda. Se ha caído más de una persona por acercarse demasiado al borde de estos abismales lugares.
Que los irlandeses son simpáticos, amistosos y locuaces tiene que reconocerlo cualquiera que haya tenido algún trato con ellos. Resalto lo anterior por el bonito y tierno cuento que un niño irlandés tuvo la amabilidad de contarme.
Al pasar por delante de una heladería con mi cámara fotográfica protegida en su funda y cubierto yo con un chubasquero pues llevaba toda la mañana lloviznando, se me antojó comerme un helado. Me dirigí a la entrada del establecimiento y allí había un niño de ocho o diez años parado mirando el reclamo de los deliciosos productos que en el establecimiento se vendían. Pensé en mis hijos, y le dirigí la palabra en inglés:
-Los helados son todos tan ricos, que no sabes por cuál de ellos decidirte, ¿verdad?
Sus grandes ojos verdes le concedieron a mi persona un completo recorrido visual y finalmente me respondió con absoluta franqueza:
-Sé cual de todos esos helados me gustaría comerme, pero no tengo dinero para comprarlo.
-No te preocupes -le dije-. Yo te invito. ¿Sabes?, tengo un hijo de más o menos tu edad, y para mí será como si lo invitara a él.
El chiquillo me miró de nuevo y con sinceridad infantil me dijo:
-Mis padres son mucho más jóvenes que tú.
-Es que tus padres debieron tener mayor suerte que yo, que tardé mucho, mucho tiempo en encontrar a una mujer que me enamorase.
Él movió de nuevo la cabeza, como si desaprobara que tardase yo tanto tiempo en enamorarme y se limitó a decir:
-Bueno.
Nos acercamos al mostrador. No sé si se debía a que aquel helado era su favorito, o a que quiso aprovecharse de que lo pagaba yo, lo cierto es que el niño pidió el helado mayor y más caro que ofrecían. Yo adquirí un sencillo cucurucho de nata y vainilla. Pagué y nos sentamos a una mesa a comerlos. Iba él por la mitad, con manchas de helado sobre todo su labio superior, cuando se dio un pequeño respiro y me preguntó:
-¿Te ha contado ya alguien la historia de la foca que se enamoró de un pescador?
-No. ¿Por qué no me la cuentas tú?
-¿Te gustan los cuentos? -quiso averiguar si le merecía la pena tomarse la molestia.
-Muchísimo. Me paso la vida contándolos.
-Bueno.
Para no alargarme demasiado comprimiré al máximo la historia que aquel niño irlandés me contó. Había, años atrás, un pescador que sentía debilidad por una foca del puerto, y la alimentaba con los pescados que a ella más le gustaban. Y no bastándole eso, le puso de nombre Fiona, porque así se llamaba una hija suya que murió cuando era todavía muy pequeña, partiéndole de dolor el corazón.
Todos los días Fiona aguardaba impaciente la llagada de Edi, que así se llamaba el pescador, y, cuando veía aparecer su barquita, bailaba de contento y emitía al mismo tiempo unos sonidos que mucho interpretaban como canto feliz. Edi le dedicaba entonces a la foca montones de palabras cariñosas, la alimentaba y a continuación se dirigía a la lonja a entregar el pescado capturado. Fiona le seguía hasta allí como si fuera un perro fiel.
Una mañana hubo un fuerte temporal y la barquita de Edi, no regresó al puerto. Dos barcos grandes salieron, enfrentándose al poderoso oleaje, en busca del pescador y su barquita, no los encontraron y todo el mundo se temió lo peor.
De Edi, el pescador, nunca más se supo. Fiona, con una fidelidad conmovedora, lo estuvo esperando en el puerto todos los días. La gente le ofrecía pescado, pero ella se negaba a comer. No sé si los animales pueden amar más o menos que los humanos, pero historias como ésta nos permiten pensar que a lo mejor sí pueden, pues Fiona se negó a tomar alimento alguno y murió de tristeza.
El niño irlandés y yo nos habíamos terminado los helados. Él me miró con agrado y dijo:
-Me tengo que ir, señor. Muchas gracias por el helado.
-Muchísimas gracias a ti por haberme contado ese cuento tan precioso. ¿Cómo te llamas?
-Andrew.
-Qué estupenda casualidad. Yo también me llamo Andrew.
El asentimiento de cabeza que él realizó acto seguido era claramente de aprobación.
-De nuevo gracias por el helado. Bye-bye, míster Andrew.
-Bye-bye, Andrew boy. I´ll always remember you.
–Good.
Le seguí con la mirada, y de pronto la añoranza me hizo una de sus jugarretas y me ví a mí mismo en la niñez rodeado de las personas que tanto me habian amado y tanto amé. Y los ojos se me llenaron de humedad. Es una suerte inmensa haber nacido sentimental.