LA DEUDA DE NOEMÍ (RELATO)

LA DEUDA DE NOEMÍ (RELATO)

Tomás Castro había llegado al hotel Sargazos a las once de la noche. Era la tercera vez que se alojaba en este lujoso establecimiento. Despidió con una propina al botones que había llevado su equipaje hasta la habitación. Cerró la puerta después que salió el agradecido muchacho. Colocó su maleta en lo alto de la cama y, tras abrirla, sacó de ella su pijama y sus útiles de aseo. Luego la dejó encima de la banqueta.

A continuación, después de haberse duchado y cepillado sus dientes, se acostó. Como si hubiese estado esperando a que se relajara, el cansancio del ajetreado día que había tenido y el largo viaje realizado lo ayudaron a dormirse enseguida.

Pasaban unos pocos minutos de las nueve de la mañana del día siguiente cuando Tomás entró en el salón donde servían los desayunos. Después de haber cruzado el umbral, se detuvo un momento para buscar con la vista un lugar libre que pudiese ocupar él. En aquel momento se encontraban allí una veintena de personas cuyo aspecto era el habitual en hoteles de aquella especial categoría.

De pronto descubrió entre los presentes, que ocupaba una de las mesas pequeñas una mujer joven que despertó su inmediata admiración por lo extraordinaria belleza que poseía. Apreció enseguida que encima del mantel de la mesa había únicamente el servicio que ella empleaba. La posibilidad de que estuviese alojada allí sola despertó inmediatamente el interés de su corazón mujeriego. Y se dirigió de inmediato hacía la mesa pequeña libre más cercana a la de ella.  

Un empleado cincuentón que debía ser el encargado del personal de aquel turno llegó junto a él. Llevaba en sus manos un pequeño bloc y un bolígrafo. Lo saludó risueño:

—Muy buenos días, señor.

Después de sonreírle también, Tomás bajó la voz y le preguntó en actitud confidencial:

—¿Se aloja sola o acompañada la hermosa rubia del vestido azul claro que está sentada junto a la columna con un puñado de espigas doradas pintadas en ella?

El maitre compuso una inmediata actitud cómplice y susurrante también le procuró la siguiente información:

—Su marido se marchó ayer. Y por lo abultado de su equipaje, no me parece se fuera únicamente para unas horas. Aparte de eso, ella pidió la cambiasen a una habitación individual.

—Muy interesante. ¿Cómo se llama ella?

—Señora Noemí Musian.

—Le estoy infinitamente agradecido por su información, Anselmo —leyendo el nombre que él llevaba escrito en la chapita prendida del pecho de su uniforme—. Se lo demostraré en su momento —prometió Tomás.

Su interlocutor entendió bien el significado de sus palabras y cuando se apartó de él lo hizo con una afable inclinación de cabeza.

A partir de aquel momento Tomás estuvo más pendiente de aquella bellísima mujer, que de los alimentos que consumía. Gozó observando sus brillantes ojos verdes adornados con largas y curvas pestañas que parecían naturales, su nariz era recta y su boca carnosa y sensual. Su cabellera, abundante, ondulada, reposaba sobre sus hombros. El cuello de su vestido, entreabierto, permitía apreciar el inició de sus incitadoramente abultados senos. Toda ella despertó en él una poderosa excitación y deseo carnal.

A pesar de la fijeza con que Tomás la miraba, ella se mantenía ensimismada todo el tiempo ignorándolo.  Y se levantó de su asiento cuando a Tomás le servían su segundo café. Él la siguió con la vista mientras ella caminaba hacia la salida. Poseía una figura y una sinuosa elegancia de movimientos absolutamente voluptuosos.

Tomás chasqueó los labios y se hizo el exaltado propósito de poner su máximo empeño en conquistarla. Cuando terminó de desayunar marchó a su habitación y cambió el traje que llevaba puesto por una camiseta, unos pantalones ligeros y unas zapatillas deportivas.

Bajó con el ascensor hasta vestíbulo, salió del hotel, subió en uno de los dos taxis que se encontraban en su aparcamiento y pidió al taxista lo llevase a la parte más céntrica de la ciudad.

Paseó un rato por sus calles, se entretuvo viendo algunos escaparates y estuvo a punto de comprar una chaquetilla de cuero marrón que le gustaba. Desistió para no añadir otra prenda que le costaría caber en su atiborrada maleta.

Había estado pensando, varias veces, en aquella hermosa mujer llamada Noemí Musian, y mantenido ardientemente vivo el deseo de conquistarla.

Regresó al hotel, se dirigió al bar y la suerte le ofreció la posibilidad de intentarlo. Ella se hallaba en la terraza de este local desde donde se disfrutaba de una espectacular panorámica de las montañas teñidas de azul claro por el fuerte sol que las alumbraba. Había allí algunos clientes del hotel disfrutando aquella vista, pero Noemí Musian estaba sola. Tenía un vaso largo en su mano. El color de su escaso contenido era anaranjado.

Tomás no perdió un segundo. Caminó hasta llegar junto a ella y le dirigió la palabra con naturalidad mundana:

—Hola. Merece la pena hospedarse en este hotel, entre otras muchas cosas, por poder contemplar esas impresionantes montañas, ¿verdad?

Ella se bajó las gafas de cristales oscuros como pretendiendo con ello verlo mejor. Mostró cierta ironía al responderle:

—¿Se aloja en este hotel únicamente para poder ver esas montañas?

—Bueno, es un aliciente más. ¿Me permite le haga compañía un momento? —empleando él su más amable y seductora expresión—Ella se tomó un tiempo en responder, sin mirarlo a la cara, luego asintió levemente con la cabeza. Él cogió una silla vacía y tomó asiento a un lado de la mesa donde no podía estorbarle disfrutase ella de aquella interesante vista—. Sí, en parte vine a este hotel para ver la montaña, pero después de verla a usted la montaña ha dejado, prácticamente, de interesarme.

Resultó muy simpático el tono de voz empleado por él y también la expresión de su atractivo rostro. Con esta jovial actitud suya consiguió un corto murmullo de risa por parte de ella.

—La montaña, si pudiera escuchar lo que acaba de decirme se sentiría ofendida.

—Dependería de lo susceptible que sea —En aquel momento tuvieron a una camarera junto a ellos—. Un Martini para mí —pidió Tomás y tuteando a la mujer que estaba con él dijo—: Deseo invitarte. ¿Qué estás tomando?

Ella fingió otra breve indecisión antes de terminar aceptando:

—Otra vodka con naranja.

—Borra el Martini y que sean dos vodka con naranja —rectificó él. Esperó a que se alejara la empleada para añadir—: La vodka con naranja es una bebida más apropiada para la noche que para el mediodía, ¿no te parece?

—Es mi bebida preferida cuando me ataca cierta sensación de tedio.

—¿Por qué tedio?

—¿Eres de los que les gusta estar solo?

La mirada de ella era expectante. Tomás entendió que le estaba abriendo un primer resquicio de la puerta íntima suya.

Y fue así porque a continuación de haberse dicho los nombres, sin darse la mano, ella dejó caer con absoluta sinceridad:

—Mi marido, reclamado por sus negocios, me ha dejado aquí sola.

—¿Lo echas mucho de menos?

—Después de diez años de convivencia la pasión se desgasta entre las personas, ¿no lo crees así?

Tomás pensó que ella se lo estaba poniendo más fácil de lo que inicialmente temió.

—Cuando una bombilla se funde, lo apropiado y sensato es cambiarla por otra bombilla que funcione.

—¿Te parezco una bombilla? —mostrando abierta jocosidad ella.

—No, no me pareces una bombilla, me pareces un sol deslumbrante —sus miradas quedaron presas unos instantes, tiempo sobrado para que ambos revelaran, sin disimulo alguno, que se gustaban.

—Gracias. Eres un hombre galante y guapo—elogió ella.

—A tú lado me siento algo así como un patito feo.

—Según un cuento de hadas que leí de niña, una vez hubo un pato feo que se transformó en un maravilloso cisne.

—Intentaré realizar yo esa misma extraordinaria transformación. ¿Puedo invitarte a almorzar en un restaurante hindú que conozco? A mí también me aburre estar solo.

Noemí le dedicó una amplia, maliciosa sonrisa.

—Puedes invitarme sin objeción ninguna por mi parte.

Estuvo graciosa al aceptar y ambos rieron. La puerta de lo que ambos deseaban ya, la habían abierto del todo.

Terminadas las bebidas que la camarera les había servido quedaron en reunirse en el vestíbulo media hora más tarde. Fueron puntuales ambos. Noemí estaba impresionantemente elegante con un vestido azul oscuro y una chaquetilla negra. Rodeaba su cuello un impresionante collar de esmeraldas haciendo juego con sus ojos. Se había recogido el pelo en un artístico moño que permitía apreciar el perfecto ovalado de su rostro.

Tomás le demostró su genuina admiración con una ardorosa mirada y depositando sendos besos en las bonitas y bien cuidadas manos de ella.

—Estás deslumbrante, Noemí. Tendré que permanecer muy alerta todo el tiempo no vayan a secuestrarte.

—No se lo pondré fácil a ningún secuestrador. Puedo arañar igual que una tigresa —rio ella, evidentemente complacida.

Tuvieron un almuerzo delicioso. Excelentes los platos escogidos por ambos y el acompañamiento de dos cócteles de champán y una botella de Sula Shiraz Cabernet. Los dos habían viajado mucho y tenían interesantes y divertidas anécdotas para contar. Evitaron hablar de sus familias y de sus vidas laborales.  Dieron total prioridad a la atracción y al deseo sexual que experimentaban mutuamente. Se acariciaron las manos. Se acariciaron los muslos por debajo de la mesa. Se adularon en voz baja, ardiente. Rieron ciertos descaros compartidos.

Abandonaron el restaurante cogidos de la cintura y nada más pisar la calle se besaron apasionadamente. Y cuando se separaron para recobrar el aliento sus miradas mostraron  que compartían un mismo deseo.

Para hacer la digestión, Tomás propuso dar un paseo por el barrio bohemio de la ciudad.  Cambiaron más besos y caricias en el interior del taxi. Callejearon por aquel animado barrio. Disfrutaron del talento de algunos músicos callejeros. Visitaron algunos salones de arte y Tomás le regalo Noemí una acuarela. Era de una pareja de enamorados bailando en una fiesta con el techo adornado con guirnaldas de flores y banderitas de colores. Se había hecho de noche cuando regresaron al hotel. Iban todo el tiempo cogidos de la cintura, como dos enamorados, y ella, rendida, apoyaba su cabeza en el hombro de él. Antes de meterse en el ascensor, Tomás preguntó:

—¿Tienes en tu habitación una cama pequeña o grande?

—Pequeña.

—Entonces vamos a la habitación mía. Tengo allí una cama grande.

                                               *       *       *

Noemí y Tomás vivieron durante tres días la devastadora pasión de dos recién casados en su luna de miel. Se sinceraron. Él le dijo a ella que estaba casado y que el viernes de aquella misma semana su mujer se reuniría con él.

—¿La amas a ella más que a mí? —preguntó Noemi enfrentándose a una respuesta que podría dolerle, pero deseaba conocerla.

—No se trata de eso, bellísima mujer. No puedo divorciarme de ella. Sería mi absoluta ruina. Soy un buen ingeniero, pero la magnífica industria que dirijo es propiedad de mi suegro. Si yo me separase de su hija, de una patada en el culo él me echaría a la calle. ¿Comprendes mi situación?

Los dos rompieron a reír, abierta, francamente. Todo había quedado muy claro entre ambos.

La última noche que les quedaba de poder estar juntos, cenaron en un restaurante frecuentado por parejas adulteras, lugar que a Tomás le había aconsejado el jefe de desayunos, convertido en su confidente. A una florista que se acercó a su mesa, Tomás le compró una rosa roja de tallo largo a Noemí.

—Amor eterno para los enamorados —les deseó, la joven vendedora.

—Nada terrenal es eterno —dijo Tomás.

Noemí le apretó la mano compartiendo el mismo pesar que demostraba él.

Pasaba de la medianoche cuando los dos amantes tomaron un taxi. Durante el trayecto ella le dijo con la franqueza que reinaba ya entre ambos:

—Mañana pediré la cuenta y seguramente terminaré en la cárcel, pues el canalla de mi marido me ha dejado la deuda después de telefonearme y decirme que está arruinado, no puede enviarme un céntimo y no volveremos a vernos.

—Tu marido es un cerdo, un ser despreciable —condenó, furioso, Tomás.

—Mucha gente no te descubre su mala calaña hasta que se ve en apuros —resignada ella, comenzando a llorar en silencio.

Tomás se compadeció de Noemí. Durante aquellos tres días que habían pasado juntos todo el tiempo creía haberla conocido bien y estaba convencido de que su congoja era tan auténtica como el amor que le había demostrado en todo momento. Mientras eliminaba sus lágrimas con cálidos, suaves besos, le indicó:

—Puedes empeñar o vender las joyas que luces todas las noches.

—No pueden darme nada por ellas: son de bisutería —confesó ella entre sollozos.

Llegados al hotel, él había sido capaz de consolarla y ella había dejado de llorar. Tomás se dirigió al recepcionista de noche y le dijo:

—Quiero abonar ahora mismo la cuenta de la señora Noemí Musien incluyendo el desayuno de mañana, pues ella abandonará el hotel después de haber desayunado.

Noemí espero a que él, dentro del ascensor le entregase la factura pagada para besarlo con extremada pasión y decirle en un tono de voz de agradecimiento absolutamente creíble:

—Te quiero tanto que esta noche te permitiré me hagas lo que ninguna mujer te consintió le hicieras.

Él la abrazó con todas sus fuerzas al tiempo que sus manos abiertas apretaban con ternura y fuerza las nalgas de ella. Y a pesar de lo agotados que ya estaban, sacaron fuerzas de flaqueza y aquella noche, sexualmente, fue todavía mejor que las anteriores.

*        *       *

A las diez de la mañana del día siguiente Tomás recibía delante de la entrada del hotel a su mujer, que acababa de llegar en un taxi, dedicándole una maravillosa sonrisa. Mientras el botones se hacía cargo del equipaje de ella, marido y mujer se abrazaron ambos con elegancia y sobriedad. No se besaron. A ella la disgustaba permitirse, públicamente, este tipo de efusiones.

Entraron en el establecimiento en el mismo momento en que otro botones llevaba en dirección a la puerta de salida el equipaje de Noemi que deteniéndose un instante delante de la mujer de Tomás le entregó la rosa roja que llevaba en su mano al tiempo que con una encantadora sonrisa le decía:

—Guárdela, señora, le traerá buena suerte.

La mujer la aceptó y superando enseguida la sorpresa causada por esta acción respondió:

—Gracias.

Noemí, sin volverse agitó, graciosamente, los dedos de una mano.

—Qué acción tan extraña y ridícula la de esa mujer, ¿verdad, Tomás? —condenó, disgustada—: ¡Por qué crees que ha hecho eso, Tomás?

—Te habrá visto cara de enamorada.

—¿Tanto se me nota? —relativamente coqueta ella.

—Por supuesto. Lo que no entiendo es porque no me dio una rosa mí también, pues también estoy locamente enamorado de ti.

Forzaron ambos una risa. Entraron en el ascensor. Se besaron entonces, más que como si cumplieran un rito que no espontanea pasión. Al separarse ella dijo, cariñosa, emitiendo un suspiro:

—Te he echado mucho de menos, mi vida.

—También yo a ti, tesoro mío.

—Estas breves separaciones es la única utilidad que tienen: darnos cuenta de que nosotros dos no podemos vivir el uno sin el otro.

—Sí, ciertamente. Muy acertado este juicio tuyo, querida.

Mentalmente él deseó que su mujer, justificando lo exhausta que la dejaba viajar en avión, no tuviese ganas de practicar sexo con él esa noche. Era lo último que deseaba por lo agotado que lo habían dejado aquellos tres últimos días con Noemí. Entre ellos dos habían dejado en el aire la posibilidad de volver a verse. En aquellos momentos él no lo deseaba. En aquellos momentos. Pero en el futuro, ni su cansancio ni su fidelidad se demostrarían eternos. (Copyright Andrés Fornells)

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