LA CONTRASEÑA DE LOS TRES GOLPES (MICRORRELATO)

LA CONTRASEÑA DE LOS TRES GOLPES (MICRORRELATO)

Arturito López era considerado por sus padres un hijo ejemplar. Durante sus vacaciones estivales, en vez de estar como tantos chicos de su edad callejeando o divirtiéndose fuera de casa, cuando sus padres marchaban al trabajo él se quedaba en el hogar estudiando materias diferentes a las de sus estudios obligatorios.

—Tenemos un chico extraordinario —ensalzaban sus padres—. Estamos muy orgullosos de él. En vez de estar todo el día en calle como hacen otros chicos de su edad, se queda en casa y aprovecha su tiempo adquiriendo conocimientos nuevos sobre materias diferentes a las de sus estudios obligatorios. Le auguramos un brillante futuro.

En el piso de encima vivía una muchacha llamada Azucena Santana que, al igual que su vecino del piso de debajo del suyo, estaba aprovechando sus vacaciones estivales para quedarse en casa estudiando materias diferentes a las de sus estudios obligatorios. Y por este motivo sus padres la elogiaban, orgullosos de ella:

—Tenemos una niña extraordinaria. Estamos orgullosísimos de ella. En vez de estar todo el día en calle como hacen otras chicas de su edad, se queda en casa y aprovecha su tiempo adquiriendo conocimientos nuevos, diferentes a los de sus estudios obligatorios. Le auguramos un brillante futuro.

Alturito López se hallaba en su cuarto entretenido con un videojuego, cuando escuchó tres golpes en lo alto del techo. Soltó de inmediato lo que tenía en sus manos, sacó un paquete de profilácticos que tenía escondido detrás de la estantería con libros, los metió en su bolsillo y abandonó, corriendo, la vivienda. Saltó de tres en tres los escalones que lo separaban del piso superior, comprobó que no había nadie en el pasillo y dio tres golpes seguidos en una puerta.

Azucena Santana se la abrió inmediatamente. Los dos jóvenes se abrazaron dichosos, apasionados, él con la mucha práctica adquirida cerró la puerta con el pie.

—¿Me has echado de menos? —coqueta, sin aliento ella, cuando sus hambrientas bocas se separaron.

—Una eternidad te he echado de menos. ¿Y tú a mí?

—Otra eternidad.

Entraron en el cuarto de ella y se dejaron caer sobre el mullido mueble que habían convertido en su crujiente, acogedor cómplice.

(Copyright Andrés Fornells)