LA CARA RISUEÑA DEL DESTINO (MICRORRELATO)
(Copyright Andrés Fornells)
Con el paso del tiempo y debido a los continuos fracasos sentimentales sufridos, Ariadna había llegado a la triste conclusión de que nunca encontraría el amor de un hombre maravilloso, su máxima ilusión en la vida, y por lo tanto quedaría condenada para siempre a sentirse frustrada y sola. Había puesto, de su parte, lo posible y lo imposible por lograr su empeño. Tuvo, con los pocos pretendientes que le salieron, humildad, paciencia, generosidad y perdón para las ofensas y las humillaciones recibidas. Y obtuvo un fracaso tras otro.
A sus cuarenta y cinco años de edad, Ariadna comenzó a aceptar la deprimente perspectiva de emplear el resto que le quedaba de vida, trabajando en la misma oficina hasta la jubilación, cuidando las bonitas plantas que reunía en el balconcito de su modesta vivienda y leyendo buenos libros en sus ratos de ocio. “Gozo para el alma, y abstinencia para el cuerpo”—juzgaba mezclando filosofía y resignación.
Una tarde de cielos cubiertos de grisáceas, oscuras nubes, Ariadna salió de la biblioteca pública donde había adquirido dos nuevos libros, y echó a andar con cierta premura temiendo pudiera alcanzarle la lluvia antes de llegar a su casa. Cruzó el paso de cebra de un semáforo en verde, para los viandantes, cuando justó alcanzada la seguridad de la acera su brazo chocó con el brazo de un hombre y los libros que ella llevaba en su mano cayeron al suelo. El hombre se agachó a recogerlos al tiempo que se disculpaba.
—Perdón…
—No ha pasado nada —aceptó ella, examinando con mirada curiosa al desconocido.
Le calculó unos cincuenta años. Poseía un rostro agradable de ver, un cuerpo robusto y una sonrisa honesta. Antes de entregárselos, él leyó el título que en su portada llevaba uno de los ejemplares:
—“¿Crees todavía en el amor?”
—¿Cree usted que merece la pena, creer en el amor? —tuvo Ariadna la ocurrencia de preguntarle.
—Yo pienso que sí —convencido él sin demostrar prisa por alejarse de ella—. Es un tema de debate muy atractivo. Si dispone de tiempo me encantaría cambiar pareceres con usted.
Ariadna, como auténtica fémina que era, fingió pensarlo, aunque ya lo tenía decidido.
—Bueno, dispongo de unos pocos minutos…
—¡Mire! Ahí tenemos una cafetería —señalándola el desconocido con su brazo extendido.
Entraron en el establecimiento y ocuparon una mesa al fondo del mismo. Una hora más tarde, iban ya por el tercer café y continuaban charlando animadamente con un renovado brillo de ilusión en sus rejuvenecidos ojos.
Uno de esos apostadores profesionales, que apuestan siempre sobre seguro, habría apostado fuerte a que Ariadna y su acompañante iban camino de iniciar una relación amorosa del género duradero, definitivo.