LA BUENA GENTE, Y LOS OTROS (RELATO)

Tengo un amigo al que apodan, por lo gordito que está, Pepe Mantecas. Lo de Pepe le viene por la mojadura católica que le dieron en la pila bautismal, lo de Mantecas es un irrespetuoso mote que le ha puesto gente desconsiderada, por lo bien rellenito que él, corporalmente, está.
Por si hay alguien que pueda encontrarlo gracioso diré que cuando a Pepe lo tengo al lado, estando los dos de pie, formamos la cifra 10, pues él es el cero y yo, por estar muy flaco, soy el uno. Y añado el piquito que lleva ese número, cubriendo mi cabeza una gorra con visera.
Gorra que me pongo, especialmente en verano, para proteger el par de neuronas vivas que todavía le quedan a mi cerebro no me las vaya a achicharrar el tórrido y risueño sol andaluz. En la gorra figura el siguiente escrito: “Familia unida, jamás será vencida”. A mi madre le encanta este concepto, tanto como obligarnos a todos los miembros de la familia, los sábados por la noche a rezar todos juntos el rosario. A partir de la semana pasada que mi hermano Juan se echó novia y ella, la novia, le exige le dedique las noches de los fines de semana, el rezo del rosario madre lo ha pasado a los sábados por las mañanas, rezongando, todo el tiempo, malhumorada:
—Estas son las cosas que le pasan a una buena madre cuando los hijos crecen y cogen malos vicios.
Aclarado esto, expongo el motivo por el cual he traído a Pepe Manteca, a colación.
Este buen hombre que, a pesar del notorio volumen de su cuerpo es uno de los mejores albañiles que conozco, me decía esa mañana mientras tomábamos el primer café del día en el bar del Tuerto:
—Quillo, estoy hasta el gorro de tanto político desvergonzado y abusón.
—No estás solo en eso —reconocí.
—Verás porque lo digo, pianista de teclados de ordenador. Fíjate en lo siguiente: Si yo no trabajo, no cobro. ¿Cierto?
—Bueno, eso mismo le pasa a todo el mundo —manifesté con equivocada precipitación.
—¡No! ¡Eso mismo no le pasa a todo el mundo! —muy indignado él—. Ahí tienes a los políticos que se tiran años y años sin hacer ni el huevo y cobrando unos sueldazos que para nosotros los quisiéramos los sufridos contribuyentes. Y a muchos de ellos, las pocas veces que se reúnen, en el Congreso ese, los ves que se quedan dormidos.
—Eso quizás podamos arreglarlo en las próximas elecciones —dije yo que, inexplicablemente, no he perdido del todo la inocencia.
—¿Sabes a quién votaré yo en las próximas elecciones?
—Dímelo y, si me parece bien, puede que yo vote también a ese mismo —dije yo, siempre dispuesto a seguir al que menos sabe sobre cualquier materia.
—Votaré a un político que trabaja mucho, no se duerme en el Congreso y no cobra nada por ser político.
—¿Y quién es ese político tan admirable? —yo, asombrado.
—Posiblemente, no haya nacido todavía, pero en cuanto nazca, yo lo votaré.
—¡Ah! Bueno, cuando nazca lo votaré yo también.
Callamos porque en aquel momento ocuparon una mesa vecina a la nuestra, dos individuos muy bien trajeados, con cara de no haber dado nunca un palo al agua, creerse muy importantes y luciendo Rolex de oro.
Los miramos, y ellos nos miraron a nosotros. En la mirada de Pepe Manteca y en la mía brillaba la curiosidad. La mirada de ellos demostraba que nosotros dos les importábamos menos que a los tiranos la bondad suya.
Pensamos que se referían a nosotros cuando dijeron:
—A esos dos ordenamos, inmediatamente, que los fusilen, mi general.
—Dame un minutito que lo piense.
Pepe Mantecas y yo salimos disparados hacia la puerta por la que salimos batiendo récords de velocidad.
Él llegó a la obra donde estaba trabajando y continuó colocando ladrillos en la pared que estaba subiendo, y yo marché a aporrear mi ordenador en donde, de vez en cuando me detenía para considerar si tal o cual palabra me sería enfurecidamente censurada por los millones de inquisidores que pueblan ya este planeta cada vez más feo, esclavo y menos libre.
(Copyright Andrés Fornells)