JAQUE-MATE (RELATO NEGRO)

JAQUE-MATE (RELATO NEGRO)

JAQUE-MATE

(Copyright Andrés Fornells)
Cuando Larry el Niño entró en la banda de Ramos Culogordo, Gerard el Pecas le avisó que tuviera mucho cuidado con Washington el Loco.
—No le lleves nunca la contraria. Meses atrás envió al patio de los callados a Marcos el Guapo porque le dijo que era más feo que un tiro de mierda.
—¿Pero hay alguien en el mundo más feo que Washington? —rio Larry el Niño que era un chico bien parecido, alegre y estaba siempre de buen humor.
—Ten cuidado, no se lo digas a él en la cara. Recuerda lo que le hizo a Marcos el Guapo: le metió en el cuerpo seis tiros a bocajarro y está ahora criando malvas y le lloran su mujer y tres queridas que tenía.
—Bueno, tranquilo, Pecas. Con él me andaré siempre con mucho cuidado. ¿Vale?
Gerard el Pecas se preocupaba por este simpático jovencito, y por eso se había tomado la molestia de avisarle y de meterlo en la banda. Por eso y porque su hija Pat se había enamorado de él y pedido le ayudase a obtener un empleo fijo y bien pagado.
Ramos Culogordo estaba interesado en la adquisición de un local céntrico en el que su propietario, un viejo llamado Thomas Stransvic, tenía montado un estanco que le daba para vivir bien, coleccionar guitarras de músicos famosos y procurarles una vida regalada a la docena larga de gatos que convivían con él en un apartamento que apestaba peor que un cementerio de mofetas, a pesar de que gastaba, con la intención de remediarlo, un spray diario de aromas de madreselva, perfume que usaba la única mujer que en su vida se la dejó meter en caliente, antes de fugarse con un domador de leones que no usaba el látigo únicamente con ellos.
Ramos Culogordo estaba interesado en adquirir el local del viejo Thomas Stransvic, pero éste no quería vendérselo al precio miserable que él quería comprárselo, así que el capo mafioso decidió emplear el medio intimidatorio que siempre le había dado exitosos resultados, y encargó a Washington el Loco y a Larry el Niño le dieran un “aperitivo” de lo que iba a sucederle si seguía negándose a cederle su establecimiento por el precio que él ofrecía.
Washington el Loco y Larry el Niño, en cuanto se hizo de noche se ocultaron en un portal desde el que podían vigilar el estanco del viejo Thomas.

Esperaron a la hora habitual del cierre, para entrar en el local y, mientras Larry el Niño cerraba la puerta y echaba la cortina para que desde el exterior no pudieran ver lo que iba a acontecer allí dentro, Washington el Loco le preguntó al viejo tendero si estaba dispuesto a venderle el local a su jefe. Éste demostrando que poseía un coraje suicida, le respondió:
—Por el precio de mierda que me ofrece vuestro jefe no se lo vendo. Vale diez veces más.
El pistolero, con el bate de béisbol que llevaba, de un brutal golpe le rompió un brazo. El anciano se puso a bramar de dolor dando saltos como los de los sioux durante su danza de la lluvia.
El joven que salía con la hija de Gerard el Pecas, queriendo hacer méritos y de paso congraciarse con Washington el Loco, le pidió el bate de béisbol.
—Dame que contribuya también yo a darle parte del “aperitivo” a este asqueroso Matusalén.
El Loco sonrió perversamente, consiguiendo el casi imposible logro de aumentar su fealdad, y a continuación se lo entregó.
Larry el Niño, de un fuerte golpe con el palo de béisbol le rompió una pierna al herido que cayó al suelo aullando, revolcándose de dolor.

Esta salvaje acción le ganó el agrado de Washington el Loco que se lo demostró dándole amistosas palmadas en la espalda.
Acción que, en el futuro repetiría cada vez que Larry el Niño decía algo gracioso. A Gerard el Pecas esto no le parecería mal. Al Loco era absolutamente preferible tenerle como amigo que como enemigo.
El pobre Thomas Stransvic cuando salió del hospital donde le habían tenido encamado varios días, lo hizo con una pierna y un brazo escayolados, y en una silla de ruedas que empujaba una hermana suya, coja, que se había cuidado de sus gatos el tiempo que él estuvo hospitalizado.
Ese mismo día, sabiéndose amenazado de muerte, el aterrado estanquero vendió su estanco por lo que quiso darle Ramos Culogordo que acudió junto al notario para estampar la firma de compra-venta fumando uno de sus caros cigarros puros sostenido por sus dedos morcillones llenos de ostentosos anillos, impasible totalmente su grasiento rostro de buda urbanita.
Una noche Gerard el Pecas, Washington el Loco y Larry el Niño esperaban, en un gran almacén, la llegada de un tráiler que debían cargar con cajas de fruta en cuyo fondo iba camuflada una importante cantidad de droga.
Para entretener la espera y mientras compartían una botella de excelente bourbon, el Loco propuso echar unas partidas de póquer. El Pecas se mostró contrario:
—De jugar al póquer nada, porque tú tienes muy mal perder.
—Y yo no sé jugar —añadió el Niño—. Lo que sí se me da bien es el ajedrez. ¿Nos echamos una partida, suegro? —propuso, cariñoso, dirigiéndose al Pecas.
—No sé jugar al ajedrez —reconoció el interpelado, con desdén.
—Yo juego contigo —manifestó el Loco acompañándose de una de sus horribles sonrisas-mueca.
Larry el Niño colocó las fichas encima del tablero y se situaron, él y Washington el Loco a cada lado de la mesa. Encima de sus cabezas una lámpara de plato lanzaba un amarillento círculo de luz sobre ellos.

En otra silla, sin demostrar interés por la partida que iba a tener lugar, Gerard el Pecas decidió fumarse el puro que Ramos Culogordo le había regaló aquella tarde cuando él regresó de pasear el agasajado perro de su mujer, animal que el mismo capo mafioso reconocía, ella lo quería infinitamente más que a él.
De vez en cuando Larry el Niño soltaba una exclamación de puro júbilo porque le había comido una pieza al Loco.

Gerard el Pecas, sin mostrarles interés ninguno, fumaba impasible. Pertenecía a ese numeroso grupo de personas que no ve en los juegos de entretenimiento una diversión, sino una estúpida manera de perder el tiempo.
Larry el Niño anunció de pronto, a su adversario en el juego, dando muestras de explosivo regodeo, que le hacía jaque-mate.
Washington el Loco sintió que una oleada de humillación encendía sus venas, circulaba veloz por ellas, le alcanzaba la cabeza y le nublaba la razón.

Sacó rápido la Beretta que llevaba metida en la sobaquera de su deformada y sucia americana que, para estar más cómodo había abierto nada más comenzar la partida, y escupió con voz cargada de vesánico odio:
—¡El jaque-mate te lo voy a hacer yo a ti, niñato de mierda!
Y le metió a Larry el Niño, en su joven pecho, seis balazos, todo ellos mortales de necesidad.

Gerard el Pecas era un hombre en plena forma todavía y con admirable celeridad de reacción. Soltó el puro que llevaba consumido por la mitad y fue más rápido que Washington el Loco, pues cuando éste se volvió hacia él con su pistola humeante, antes de que pudiera apretar el gatillo, Gerard el Pecas le metió en el cuerpo a su compañero de fechorías todo el cargador de su Colt .
Todo lo más que pudo hacer el asesino de Larry el Niño fue un disparo al techo, unas décimas de segundos antes de morir, y una pequeña cantidad de escayola cayó sobre sus ojos que ya no podían ver ni sentir molestia alguna.
Gerard el Pecas se acercó al novio de su hija. El joven había pasado a mejor vida. Lo único que pudo hacer por él fue cerrar sus ojos velándose ya. En el rostro curtido de Gerard el Pecas se pintó una expresión de amargura.
A su hija, la única persona en el mundo que él quería y por la que era querido, tendría que darle una noticia que le rompería el corazón. Miró de nuevo el cuerpo cubierto de sangre de Larry el Niño y le reprochó, apenado:
—Chico, te advertí que tuvieras mucho cuidado, pero tú hiciste oídos sordos.
Recogió del suelo el cigarro puro, que no había tenido tiempo de apagarse y continúo fumándolo a pesar de saberle amargo.
El camión, cuando llegara, tendrían que cargarlo él, el chofer y el ayudante de éste. No le importaba. Cualquier cosa que retrasase su regreso a casa donde su enamorada hija estaba esperando el regreso de su amado, le valía.
En cuando a Ramos Culogordo, su enfado le traía sin cuidado. En definitiva, al capo le supondría un gasto insignificante pagarles un buen entierro a los dos hombres que había perdido. Y si se hacía el rácano con una corona para Larry el Niño, él la pagaría de su propio bolsillo.
—Estúpido juego el ajedrez —masculló a través del pedazo de boca que no mordía el cigarro.

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