HORAS EXTRA CON LA SECRETARIA (RELATO NEGRO AMERICANO)

Algunos fines de semana Joe Matson no los esperaba igual que sus compañeros de trabajo para irse a su casa a ver la televisión, al bar a tomar copas con los amigos y contar chistes, o para otras actividades habituales de asueto, sino para quedarse dentro de la empresa que él cerraba cuando todos los empleados se habían marchado, pues era su director. Entonces, libres de testigos, Vanesa Wilson, su secretaria, salía del servicio donde había permanecido escondida y se echaba en sus anhelantes brazos.
Vanesa era una joven muy atractiva poseedora de una impresionante colección de curvas provocadoras de deseo y una extraordinaria voracidad sexual con la que le consumía a su jefe, un cincuentón de buen ver, todas las gozosas energías físicas que él poseía.
Como les ocurre a muchos hombres ambiciosos, Heriberto se casó por interés, muy joven, con Alicia Flathouse una chica bonita, rica y tranquila que con el paso de los años se le convirtió en una mujer de mediana edad, algo gordita, sosegada, que en la práctica sexual repetitiva y carente de pasión había llegado a aburrirle soberanamente, en especial porque él era un hombre muy fogoso.
Vanesa, su ardiente secretaria, sumaba veinticinco años menos que él. Para mantenerla satisfecha, Heriberto le hacía continuos regalos caros, que salían de la saneada fortuna que a su mujer, Alicia, le dejó su acaudalado padre al morir. Esta circunstancia motivaba que Heriberto no pidiera el divorcio a su temperada esposa y que Vanesa comprendiera que su amante quedaría en la ruina si se divorciaba de ella y no podría seguir haciéndole regalos caros.
Ambos amantes procuraban disimular delante de los compañeros de trabajo la íntima relación que mantenían, aunque alguna que otra vez en cierta medida despertaran sospechas por las cómplices miradas y sonrisas que cambiaban.
Aquella noche, mientras Heriberto esperaba que se fuera el último empleado que aún quedaba, el contable, se observó en el espejo del lavabo de su pequeño cuarto de baño particular, el cual le devolvió la imagen de un rostro de hombre maduro, algo ojeroso pero manteniendo todavía un cierto atractivo sus facciones. Y el continuado teñido de su pelo le permitía aparentar diez años menos de los que contaba. Consultó su magnífico Rolex, regalo de cumpleaños de su pudiente esposa, y consideró que debía llamarla. Lo hizo a través de su teléfono móvil. Fingiendo un tono de voz contrariado le comunicó que en la empresa estaban de inventario y ello le obligaría a trabajar dos o tres horas más y no podría volver a casa hasta las diez u once de la noche. Como siempre Alicia se mostró comprensiva y dijo que le esperaría viendo la televisión y cuando regresara le calentaría la comida que la cocinera, antes de marcharse, había preparado para su cena.
—Y yo cenaré sola, aunque no me gusta —lamentó ella resignada—. Bueno, como solía decir mi inteligente papá: El deber es siempre lo primero. No te canses mucho, mi amor.
—Muchísimas gracias por tu comprensión, cariño. Eres la mejor esposa del mundo —sonriendo burlonamente mientras la elogiaba.
Cerró la comunicación. Heriberto consideraba que él era muy astuto y su mujer una pánfila que se creía todo cuanto le decía. El hecho de realizar las sesiones de sexo en su despacho, le evitaba tener que ir con su amante a un hotel y correr el riesgo de que alguien los viese juntos, fuera con el cuento a su confiada mujer y le abriese los ojos, ojos que a él le convenía mantuviese ella bien cerrados siempre.
El contable, después de recibir su autorización entró en el despacho con el propósito de despedirse de él hasta el lunes. Era un hombre muy lento y cansino que nunca tenía prisa, mientras que Heriberto la tenía toda. Le cortó la verborrea diciéndole:
—Te acompaño hasta la puerta, Ricardo. Quiero revisar unos pedidos de última hora y dentro de unos pocos minutos me iré a casa también —le añadió cuando llegaron al portalón de salida donde se encontraba la garita del vigilante de noche, vacía, porque este empleado se hallaba momentáneamente de baja.
—Que tenga un buen fin de semana, señor director —deseó el contable.
—Lo mismo te deseo a ti, Ricardo.
Y por fin Heriberto puso cerrar y acercándose presuroso al servicio de señoras le anunció a su secretaria, que llevaba allí un buen rato oculta:
—Ya puedes salir, mi amor. Se han ido por fin todos.
Ella apareció inmediatamente, se echó en sus brazos y cubrió su rostro de apasionados besos.
—¡Ay, qué desesperadas ganas de besarte tenía! —exclamó jadeante.
Heriberto le devolvió, con parecido ímpetu, ardientes caricias. Se calentaron enseguida y llegados al enmoquetado despacho del director, éste le quito a ella el caro vestido que él le había regalado lo mismo que el valioso collar, la pulsera y los tres anillos, dejándola con sujetador y bragas. Hundió enseguida su rostro entre el pecho perfumado de la joven que riéndose, encantada, se libró del sostén así como de la otra prenda íntima que le quedaba puesta. Él se desnudó de cintura para arriba, mientras ella bajándole los pantalones lo ponía en forma con su excitante labor de boca.
Finalmente, ambos encima de la moqueta y desprovistos de toda ropa comenzaron a copular con el mayor de los entusiasmos. Se hallaban a punto de alcanzar el momento culminante, cuando sonó el móvil que él tenía en la chaqueta dejada en el respaldo de su cómodo sillón giratorio. Estuvo tentado de no contestar, pero pensó que podía ser su mujer y sospechar algo si él no respondía a su llamada. Con no poco esfuerzo y enfado se separó de su secretaria que dejó escapar un suspiro de protesta. Heriberto se fue a por el teléfono, mascullando palabrotas. En efecto, la inoportuna llamada era de su esposa.
—Te llamo para decirte que me duele un poco la cabeza y voy a acostarme. Te lo comunico para que lo sepas. Tendrás que calentarte tú la comida. Lo siento. ¿Cómo va tu trabajo, cariño?
—Bien. Ya sabes que soy muy competente en lo mío.
Hasta él llegaron las maldiciones que su disgustada secretaria estaba soltando, y pidió al cielo que su mujer no las estuviese oyendo. Afortunadamente pensó, su mujer no parecía haberlas captado pues ningún comentario hizo al respecto. Se despidieron y él cerró el móvil tirándose de nuevo encima de la secretaria y reanudando ambos frenéticamente el coito interrumpido.
Mientras ellos se refocilaban, en su casa, la esposa fiel se tomó dos aspirinas con medio vaso de leche caliente, se fue al dormitorio, se desvistió y contempló en la luna del armario ropero preguntándose si estaba ya tan poco atractiva que su esposo sintiera la necesidad de buscarse una amante. Vio en la superficie azogada a una mujer de cuarenta y cinco años. Sus pechos estaban bastante caídos, tenía michelines en sus caderas, patas de gallo en los extremos de los ojos y algunas arruguitas en las comisuras de los labios. Pero esto, entendía, no justificaba que un marido con el que tenía mil atenciones, había respetado siempre en lo económico y sido absolutamente fiel, la estuviera traicionando, como había delatado la voz femenina joven que había oído a través del teléfono móvil de su esposo, soltar algunas palabras enfurecidas.
A continuación hizo lo que nunca antes había hecho, registró los cajones de la mesita de noche de su marido y encontró una cajita con comprimidos de viagra. Él nunca le había dicho que los usara y eso que cada vez distanciaban más el acto sexual, creyendo ella que era debido a la edad que iban alcanzando ambos, pero que sin duda se debía a que Heriberto empleaba todas sus necesidades sexuales con otra.
Alicia pertenecía a ese numeroso grupo de mujeres que por educación y por naturaleza mantienen dormida la violencia que casi todos los seres humanos llevan arrinconada dentro de su ser y que quizás muchos mueren sin usarla jamás. A Alicia esta violencia se le despertó de golpe a consecuencias de lo profundamente que la hirió la, para ella, inmerecida traición de su marido. Le costó mucho dormirse, aunque el dolor de cabeza se le pasó. Su cerebro creó vorágines de ideas desasosegantes que le desnivelaron los nervios y le incendiaron la sangre.
Cuando su infiel marido llegó a la casa, se quitó los zapatos y caminó de puntillas para evitar hacer ruido, ella seguía desvelada aunque inmóvil y con los ojos cerrados. Y desvelada continuaba cuando Heriberto se acostó a su lado, aunque ella fingió a la perfección que dormía. Él se durmió enseguida, manteniendo su cuerpo alejado del cuerpo de ella; se hallaba agotado. Alicia no se rindió al sueño hasta cerca de la madrugada.
Al llegar un lunes a la oficina, Heriberto iba a meter dentro del cajón de su mesa-escritorio la cajita con comprimidos de viagra que traía, y se dio la casualidad de que su secretaria entró en aquel momento. Notando que él se sobresaltaba ella le preguntó, curiosa:
—¡Eh!, quiero ver eso que tratas de ocultarme.
—A la mujer de Lot la curiosidad la convirtió en estatua de sal.
Aunque molesto, le mostró el medicamento.
Su secretaria leyó lo que estaba escrito en él y dijo, divertida con la actitud mortificada que mostraba su amante:
—¡Ah, granuja! Ahora ya sé lo que te hace inagotable.
—¿Te importa?
—No sí tu fuerza sexual la gastas conmigo. Y para que sea así, de ahora en adelante te controlaré yo. Dame esas pastillas que te las guarde para cuando necesites satisfacerme solo a mí. Y esta noche te daré una pastillita porque tengo muchas ganas de ti y nos vamos a quedar los dos a hacer horas extras de nuevo.
Heriberto, que se había aburrido muchísimo aquel fin de semana acompañando a su mujer a visitar a la anciana madre de ella, a una somnífera sesión de teatro y a otra de ópera, aceptó encantado su exigencia, más que propuesta:
—No tienes tú más más ganas de mí, que yo las tengo de ti. Haremos horas extra.
Treinta minutos antes de la hora en que terminaban su jornada laboral, la secretaria le trajo al director un vaso de agua, sacó del bolsillo donde se la había guardado la cajita de viagra y le dio un comprimido para que se lo tomara. Ambos bromearon sobre las locuras sexuales que cometerían en cuanto se quedaran solos.
Como era habitual el último en despedirse del director fue el contable al que tuvo que aguantar durante cinco interminables minutos su insulsa verborrea. Terminaba de cerrarle la puerta de la empresa cuando Heriberto notó que su vista se nublaba y una súbita debilidad se iba apoderando rápidamente de todo su cuerpo. Se apoyó con ambas manos en la puerta de su despacho. Todo él temblaba como si se encontrara en el centro de un seísmo. Sintió un dolor agudísimo en el estómago primero, después en el corazón y finalmente se desplomó sobre el enlosado.
Extrañada de que fueran pasando los minutos y él no fuera a avisarla de que podía salir del servicio donde se hallaba escondida, Vanesa se encaminó al despacho para averiguar la tardanza de su amante en venir a por ella.
Lo vio entonces tirado en el suelo. La sangre que salía de su nariz reventada y una blanca espuma que escapaba por la boca del director la aterraron. Los ojos abiertos, inmóviles, velados de Heriberto revelaban, sin que ella tuviera necesidad de tocarlo, que su amante estaba muerto. Durante un par de minutos no supo qué hacer. Trató de calcular qué era lo más conveniente para ella. Si llamaba a una ambulancia o a la policía se metería en grandes problemas, tendría que explicar muchas cosas, confesar la relación adúltera que ellos dos mantenían. Intervendría la prensa y otros medios de comunicación, saldría su nombre y fotos suyas por todas partes. Le harían miles de preguntas. La perseguirían por todas partes. Incluso podía ocurrírsele a alguien inculparla. Ante esta peligrosa perspectiva lo más conveniente para ella era escapar rápido de allí. Afortunadamente nadie sabía que ella se había quedado y de su relación con el director quizás lo sospechase alguno de sus compañeros, pero ninguno tenía seguridad ni prueba alguna de ello. Vanesa, muy afectada, aturdida, tambaleante buscó la calle.
* * *
La policía, al principio de la investigación, sin dejarse impresionar por las muestras de congoja que mostró la esposa de Heriberto, cuya muerte demostró la autopsia había sido por envenenamiento, la consideró la persona que más favorecida podía salir con ello. En los exhaustivos interrogatorios a los que la sometieron a Alicia, ella sostuvo todo el tiempo que su relación con el occiso había sido siempre perfecta pues ambos en todos los años que llevaban casados nunca se habían faltado el respeto ni dejado de amarse. Aparte de estas afirmaciones, la viuda de este ejecutivo contaba con una excelente coartada, pues a la hora aproximada en que el forense afirmaba que se había producido la fulminante muerte de su esposo, ella se hallaba acompañada de su anciana madre viendo una obra teatral, lo atestiguaban además de ella, el acomodador, dos matrimonios amigos que ambas mujeres habían saludado antes de entrar en el teatro y también a la salida.
La investigación quedó pronto en punto muerto. Si alguien había envenenado a Joe, no habían podido descubrir ningún culpable y de que se hubiera suicidado tampoco pudieron encontrar causas que le hubieran impulsado a tomar tan trágica y definitiva determinación.
Pasado un mes, la viuda Alicia Valle se embarcó en un crucero alrededor del mundo con un hombre maduro que encontraba en ella atractivo físico, aparte del material de su saneada fortuna.
Vanesa, seguía trabajando de secretaria en la misma empresa y le había costado poco convertirse en la amante del nuevo director. La joven se sentía fuertemente atraída por los hombres casados generosos que la hacían magníficos regalos. De la pastilla que enveneno a su amante el director, camuflada entre las de viagra nunca supo quién la había cambiado. Ni quién le había regalado al contable de la empresa un magnífico coche nuevo.
(Copyright Andrés Fornells)