HORAS EXTRA CON LA SECRETARIA (RELATO NEGRO)

HORAS EXTRA CON LA SECRETARIA (RELATO NEGRO)

HORAS EXTRA CON LA SECRETARIA

(Copyright Andrés Fornells)

El tan anhelado fin de semana había llegado otra vez más. Y Heriberto no lo anhelaba igual que sus compañeros de trabajo, para irse a su casa a ver televisión, al bar a tomar copas y contar chistes, u otras actividades de asueto, sino para quedarse dentro de la empresa, que él cerraba pues era el director. Entonces salía del servicio donde había permanecido su secretaria escondida, una belleza de veintipocos años, con una extraordinaria colección de curvas voluptuosas y era una tigresa voraz con la que él gastaba todas las energías que tenía.

Como le ocurre a tanta gente, Heriberto se casó joven con una chica bonita y tranquila que, con los años se había convertido en una mujer de mediana edad, algo gordita, tranquila y que en materia sexual no guardaba comparación ninguna con su ardiente empleada.

Por la diferencia de edad entre los dos (él tenía veinticinco más que ella) y el caso que la secretaria le hacía, Heriberto se consideraba un conquistador, sin darse cuenta de que el conquistado era él que no paraba de hacerle regalos costosos a su secretaria para mantenerla contenta.

Al principio de su relación ambos habían disimulado delante de los demás empleados, pero poco a poco se fueron relajando y miradas y sonrisas los delataron, y todos se dieron cuenta de que entre ambos había bastante más que una relación laboral.

Aquella noche, mientras el director esperaba que se fuera el último empleado, el contable, se observó en el espejo del lavabo y vio el rostro de un hombre de cincuenta años, algo ojeroso pero manteniendo todavía un cierto atractivo sus facciones. Y el continuado teñido de su pelo le permitía aparentar diez años menos de los que realmente contaba.

Aprovechando que no tenía a nadie cerca que pudiera escucharle, llamó a su mujer por el móvil y le dijo que tenía que hacer algunas horas extras y no volvería a casa hasta las once poco más o menos. Ella se mostró comprensiva como siempre, y dijo que le esperaría viendo la televisión y cuando regresara le calentaría la comida que le tendría preparada.

—Muchísimas gracias, cariño. Eres la mejor esposa del mundo —elogió él tal y como tenía por costumbre, sonriendo burlonamente mientras la elogiaba.

Él era muy astuto y su mujer una pánfila que se creía todo cuanto le decía. El hecho de tener sus sesiones de sexo en la industria, le evitaba el tener que ir con su amante a un hotel y correr el peligro de que algún conocido les viese y fuese con el cuento a su confiada mujer y le abriese los ojos que a él le convenía tuviese ella bien cerrados.

El contable se acercó a decirle adiós. Era un hombre muy lento y cansino que nunca tenía prisa, mientras que el director sí la tenía. Le cortó la verborrea diciéndole:

—Te acompaño hasta la puerta. Quiero meterle mano al trabajo que quiero terminar cuanto antes para irme a mi casa junto a mi mujer.

—Claro, claro, lo entiendo.

Y por fin se pudo librar del contable, acercarse al servicio de señoras y decirle a su secretaria:

—Ya puedes salir, mi amor, se han ido todos.

Ella corrió hacia él, se echó en sus brazos y le cubrió el rostro de apasionados besos. Se calentaron enseguida y llegados al enmoquetado despacho del director, él le quito a ella el caro vestido que él le había comprado, dejándola en sujetador y bragas. Hundió enseguida su rostro entre el pecho perfumado de la mujer que, riéndose cachonda se lo quitó, así como la otra prenda íntima que le quedaba. Él se desnudó en un tiempo récord, mientras ella lo ponía en forma con una excitante labor de boca.

Finalmente, ambos encima de la moqueta y desprovistos de ropa comenzaron a copular con el mayor de los entusiasmos. Se hallaban a punto de alcanzar el momento culminante, cuando sonó el móvil que él tenía en la chaqueta dejada en el respaldo de su cómodo sillón giratorio. Estuvo tentado de no contestar, pero pensó que podía ser su mujer y sospecharía si el no respondía. Con no poco esfuerzo se separó de su secretaria que dejó escapar un suspiro de protesta. Él se fue a por el teléfono, mascullando maldiciones. En efecto, la llamada era de su mujer.

—Te llamo para decirte que me duele un poco la cabeza y voy a acostarme. Te dejaste las llaves en casa, así que como no podrás entrar tendrás que llamar al timbre. Te lo comunico para que lo sepas. ¿Cómo va tu trabajo, cariño?

—Muy bien. Ya sabes que soy muy competente en lo mío.

Hasta él llegaron las maldiciones que su disgustada secretaria estaba soltando, y pidió al cielo que su mujer no las estuviese oyendo. Afortunadamente, su mujer no parecía haberlas captado pues ningún comentario hizo al respecto.

Se despidieron y él cerró el móvil tirándose de nuevo encima de la secretaria y reanudando ambos el coito interrumpido. En la fogosidad del mismo ni el uno ni la otra se apercibieron de que la puerta se abría muy despacio y alguien los observó durante algunos segundos.

Mientras esto sucedía, en su casa, la esposa fiel se tomó dos aspirinas con medio vaso de leche caliente, se fue hasta el dormitorio, se quitó toda la ropa, se contempló en la luna del armario ropero y se preguntó si estaba ya tan poco atractiva que su esposo se había buscado un amante, como le había comunicado un anónimo. Ciertamente, tenía más de cuarenta años y había perdido atractivo. Sus pechos estaban bastante caídos, tenía michelines en sus caderas y patas de gallo aparte de algunas arruguitas en las comisuras de los labios. Pero esto no justificaba que un marido, en el que había volcado mil atenciones y todo su cariño y fidelidad total, la estuviera traicionando, como le estaba confirmando la voz femenina que había oído un momento antes, una voz joven y enfurecida.

A continuación hizo lo que nunca antes había hecho, registró los cajones de la mesita de noche de su marido y encontró una cajita con pastillas de viagra. Él nunca le había dicho que las usara y cada vez distanciaban más el acto sexual, creyendo ella que era debido a la edad que iban alcanzando los dos.

La esposa burlada era una persona rencorosa y vengativa, que nunca antes había encontrado razones para demostrarlo. Se acostó y aunque tardó mucho tiempo en conseguirlo, pues dentro de su cabeza daba vueltas y más vueltas al hecho de que su marido le era infiel, consiguió por fin conciliar el sueño.

Cuando su marido regresó pasada ya la media noche fue a abrirle, murmuró bostezando que aún le dolía algo la cabeza y regresaba a la cama.

—Que te mejores —deseó él contento con la aparente docilidad de ella y que lo dejara en paz, pues con lo saciado que venía lo último que podía desear era tener que contentarla, sexualmente.

Al llegar el lunes a la oficina, el director iba a meter dentro del cajón de su mesa-escritorio la cajita con pastillas de viagra que, recién compradas había dejado en su mesita de noche. Se dio la casualidad de que su secretaria entró en aquel momento y dijo:

—¡Ah!, quiero ver eso que ibas a ocultarme.

—Curiosilla —de buen humor él.

Su secretaria leyó la receta y dijo:

—¡Ah, granuja! Ahora ya sé que te convierte en un amante incansable.

—¿Te importa?

—No sí tu fuerza sexual la gastas conmigo. Y para que sea así, de ahora en adelante te controlaré yo. Dame esas pastillas que te las guarde para cuando te hagan falta para satisfacerme a mí. Y esta noche te daré una porque tengo muchas ganas de ti y nos vamos a quedar los dos a hacer horas extras.

Él, que se había aburrido con su mujer y la visita que ella le obligó a hacer a los padres de ella, dos pesados que repetían una y otra vez los hechos más notorios de su pasado, respondió:

—No tienes tú más ganas de mí, de las ganas que yo tengo de ti. Haremos horas extra.

Algunos minutos antes de la hora del cierre de la jornada laboral, la secretaria le trajo al director un vaso de agua, sacó del bolsillo donde se había guardado el estuchito una pastilla de viagra y se la dio. Ambos bromearon sobre la sesión de sexo que se iban a dar cuando todo el personal se hubiese ido.

El último en despedirse del director fue el pesadísimo contable al que tuvo que aguantarle la insulsa verborrea habitual. Terminaba de cerrarle la puerta cuando el director notó que se nublaba su vista, una endeblez se adueñaba de él, su cara palideció, su cuerpo comenzó a temblar, a retorcerse del dolor de estómago y acto seguido se desplomó chocando su rostro violentamente contra el suelo.

Aterrada, la secretaria huyó en vez de intentar buscar socorro, para no verse involucrada en aquel asunto.

La policía al principio sospecho de la esposa, que al fin y al cabo era quien iba a heredar cuanto poseía el muerto, empezando por el magnífico ático en el que vivían. Pero ella tenía la coartada de haber asistido a una obra teatral en compañía de su madre y la recordaba el acomodador además de las entradas numeradas y la demostración suya de explicar de que trataba la obra, y el hecho de lo fulminante que era el veneno que le habían suministrado al difunto.

Al final dictaminaron que podía tratarse de un suicidio, aunque cuantos le conocían aportaron que en su opinión que el director de aquella importante multinacional no tenía motivos para ello, hasta que se descubrió que había cometido un desfalco cuyo dinero todo el mundo ignoraba que había ido a parar a manos de su secretaria que había comprado un magnífico apartamento cuyas llaves estaban a punto de entregarle.

A la vuelta del entierro, después de haberse ido todos los familiares, sonó el timbre de la puerta de la enlutada viuda. Ésta miró por el ojo de la puerta y al ver de quien se trataba, sonrió. Una vez dentro de la casa, viuda y secretaria del difunto se abrazaron y besaron ardientemente. La jugada les había salido redonda. De ahora en adelante podrían disfrutar gracias al dinero que había dejado oculto el muerto de exóticos viajes juntas a países lejanos.