HINDÚ INMÓVIL COMO UNA ESTATUA JUNTO AL GANGES (MIS VIAJES ALREDEDOR DEL MUNDO)

hindu bueno
Conocí a Abdali en Alemania. Él trabajaba allí de enfermero y yo de lavacoches. Nos hicimos amigos en un restaurante que, por sus precios módicos y su enorme tamaño, recibía masiva cantidad de clientes todas las noches. Abdali necesitaba enviar dinero a su casa, y yo lo mismo. Esta necesidad nos obligaba al pluriempleo, así que terminada la jornada en nuestros trabajos fijos, durante el día, laborábamos por la noche de friegaplatos en la anteriormente mencionada casa de comidas.
Abdali y yo nos llevábamos muy bien. Los huevos duros y los filetes a medio comer, que nos llegaban dentro de los platos, los íbamos guardando en un par de grandes latas y él lo llevaba a familiares suyos y amigos de estos familiares, que pasaban hambre en un improvisado poblado de chabolas.
Decidimos coger las vacaciones juntos y él se comprometió a enseñarme, durante 13 días, que éstas durarían, lo más relevante de su país.
No cansaré a nadie contándole las bellezas y las miserias que cualquier visitante de la India habrá visto en su recorrido turístico.
Me detendré solo en contar una anécdota que Abdali y yo vivimos en Benarés. Nada más entrar en los “ghats” (escalinatas de piedra), tuve la impresión de que habíamos llegado a un gran mercado, en vez de como me habían contado, un lugar propicio para orar, meditar y bañarse los devotos hindúes. Reinaba allí un gentío y un bullicio infernales. Hasta codazos nos dieron y dimos. Había un gran número de cremaciones en marcha. Mi amigo Abdali me dijo que algunos días éstas cremaciones alcanzaban la cifra de doscientas. Y me contó que todas corrían a cargo de una etnia llamada Doms. Etnia de parias que, antes de hacerse cargo de este apestoso insalubre y lucrativo negocio eran tan pobres, que lloraban cuando tenían un hijo, en vez de alegrarse.
—El jefe actual de los doms, se dice que es multimillonario.
—¿Pues cuánto cuesta cada incineración? —interesadísimo en cuanto me estaba contando.
—Varía. La más barato diez dólares y la más cara setenta.
—No parece tanto—opine.
—Para un hindú pobre, es una fortuna —me rectificó él—. Las cenizas las arrojan luego al Ganges, lo cual garantiza al muerto una buena vida eterna.
—Y a los vivos intoxicación seguramente.
Entonces él me explicó que el río era sagrado porque, a pesar de todos los deshechos que le arrojaban a diario, nadie enfermaba al bañarse en él, todo lo contrario, se purificaba.
Sentado en uno de los ghats reparé en la presencia de un hombre que consideré debía tratarse de un santón. Se hallaba sentado en la postura del Loto y mostraba una absoluta impasibilidad en medio de la multitud que circulaba a su alrededor. Iba vestido con harapos, llevaba la cara blanqueada con ceniza y lo mismo su larga barba. Sobre la frente le sobresalía una especie de tridente rojo. Éste, y el rosáceo de sus labios, eran las únicas notas de color en su persona.
Nos impresionó su inexpresividad. Ni siquiera parpadeaba. Hice al respecto un comentario que pretendió ser jocoso:
—No estará muerto, ¿verdad, Abdali?
—No. Se mueven levísimamente las aletas de su nariz —apreció él.
Nativos, turistas y vendedores contribuían a aquel ambiente masivo, agobiador. Nos dimos un paseo en barca y compramos algunas baratijas. Abdali negoció y las consiguió diez veces más baratas de lo que me habrían costado a mí.
Cuando regresamos del paseo marítimo por el Ganges, pasamos de nuevo al lado del santón, que seguía tan impertérrito como lo habíamos visto casi una hora antes. Y a mí se me ocurrió algo que creí, en aquel momento una originalidad:
—Oye, Abdali, ¿por qué no le preguntas si está rezando o haciendo meditación trascendental?
Él me miró mostrando cierta contrariedad. Me ocurría de vez en cuando con él, estar en desacuerdo en nuestro sentido del humor. Sin embargo, se detuvo junto a aquel hombre-estatua y le hizo la pregunta indicada por mí. Y por fin perdió aquel santón su total inactividad de estatua y movió los labios. Lo único antes de volver a convertirse en estatua. Cuando Abdali se reunió conmigo (que lo aguardaba a un par de metros de distancia), aprecié por la expresión de su cobrizo rostro, que estaba disgustado.
—¿Qué te ha dicho? —quise saber curioso, notándole renuente a decírmelo.
—Me ha dicho que colecciona preguntas de curiosos. La mía es la ciento noventa y dos, hoy.
Le noté tan disgustado, que lo acepté por bueno. De ser cierto aquello, resultaba realmente chocante que un hombre santo lo único que estuviera haciendo fuese contar las preguntas estúpidas que le hacían. Y de ser así, resultaba de lo más sorprendente lo que podía interpretarse como gran muestra de humor jocoso en un hombre tan cargado de dignidad y seriedad.

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