EXCELENTES GAFAS NUEVAS (HISTORIAS NEGRAS AMERICANAS)
EXCELENTES GAFAS NUEVAS
(Copyright Andrés Fornells)
El cartero acababa de entregarle al detective Andy el Cuatrojos un estuche que contenía el par de gafas nuevas, que el óptico le enviaba por correo.
—Tienes que firmarme aquí —el empleado de Correos le señaló el acuse de recibo.
—Espera un momentito que me las pruebe —pidió el investigador privado.
Sacó un abrecartas del cajón derecho de su escritorio, detrás del que estaba él sentado en una baqueteada silla giratoria, rompió el envoltorio, sacó del mismo las gafas nuevas, se las colocó sobre el puente de la nariz, cabalgó las patillas sobre sus bien desarrolladas orejas y cogiendo el bolígrafo que le tendía su interlocutor, celebró al tiempo que estampaba su firma:
—Son estupendas estas gafas, amigo. Veo igual de bien con ellas, como cuando era niño y sacaba monedas con un cuchillo de la hucha de mi hermano mayor que era más ahorrador que yo. Te devuelvo el bolígrafo. Las personas humildes somos honradas, no como esos gobernantes mangutas que nunca nos devuelven lo que nos roban.
—Si los demás gozásemos de la impunidad que gozan ellos, otro gallo nos cantaría —con sinceridad el funcionario—. Que sigas bueno.
—Y tú también. Que tengas suerte y no te muerda ningún perro cuando entregues la correspondencia en zona rural.
—No les tengo ningún miedo a los perros. El jefe nos ha procurado un spray que los duerme en un instante. Deberías conseguirte uno para cuando tengas que enfrentarte a algún asesino
—Para los asesinos tengo yo a doña Matarile —se rio Andy tocando con la mano el asa del cajón primero de su mesa-escritorio.
—Chao, sabueso.
—Ve por la sombra no te dé una insolación —usando el que se quedaba, el mismo buen humor que el que se iba, pues el día estaba nubladísimo.
Pasada una hora larga, habiéndose leído los titulares del periódico y también un par de crónicas sobre baloncesto, su deporte favorito, Andy llamó a su agente de apuestas y le pidió apostase quinientos dólares a favor de Sloppy un caballo que le habían dado el soplo de que podía ganar la carrera en la que iba a participar.
—¿Te parece seguro? —quiso le confirmase el otro.
—¿Crees tú que soy tan rico como para tirar quinientos pavos a la basura?
Este comentario bastó al otro para decidir:
—También yo apostaré algo a Sloppy.
—Deseémonos mutua suerte.
Cortaron la comunicación. Minutos más tarde Andy recibió una llamada telefónica que le clavó el sable de la preocupación en la boca del estómago.
—Andy, soy Tim el Fuelle. Oye, ándate muy alerta. He escuchado por ahí que Jed el Narizotas tiene decidido borrarte para siempre del censo mundial. Quedas avisado.
—Dios te pague con bendiciones tu buen corazón, Tim, y yo pueda recompensar tu bondad dentro de mis modestas posibilidades, si vivo el tiempo suficiente para poder hacerlo.
Tim el Fuelle había sido tan escueto como buen amigo dándole este aviso con el que pretendía advertirle tomase precauciones para conservar su vida.
La precaución más segura para Andy habría sido largarse cuando antes de la ciudad, sin dejar rastro, algo que él nunca haría porque le repateaba las tripas abandonar la ciudad donde vivía muy a gusto, por un gesto de cobardía suyo.
Sacó a doña Matarile del cajón donde la tenía y la ocultó debajo del periódico que había estado leyendo un rato antes. De encima del soporte del calendario donde anotaba las cosas que tenía programado hacer ese día (y que estaba en blanco), cogió dos chicles con sabor a frambuesa, se los metió en la boca y le procuró entretenimiento a su excelente dentadura, mejorada de aspecto con un deslumbrante blanqueado que le había costado cincuenta dólares a su caprichosa y enamorada novia.
Fue cerca del mediodía cuando se abrió la puerta acristalada de su modesta agencia y entraron el Feo Jimmy y Coleta Joe, otro asesino del mismo calibre que el anteriormente nombrado, ambos pertenecientes a la banda de Jed el Narizotas, uno de los gánsteres más peligrosos de la ciudad, contra el que Andy había conseguido pruebas de un tongo realizado por aquél en un combate de boxeo en el que estuvo en juego una corona nacional de los pesos welters.
Andy el Cuatrojos esbozó para ellos una sonrisa de genuino tonto del culo y les preguntó con amabilidad de prostituta de lujo, la mano ya metida debajo del periódico y oculta por él:
—Hola, ¿qué puedo hacer por ustedes, caballeros?
—Convertirte en fiambre. Te has metido con nuestro honorable jefe y ese es el premio que vas a recibir —hablando Feo Jimmy como si tuviese una hamburguesa entera metida dentro de su enorme bocaza y tuviera dificultades en masticarla.
—Me estáis gastando una broma, ¿no? No sé quién es vuestro jefe ni a qué investigación os referís —intentó Andy, por si colaba, pues de niño había estado en una manifestación pacifista y no le había disgustado ser un asistente inútil más.
—Je, je, je! Todos los tontos os creéis que los tontos somos los demás —remató Coleta Joe agitando la cabeza para quitar de su hombro la larga mata de pelo azabache que se le había montado encima, al realizar él la maniobra de cerrar la puerta.
—Nos ha dicho nuestro jefe que eres católico. Te vamos a dar un par de minutos para que reces una Avemaría o un Padrenuestro, el que prefieras. ¡Jo, jo, jo! Pero solo uno, ¿eh? —Feo Jimmy torciendo la boca para empeorar su aspecto facial.
—¡Je, je, je! Y te daremos otro par de minutos más, para que puedas cagarte en los pantalones.
—Jo, jo, jo! Debimos traerle un pañal, socio —soltando otra soez carcajada el tipo que, al verle su madre por primera, vez recién parido, se llevó tan enorme susto que éste se le cayó al suelo empeorando todavía más la imperfección fisonómica que ya traía de nacimiento.
Más serio que el dueño arruinado de una funeraria, el detective les propuso:
—¿Por qué no rezamos juntos, y así tendremos los tres un más favorable viaje al infierno?
Los asesinos formaron un jocoso dúo al tiempo que se llevaban la mano a la funda sobaquera donde tenían sus pistolas:
—Padrenuestro que estás en los cielos…
Andy el Cuatrojos fue más rápido que sus visitantes. Solo tuvo que levantar unos centímetros el revólver que mantenía empuñado debajo del diario y dispararles a los que pretendían matarle.
El detective, durante su época escolar, sacó siempre muy buenas notas en matemáticas. Lo demostró en aquel momento realizando la equidad de meter tres balas a cada uno de sus dos enemigos. Lo de la velocidad disparando fue mérito de su agilidad, lo de la puntería de incrustar tres proyectiles en los corazones de los dos esbirros, de sus gafas nuevas.
Se levantó para tener una mejor visión de ambos tumbados en el suelo, agonizantes. Dejó reposar su arma encima del periódico, sacó del cajón el pañito de gamuza que le vino dentro del estuche de las gafas y lo pasó por los cristales en un gesto que mezclaba afecto y admiración.
Se colocó de nuevo las gafas y observando que sus enemigos ya no se movían, tuvo un tonto remordimiento de conciencia: “¿Me sentiría acaso mejor si el muerto fuese yo, en vez de serlo ellos?” Se auto contestó esbozando una sonrisa que cualquier creyente buen observador habría calificado de poco cristiana.
Sonrisa que se le torció al pensar en los mil ochocientos dólares que le iban a costar los “basureros” que se encargarían de hacer desaparecer aquellos dos cadáveres.
Con la esperanza de que fueran ellos, los dos pistoleros, quienes corrieran con el gasto de su desaparición comenzó a registrarles los bolsillos.
La expresión de alegría que no tardó en aparecer en su simpático semblante demostró que las esperanzas de los hombres, que las tienen, algunas veces se convierten en realidad.