ESTABA DEMASIADO HERMOSA CUANDO LLORABA (RELATO)

ESTABA DEMASIADO HERMOSA CUANDO LLORABA (RELATO)

Comencé a salir con Gabriela Gómez porque su hermano, que era muy amigo mío, me lo pidió casi de rodillas:

—Sácala por ahí de vez en cuando porque es tan tímida y desconfiada, desde que un chico desvergonzado le robó un beso viajando ambos en el autobús, que los fines de semana se los pasa en casa aburrida y sola delante del televisor.

—Oye, hay una doble intención en lo que me pides —reparé enseguida, funcionándome a tope la sagacidad—. Primera intención: que le procure divertimento a tu hermana, y, segunda intención: que no ose besarla.

—Hombre, no iba yo a autorizarte tamaña desvergüenza. Me refiero a lo de besarla —se alteró él dándoselas de púdico protector fraterno.

Antes de tomar ninguna determinación, hice mis cálculos. Su hermana era toda una belleza. Esto era estupendo. No podría permitirme ningún contacto íntimo con ella. Esto era terrible. Tendría que limitarme a pasearla por los lugares céntricos de la ciudad. Este hecho, considerando lo hermosa que ella era, en cierta medida me daría buen cartel y haría rabiar de envidia a más de cuatro conocidos míos propensos a sentir tan despreciable sentimiento.

Gabriela se avino enseguida a salir conmigo, previa promesa de parte de su hermano de que, debido a la antigua y firme amistad existente entre nosotros dos, yo no me tomaría con ella libertad sensual alguna.

Gabriela, vista tan cerca como pude verla al salir juntos, reconocí era infinitamente más atractiva que vista de lejos. Esto me obligó a censurar y arrinconar, continuamente, pensamientos libidinosos que crecían en mi mente igual que las malas hierbas crecen en primavera.

En nuestra primera salida, Gabriela y yo nos sentamos en una terraza céntrica y pedimos sendos refrescos a un camarero, con ojeras de vicio, al que tuve que advertir, amenazador:

—Oye. deja ya desnudar a mi chica con esos ojos de búho que tienes, o tendré que abrirte el cráneo de un silletazo para ver si tienes dentro algo más que pensamientos sucios y cochambrosos.

—Vale. Tranquilo, hombre. Me volveré ciego a partir de este momento —respondió él, pacifista, y mantuvo sus ojos cerrados hasta que dejó de servirnos y se marchó.

—Eres muy valiente —dijo Gabriela, encantada con mi proceder, sus grandes, luminosos ojos negros brillando de admiración.

—Lo soy. Extraordinariamente valiente siempre que no me pongas cerca un ratón —bromeé.

Ella se rio discretamente. Era muy delicada y elegante de ademanes. Sus manos y el resto de su cuerpo, el buen Dios se los había suministrado para seducir. Y cada minuto que pasaba, en contra de lo que debiera, Gabriela me gustaba más y más. De pronto, cuando terminamos el primer sorbo de nuestras bebidas, ella me sorprendió con una inesperada petición:

—Oye, cuéntame algo triste. Me encantan las historias tristes.

Sin ella saberlo, acababa de iniciar el primer paso que daría fin a futuras salidas juntos. Yo tenía en mi haber algunas historias tristes. La más reciente la muerte de mi tío Agapito, un ser maravillosamente desprendido, que me daba dinero cada vez que me veía y que, durante mi niñez me llevaba con él al circo siempre que uno de ellos visitaba nuestra ciudad y me compraba chucherías hasta reventar. Le conté acto seguido a Gabriela que mi tío Agapito había muerto de amor. Se había enamorado de una bailarina. Se le declaró. Ella, la muy ingrata, le dijo que él no le gustaba ni siquiera para felpudo de la entrada a su casa y que tenía una cara tan fea que, para intervenir en una película de zombis ni siquiera tendrían que maquillarlo. Mi tío Agapito, disgustadísimo, apuñalado en sus más bellos sentimientos, decidió que iba a morirse de amor por ella, y para conseguirlo dejó de comer, y se salió con la suya, pues cuando de setenta y cinco kilos de peso iniciales, terminó con treinta, la vela de su vida se apagó para siempre.

Yo le di a la despectiva bailarina la noticia de esa defunción dedicada a ella, y esa desgraciada y desalmada mujer, que la veías y pensabas en encerrarte con ella en un dormitorio con cama de matrimonio y no abandonarla en un mes, esbozó una mueca despectiva, dijo que a ella plin, y ni tan siquiera asistió al entierro de su víctima.

Tuve que recoger servilletas de papel de varias mesas para que Lupita tuviera las suficientes con que secar los torrentes de lágrimas que brotaron de sus preciosos ojos.

Y ahora voy a lo peor de este suceso: Ella estaba tan guapísima en su llanto, que se me despertó un sentimiento masoquista de provocarle más tristeza, para que continuase llorando. Así que le conté que de niño, un gatito al que yo adoraba, llamado “Bizcochito”, me lo atropelló un autobús dejándomelo tan fino como una hoja de papel y, de la desdicha tan gran que experimenté, yo estuve llorando su muerte un mes entero.

Después de terminado el refresco, con Gabriela desprovista ya de más lágrimas, excusé un terrible dolor de cabeza, devolví a su casa, llamé a mi amigo que estaba en casa de su novia aprovechando la ausencia de los padres de ella, y le dije:

—Oye, escucha bien: no voy a salir más con tu hermana. Me sería imposible no enamorarme de ella. También me sería imposible no provocarle llanto todo el tiempo, porque cuando llora está irresistible y deseo verla llorar todo el tiempo, lo cual me convertiría en un sádico.

Él se hizo cargo de mi problema, especialmente cuando su novia, enojada, le apremió:

—Deja de hablar tonterías con tu inoportuno amigo y hazme caso que estoy encendida como una tea y necesito, desesperadamente, tus labores de bombero.

Y así terminó el favor mío a un buen amigo.

El año siguiente Gabriela se metió monja y, gracias al hábito, en el futuro, nadie la piropeó, pues las monjas de clausura raramente salen a la calle.

(Copyright Andrés Fornells)