ESOS TABIQUES TAN DELGADOS DE LAS CASAS DE LOS POBRES (MICRORRELATO)
Águeda se enteró de que habían alquilado el vetusto piso vecino al suyo, permanecido vacío durante algunos meses, cuando le llegó a través del tabique que separaba el saloncito de ambas viviendas, un conmovedor llanto femenino. Impulsada por sus buenos sentimientos, Águeda golpeó la delgada pared con los nudillos y preguntó con cálido interés humano:
—Hola. Soy vecina suya. Oiga, mujer, ¿por qué está usted llorando? ¿Puedo ayudarla en algo?
Las palabras de Águeda llegaron con toda claridad a los oídos de la mujer sollozante. Tras un par de minutos de silencio, la interpelada balbuceó con voz entrecortada:
—Verá usted, lloro porque me siento muy sola y desdichada.
—Se ha venido usted a vivir aquí hoy, ¿verdad?
—Sí, hace un rato llegué con mi vieja maleta. He estado mucho tiempo hospitalizada, ¿sabe usted? Pero en el hospital no han querido permaneciese más tiempo allí. Necesitaban mi cama para otras personas enfermas. En el hospital yo era bastante feliz. Hablaba con las enfermeras, con los médicos, con los otros pacientes, y aquí, pobre de mí, no conozco a nadie.
—Yo también estoy sola y no me gusta la soledad. Voy a abrirle la puerta de mi casa, venga usted y charlaremos. Haré café para las dos. Y eso nos animará.
Águeda le abrió la puerta a la otra mujer, anciana como ella, y a partir de ese día las dos almas solitarias compartieron recuerdos, buenos y malos, hablaron también detenidamente de sus achaques, cosas todas estas que algo alivian, y son lo mejor que las personas pueden hacer para encontrar consuelo y soportar sus aflicciones sin caer en la más honda y negra desesperación.
Un hombre que era sabio solía afirmar:
—Cuando las penas y las desdichas se comparten pesan menos, reducen el dolor, puesto que no carga con ellas uno solo.
(Copyright Andrés Fornells)