ESOS MOMENTOS FELICES (RELATO)

Queridos amigos, cuando os abrumen los problemas, las angustias de vuestra vida actual, detened un momento vuestra actividad. Procuraos un pequeño respiro. Registrad en el archivo de vuestros recuerdos y escoged alguno de ellos en el que fuisteis sencilla y plenamente felices.
Yo escojo, a menudo, una remembranza de mi niñez. Por ejemplo, una tarde de verano. Es día festivo. Un leve descenso en la temperatura convierte en menos agobiante el bochorno ambiental.
Mi padre, mi madre y yo salimos a la calle. Vamos a darnos un paseo. Estamos contentos. Sentimos el gozo de vivir, de tener buena salud, de querernos. Caminamos sin prisa alguna. Yo en medio. Me llevan cogido cada uno de una mano. Confiado en que no me soltarán pido:
—¡Arriba conmigo!
Ellos ríen, elevan sus brazos y mis pies no tocas más el suelo. Encojo las piernas y dos metros más lejos poso los pies, de nuevo en el suelo.
Excitado por este ejercicio pido:
—¡Quiero volar más alto! ¡Quiero volar más alto!
Ellos entonces mueven la cabeza. Una expresión divertida en sus rostros. Un brillo amoroso en sus ojos, colocan una mano debajo de cada una de mis axilas y me alzan en el aire a más de un metro de altura. Yo lanzo una estentórea exclamación de júbilo. Me siento inmensamente feliz. Ellos, mis padres, se sienten también felices viendo que yo lo soy.
Mis padres se cansan antes que yo de este inocente juego físico. Me dejan de nuevo en el suelo. Me sueltan. Mi madre observa, jadeante:
—Cada vez pesas más, hijo.
—Así es, Julia, y un día, sin habernos dado casi cuenta será ya un hombre —mi padre, como si este hecho inevitable lo inquietase.
—Cierto, José, el tiempo corre demasiado rápido.
A mí no me preocupa lo que parece preocuparles a ellos. A mí me corre prisa por crecer y conseguir montones de cosas que creo me están esperando cundo me haga mayor
Llegamos al puesto callejero de las sandias y los melones. El vendedor es un hombre gordo, risueño, amistoso:
—Este año las sandías y los melones me han salido más dulces y melosos que ningún año anterior. Enseguida me darán la razón.
Padre le compra tres tajadas de sandía. El campesino espera a que les demos el primer bocado.
—¿Está riquísima o no la sandía? —interroga convencido de cuál será nuestra respuesta.
Nuestra respuesta es afirmativa y agradecida.
—¡Tiene usted las mejores sandías del mundo.
Al escuchar esto el vendedor rie contento, satisfecho.
Nos comemos las tajadas allí. Otra gente nos imita. Una vez terminadas tiramos las cáscaras en un barril que el hombre del puesto tiene colocado para este menester.
Madre saca de su bolso un pañuelo y limpia con él mi cara mojada. Se ríe. Le hacen gracia mis cómicas muecas. También mi padre muestra hilaridad. Sin duda alguna nos sentimos dichosos.
—Pequeño payaso —manifiesta mi padre con ternura.
Yo suspiro muy hondo. Es como si la inmensa dicha que siento me produjera un delicioso ahogo.
Una vez gozado este recuerdo lejano, regreso a la realidad y afronto mis preocupaciones con un ánimo renovado. He sido mi propio terapeuta psicológico. No os abruméis, queridos amigos. También vosotros podéis ser vuestro terapeuta psicológico.
A menudo, la vida es menos dura de lo que un juicio pesimista nos la hace parecer. Nada pierde uno tratando de ser animoso, y algo sí puede ganar.
En todo caso, este escrito mío lo ha impulsado una buena intención. Y aunque hay un dicho que pregona: Está el infierno lleno de buenas intenciones, me anima el creer que puede haber superior cantidad de buenas intenciones en el cielo.
(Copyright Andrés Fornells)