ESE EXTRAORDINARIO AMIGO QUE NUNCA QUERRÍA SEPARARSE DE NOSOTROS (MICRORRELATO)

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Al primer perro que tuve poco tiempo después de emanciparme de mis padres, le puse, de nombre, “Leal”. No tenía pedigrí. Era lo que vulgar-mente llaman un chucho. No era un animal muy inteligente. Sudé para conseguir enseñarle las cosas más simples, como sentarse o permanecer pegado a mi pierna derecha cuando lo sacaba a pasear. Yo no solía perder la paciencia ni enfadarme con él por lo torpe que era, porque poseía una maravillosa cualidad: me quería exageradamente. Me lo demostraba con su cariñosísima actitud y en las miradas cargadas de incondicional amor que me dirigía todo el tiempo.
Yo he sido siempre un gran amante de la naturaleza. Los fines de semana acostumbraba coger el coche y, llevando provisiones conmigo, pasar la mayor parte del día gozando de algún paraje que yo encontraba paradisiaco y, de ser posible, poco concurrido. Allí “Leal” se sentía inmensamente feliz. Se echaba carreras locas, hacía agujeros en la tierra blanda y recogía, hasta la extenuación, el palo que yo le tiraba. Y los ratos en que, cansado de disfrutar la visión del paisaje, yo me entretenía leyendo, él reposaba, confiado, apoyada la cabeza sobre mis piernas co-mo queriendo decirme: “Tú te evades de mí, pero yo no me evado de ti”.
Un sábado, después de compartir con “Leal” el contenido de la fiambrera que me había traído: pollo en pepitoria, corría un airecillo muy agradable, me entró sueño y decidí echarme una siestecita.
Cuando desperté “Leal” no estaba cerca de mí. Lo llamé y no acudió a mi llamada. Presa de una lógica inquietud lo busqué por mi entorno gritando su nombre. Desgraciadamente me alcanzó la noche sin haber podido yo localizarle. Para entonces me hallaba ya disgustadísimo y convencido de que alguien lo había cogido. Era tan manso y confiado, que cual-quiera podía haberse hecho con él, sin correr el menor peligro de que le agrediera. Tuve que rendirme a la tristísima evidencia de que lo había perdido irremediablemente.
La enorme congoja que este hecho me produjo me tuvo abatido durante días. Quienes amamos a los perros sufrimos la perdida de uno de ellos, como si nos arrancaran una parte del nosotros. Sin su presencia, la casa se había convertido para mí en un lugar solitario, triste y silencioso.
Transcurrieron dos semanas. Durante todo este tiempo me reproché infinidad de veces el no haberlo vigilado todo el tiempo, considerando que, de haberlo hecho, “Leal” seguiría estando conmigo.
Y una madrugada escuché unos gemidos en la puerta de la casita adosada donde yo vivía entonces. Primero pensé que mis sentidos estaban jugando conmigo. Aquel tipo de gemidos los realizaba “Leal” cuando, por las tardes, yo me retrasaba en prepararle y darle la comida.
Ni siquiera me detuve a calzar mis zapatillas. Corrí hacia la puerta, la abrí y allí estaba “Leal” loco de contento, meneando su rabo con tanta fuerza que me hizo temer pudiera terminar desprendérsele. Estaba sucísimo. No me importó lo más mínimo esta circunstancia. Lo abracé y le dije mil veces lo muchísimo que le quería y cuanto le había echado de menos. Él llevaba rodeando su cuello, en vez del collar suyo, una cuerda. Esto podía significar que alguien me lo había robado y mantenido preso hasta entonces en que, finalmente, “Leal” había conseguido librarse y recorrer los cuarenta kilómetros que lo distanciaban de mí. Como supo orientarse, desde tan larga distancia y llegar junto a mí, es una de esas increíbles proezas que solo son capaces de realizar los canes que aman a sus dueños hasta el punto de poder dar su vida por ellos.
“Leal” y yo no volvimos a separarnos hasta que, esa vida tan corta que la naturaleza les ha concedido a los mejores amigos del hombre, nos separó irremediablemente.

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