ESAS COSTUMBRES NAVIDEÑAS DE HACER REGALOS(RELATO)

ESAS COSTUMBRES NAVIDEÑAS DE HACER REGALOS(RELATO)

         Subieron al tren en la misma estación. Ocuparon asientos que estaban situados el uno al lado del otro. Ella llevaba puesta una chaqueta y falda azules y calzaba zapatos de tacón muy alto para ganar estatura y alargar sus piernas muy bien torneadas. Su vecino de asiento vestía un serio, elegante traje gris y cubrían sus pies unos zapatos acharolados negros.

  Al dar ella un paso adelante con la intención de colocar su bolsa de viaje en el portaequipajes, trastabilló, la bolsa se le fue de las manos y se estrelló en la cabeza del caballero despeinándolo.

       —Perdone. Lo siento muchísimo. Ha sido sin querer —se disculpó ella, apurada.

       —No tiene importancia —dijo él, amable—. Yo le coloco la bolsa ahí arriba.

      Él le puso la bolsa en el portaequipajes, se arregló el pelo y ocupó de nuevo su asiento. Ella le dio las gracias, y él le respondió que no las merecía. Ambos se acercaban a los cuarenta años y los dos tenían en común, además de la edad ser bien parecidos, gozar de un excelente humor y haber vivido intensa y gozosamente. 

      Transcurridos unos pocos segundos ambos demostraron ser personas extrovertidas y simpáticas. Mantuvieron desde el principio una conversación fluida que, habiendo empezado trivial, no tardó en convertirse en íntima.

       —Voy a pasar estas fiestas tan señaladas, en casa de mi hermano mayor que está casado y tiene tres hijos. Yo estoy soltero.

—Yo estoy también soltera —sonriéndole ella encantadoramente—.  Y voy a pasar estas fiestas tan señaladas en casa de mis padres que están ya jubilados.

—En estas fiestas es costumbre hacer regalos a las personas queridas. En vista de que no recibía ninguno, me he autorregalado yo una cosa que me gustaba —manifestó ella riendo encantadoramente.

—Coincidimos en eso —riendo el también—. Puesto que nadie me ha regalado nada me he autorregalado yo algo que me apetecía.

Llegados a este punto, le dieron rienda suelta a la hilaridad. Sus ojos, de pronto, quedaron presos. En ellos había aparecido un brillo especial. Ese brillo especial que surge entre dos personas desconocidas cuando repentinamente descubren que se gustan mucho.

—Si te digo lo que me he comprado yo, ¿me dirás lo que has comprado tú? —propuso él.

—De acuerdo. Me dará algo de vergüenza —ella ruborizándose—; pero bueno, lo haré.

     Él recuperó su bolsa de mano, que se encontraba al lado de la bolsa de ella. La abrió y sacó una caja cubierta con papel navideño y propuso:

—Abramos los dos nuestros regalos a la vez, vale?

—Vale.

—Yo te bajo la bolsa —galante él.

Ella sacó de su bolsa un paquete parecido al de él y envuelto asimismo con bonito papel de regalo.  Devueltas las bolsas a su sitio,  doblaron ambos el cuerpo el uno hacia el otro para poder quedar mejor frente a frente y observarse.

Él, con una excitación creciente, casi veinteañera, abrió su paquete y le enseñó a ella un pijama de seda azul con minúsculas figuritas de un Hércules que no llegaba a la desnudez total por la púdica presencia de un diminuto taparrabos.

Ella, embellecido su rostro con rubores juveniles, deshizo su paquete y le mostró a su compañero de viaje un precioso camisón semitransparente, cortito, de color rosa.

        Total, que mirándose los dos con embeleso y hablándose con absoluta franqueza, expusieron lo que deseaban hacer esa noche. Las consecuencias de su mutuo entendimiento las comunicaron inmediatamente a unos terceros.

Y él llamó al teléfono de su hermano y le dijo que retrasaría un día la llegada a su casa y posiblemente no llegaría solo. Y ella llamó a sus padres y les comunicó que retrasaría dos días su visita y, posiblemente, llegaría acompañada.

   Los dos pasajeros unidos por el azar pasaron la noche juntos en un hotel, durmieron muy poco, disfrutaron muchísimo y reconocieron que el mejor regalo de aquellas navidades había sido conocerse y amarse intensa y duraderamente.   

 (Copyright Andrés Fornells)

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