ENCONTRÓ UNA RAZÓN PARA ESCLAVIZARSE (MICRORRELATO)
(Copyright Andrés Fornells)
Abelardo Ríos durante la época invernal faltaba al trabajo con abusiva frecuencia. Su jefe no lo había despedido porque en su modesta agencia de viajes, Abelardo era el más eficiente de todos sus empleados. Abelardo era el que más viajes conseguía vender a las personas que entraban en el establecimiento en busca de información. Era capaz de describir como nadie las maravillas existentes en cualquier país sobre el que se interesase el demandante de información. Lo describía de un modo tan bello, tan apasionante, que convencía y despertaba el ardiente deseo de conocer todos los lugares por él descritos con su fluida, ilusionante, convincente verborrea.
Uno de tantos días invernales en que Abelardo faltó al trabajo, el dueño de la empresa encargó a Paloma Gómez, otra empleada suya, lo visitara y descubriese el motivo por el que Abelardo no había acudido a la agencia, alegando como otras veces una misteriosa razón: Estar aquejado de una obsesión contemplativa que lo esclavizaba.
—A ver si averiguas tú en que consiste esa misteriosa obsesión contemplativa suya, que él mantiene secreta y le priva de venir a trabajar —fue el encargo que le hizo su intrigado e irritado jefe.
Abelardo vivía en una apartamento antiguo, en bastante mal estado, cuyo mayor mérito consistía en un balconcito con vistas al Parque Central, un oasis de verdor en mitad de la populosa, ruidosa y contaminada ciudad.
A la llamada de Paloma, que había llegado hasta la vivienda de Abelardo Ríos protegiéndose con un paraguas del diluvio que caía, él la recibió cariñosamente.
—Pero, muchacha, ¿cómo se te ha ocurrido venir a verme con la enorme tromba de agua que está cayendo? —preguntó.
—¿Es que quería saber si te encuentras bien? —respondió ella mirándole con esos ojos chispeantes con que las mujeres miran a los hombres que les han desnivelado el corazón.
—Anda pasa, que te preparé un café. Estás temblando. Deja tu chorreante paraguas ahí —indicó él un paragüero situado junto a la opuerta.
Ella siguió su indicación, deliciosamente obediente. Abelardo Ríos preparó café para los dos y se lo tomaron sentados delante de la puerta acristalada del balcón viendo caer la lluvia.
—Paloma, ¿has visto en tu vida un espectáculo más hermoso que la lluvia cayendo del cielo? –comentó Abelardo rompiendo un largo silencio mantenido por ambos.
—No, Abelardo. Jamás he visto un espectáculo más hermoso que éste—reconoció ella tan embelesada como él.
A partir de aquel día, ninguno de los dos acudió al trabajo los días lluviosos pues por nada del mundo se habrían perdido el extraordinario, fantástico, fascinante espectáculo de ver, los dos juntos, llover. El jefe de ambos se resignó a seguir ignorando qué era la obsesión contemplativa de Abelardo, pues no podía permitirse perder a ningún empleado más.