EN EL NEGRO CORAZÓN DE LA MINA (RELATO)

EN EL NEGRO CORAZÓN DE LA MINA (RELATO)

         Antonio, como tenía por costumbre todas las mañanas de los días laborables, antes de marchar al trabajo besó a su mujer en la frente primero y después en los labios. Este gesto tenía profunda importancia para los dos. El beso en la boca significaba que la amaba y, el beso en la frente, que ella pensara en él y sus pensamientos lo protegieran.

Antonio vivía lo suficientemente cerca de la mina para poder marchar andando hasta ella. En el mismo caso estaban varios de sus compañeros. Encontró por el camino a tres de ellos. Ninguno habló del trabajo. El trabajo era únicamente un medio muy duro y peligroso de ganarse la vida, que aceptaban con fatalismo y resignación, por no conocer ningún otro, ya que todos ellos se habían criado alrededor de la mina y además eran hijos de mineros.

Se saludaron con los otros obreros que los esperaban para bajar juntos en el montacargas. Lo pusieron en marcha cuando estuvieron todos los que pertenecían al mismo grupo.

Durante los pocos segundos que necesitó para llegar abajo, únicamente se escuchó el ruido que producía aquel baqueteado artilugio. Tenían pocas ganas de hablar los del turno de la mañana. Acarreaban sueño y el tedio que produce el repetir continuamente lo mismo.

Llegados abajo, los mineros se internaron por el agobiante laberinto de interminables y estrechos túneles bajo tierra, con mortecinas lucecitas a intervalos.

En aquel mundo subterráneo jamás penetraba la luz del sol ni el aire limpio. Raíles, vagonetas, hombres con picos, palas y compresores se movieron alumbrados principalmente por las débiles linternas de sus cascos.

Escombros y una nube de polvo flotaba formando una tenue niebla. Los rostros se llenaron pronto de suciedad, y los cuerpos curvados sobre sus herramientas se bañaron de sudor.

El cobre incrustado en las paredes rezumantes mostraba su valioso verdor. Afuera, en la superficie, grandes chimeneas lanzaban al aire matutino espesas nubes de humo contaminante. Camiones cargados con rocas que, una vez trituradas en los molinos, iban a parar a los enormes hornos donde el cobre liberado flotaba sobre la superficie como negra y plateada escoria. Y trabajando dentro de aquel infierno, en condiciones infrahumanas, otro numeroso grupo de hombres.

Antonio, manejaba una de las taladradoras que, allí abajo producía un ruido ensordecedor. Diez años ejerciendo el mismo trabajo lo habían convertido en un hombre muy fuerte y resistente.

Al igual que muchos de sus compañeros, ocupaba su mente la familia que habían dejado atrás, en el mundo natural, normal, seguro. La mujer de Antonio estaba embarazada de siete meses. Sabían que era un varón el que esperaban. Paca y él estaban de lo más ilusionados. Era lo que querían tener.

Aunque era tradición en la familia suya que el hijo primogénito llevase el nombre del padre, Antonio había cedido en que el pequeño se llamase Leandro, como el padre de Paca, al que ella quiso muchísimo y que había muerto de silicosis el año anterior.

De repente, dentro de la mina se produjo una terrible explosión. Varias galerías se hundieron ahogando los gritos de terror y de dolor de los heridos y sepultados.

Afuera de aquel infierno, las sirenas sembraron la alarma con su penetrante sonido. Otra tragedia más en la que se veían involucrados los indefensos mineros.

Sus familiares salieron corriendo de sus casas con la angustia y el miedo pintado en sus rostros. Y las mujeres, sobre todo, gemían, lloraban y rezaban para que el Todopoderoso se apiadase de ellas y no las dejase viudas, huérfanas o solas.

E inmediatamente, los buitres despreciables y sin conciencia que se enriquecen con el sudor y la sangre de tantos trabajadores, disparaban en una alzaba espectacular el valor del cobre, aumentando con ello todavía más el tamaño de la montaña de riqueza que poseían.

(Copyright Andrés Fornells)

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