EMMA SABÍA DEMASIADO (RELATO NEGRO AMERICANO)
Emma era joven y bonita. Estaba muy asustada porque sabía demasiado. Y tomó la urgente decisión que consideró era la única posible para salvar su vida pues corría un serio peligro de perderla.
El tren que precipitadamente cogió pasada la medianoche la alejó 1200 kilómetros del punto de partida. Descendió del convoy y entre el aturdidor gentío de la estación de una ciudad desconocida para ella hizo rodar su enorme y pesada maleta hasta el exterior donde se hallaba una larga fila de taxis.
Al detenerse delante del vehículo que se hallaba a la cabeza de todos ellos, el taxista le atendió inmediatamente cogiendo su maleta y metiéndola dentro del maletero. Ella esperó a que lo cerrara, y solo entonces tranquila con respeto a su equipaje ocupó uno de los asientos traseros del vehículo.
—¿A dónde la llevo, señora?
Ella le pidió entonces:
—Lléveme a una pensión que no sea muy cara y no se encuentre en ningún barrio peligroso.
El conductor profesional había recibido varias veces, anteriormente, peticiones de aquel tipo.
—Hay un motel que no se halla muy lejos del centro de la ciudad y está muy bien de precio. He llevado a menudo clientes allí, y han quedado contentos.
—Muy bien. Vamos a ese motel.
Su actitud temerosa y tímida, hizo sospechar al taxista que podía tratarse, a pesar de las buenas ropas que lucía, de una chica pueblerina venida a la ciudad con la esperanza de encontrar un buen empleo y quizás un marido rico. Trató de sonsacarle información a este respecto, pero ella, empleando evasivos monosílabos y silencios no satisfizo su curiosidad.
Media hora más tarde el taxista detuvo su vehículo delante de la puerta del Motel Cleveland. Después de haberle ella abonado la carrera, él tuvo la amabilidad de llevarle la maleta hasta la pequeña recepción detrás de la cual había una mujer obesa que la observó expectante, sin devolverle la sonrisa que la recién llegada le dedicó.
—¿Cuánto cobran por una habitación individual?
La respuesta que recibió satisfizo a Emma y decidió:
—De acuerdo. Me alojaré aquí.
—¿Por cuántos días?
—No lo sé. Dependerá de si encuentro un trabajo muy cerca o muy lejos de aquí.
No gustó esta respuesta suya a la que parecía ser la dueña de aquel negocio, pues le señaló:
—Voy a cobrarle el día de hoy y un depósito de cincuenta dólares para cubrir los posibles desperfectos que haga en el mobiliario o en la lencería. En mi casa los pagos se hacen por adelantado. De las habitaciones, a los clientes que no avisan antes de las doce del mediodía, que van a seguir ocupando la habitación, les sacamos sus pertenencias fuera y alquilamos la habitación a otra persona.
Cohibida por esta advertencia y la poco amable actitud de aquella mujer, Emma decidió dejar pagados dos días. Después de haber cobrado, la mujerona, que le dijo llamarse señora Fillmore, la acompañó hasta su habitación, y añadió lo que le cobraría por cualquier cosa que rompiese o quemase si era fumadora.
—No fumo.
—Mejor para usted —igual de desagradable todo el tiempo.
Al quedarse sola, lo primero que Emma hizo fue cerrar la puerta con llave. Se sentía cansadísima y aterrada. Tenía dinero para mantenerse como mucho un mes y si no encontraba durante ese tiempo un empleo no tenía ni idea de lo que podría ser de ella. Esto, añadido a la no improbable posibilidad de que la encontrara algún esbirro, que Jesse el Duck de buen seguro enviaría en su busca para que la silenciase para siempre, aunque ella no albergaba intención alguna de contar a nadie lo que sobre él y sus delictivos negocios conocía.
Esperaba la ayudase a no ser localiza el uso de un nombre falso y los cientos de kilómetros de distancia puestos por medio.
No hizo intención de abrir su maleta. No le corría prisa deshacerla y colocar algunas ropas en el armario y en la pequeña cómoda con el barniz desgastado y manchado. Ambos muebles muy baqueteados. Se acercó a la cama individual y se desplomó de espaldas encima de ella. Los crujidos que produjo su acción cesaron cuando quedó inmóvil.
La tensión de todo el día la habían dejado agotada, sin fuerzas. Realizó un esfuerzo mental pretendiendo tener pensamientos positivos, agarrarse a lo que tan desesperadamente necesitaba: la esperanza de que no dieran con ella. Ni se apercibió de en qué momento había comenzado a llorar.
No había podido ver a George Kenneth. Había llamado a su móvil, varias veces, encontrándolo todo el tiempo apagado. Él quizás la hubiese ayudado. Lo creía enamorado de ella. Llevaban dos semanas acostándose juntos algunas noches, amándose como nunca antes habían amado a nadie.
Por lo menos así se lo había confesado él, y por parte de ella era totalmente cierto. No volvería a verlo nunca más y esto le dolía. Le dolía mucho. Todo dolía mucho. Especialmente la posibilidad de morir a los veintitrés años, la edad que ella contaba ahora. Una cría diría su madre si todavía viviese.
Cuando murió su padre, ella tenía solo ocho. Una vez superado el pesar de esta pérdida, vivió una niñez y adolescencia despreocupada y feliz. Poseían una tienda en la que vendían ropa infantil, establecimiento que por estar situado en la zona céntrica de la ciudad, les daba para vivir dignamente. Eso creía ella hasta que aparecieron los acreedores exigiendo el pago de las deudas contraídas, sobre las que ella no tenía el menor conocimiento. Esto tuvo lugar al poco de fallecer su madre, cuando tan sola y desdichada se sentía por su pérdida.
Pagó las deudas de los acreedores más exigentes y no tardó en colocarse de dependienta en una tienda que vendía, entre otros artículos para mujeres, bolsos de gran lujo.
Allí fue donde una tarde conoció a Richard y creyó que sus sueños más fantasiosos podían convertirse en realidad. Richard entró en el establecimiento donde ella trabajaba, acompañado de una conocida, bellísima actriz. Mientras la famosa joven manoseaba todo el género allí expuesto, él le dirigió una mirada profunda, en la que ella pudo leer evidente admiración.
Con ello consiguió turbarla, ponerla muy nerviosa. Él era joven, guapo y por la indiferencia con que pagó el caro bolso escogido por su acompañante, rico también. Se encaminaron los dos a la salida. La actriz contenta con el regalo. Él sonriendo burlonamente. Y a ella, que les siguió con la vista, sufrió la decepción de que él no volviese la cabeza y la mirara.
Se llamó estúpida por haber esperado que lo hiciera. Media hora más tarde él regresó solo y, mientras la contemplaba con manifiesto interés, le preguntó dos cosas: a qué hora terminaba su trabajo y si quería cenar con él esa noche.
Ella, totalmente fascinada por su irresistible virilidad, aceptó sin pensárselo. Y a la hora acordado, el cuento de hadas que a ella le parecía estar viviendo se lo elevó todavía más al ver que él era dueño de un Ferrari impresionante.
Galante le abrió la puerta del asiento del acompañante y la invitó a ocuparlo. Ella ahogó un suspiro de felicidad, para que él no descubriera su maravillado estado de ánimo y pudiese pensar de ella que experimentaba inferioridad frente a su opulencia.
Se dijeron los nombres antes de que él arrancara su lujoso y veloz coche.
—Emma.
—Quincy.
Se dieron la mano. Debió ser su imaginación la que le hizo experimentar que la mano de Quincy abrasaba.
La cena en un restaurante de lujo acabó de maravillarla. Y se le rindió incondicionalmente, perdida toda capacidad de fingir que no se había enamorado totalmente de él. Aquella noche se acostaron juntos. Emma se entregó Quincy en cuerpo y alma. El acto sexual fue para ella lo más sublime de todo cuanto le había acontecido en su vida. Y creyó, por su apasionada reacción, que a Quincy le había ocurrido lo mismo que a ella.
Y a partir de ese día lo amó tan intensa y ciegamente, que le perdonó todo. Le perdonó que bebía más de la cuenta, que consumía cocaína y esta adicción influía en su proceder, en sus cambios de humor bruscos y, en ocasiones dolorosos y hasta denigrantes para ella.
Le hacía también confidencias que la asustaban. Los negocios millonarios de su padre, ilegales la mayoría de ellos conseguidos por medio de sobornos a importantes políticos. Y la parte que él tomaba en todo ello.
Ella reaccionaba asustándose y temiendo que por culpa de los negocios ilícitos de su padre, Quincy pudiese terminar en la cárcel. También sufría mala conciencia, miedo de lo que podía ocurrirles si eran descubiertos por la policía, pero el amor ciego, incondicional, que le profesaba no le permitía abandonarle y en absoluto denunciarlo.
Inesperadamente, apareció un grupo de narcotraficantes venidos de Colombia, firmemente dispuestos a quitarles el mercado al padre de Quincy y sus colaboradores. Los colombianos estaban muy bien organizados y dispuestos a todo.
No tardó en producirse un enfrentamiento armado entre los recién llegados y el bando que dirigía Jorge, el padre de Quincy. Este enfrentamiento tuvo lugar en el muelle principal de la ciudad. El resultado, tres muertes por parte del bando contrario y dos del lado del padre de su novio; uno de los muertos fue Quincy, el hombre que ella amaba tanto que le perdonaba siempre el mal trato que, en ocasiones la daba, y que alternaba con días de tratarla como a una reina y hacerle regalos muy caros.
Ella, profundamente afligida con su muerte, lloró por Quincy ríos de lágrimas. La ceremonia de su entierro fue extremadamente luctuosa. Asistieron a la misma todos los empleamos de Jorge, el padre del muerto, y un buen número de familiares y amigos.
La madre de Quincy, con la que ella había hablado un par de veces, durante el entierro la trató con cierto afecto. Su marido, en cambio, la ignoró mostrándole una actitud altiva, desdeñosa, dándole la impresión de que pretendía, en cierta manera culparla de la muerte de su hijo. No tuvo una sola palabra para ella y le dirigió una mirada tan fría, tan terrible que toda ella se estremeció de miedo.
Quien estuvo a su lado durante todo el sepelio fue Richard, compañero de universidad de Quincy, con el que compartía la explotación de una pequeña empresa constructora. Quincy le había presentado a Richard como su mejor amigo. Lo había invitado una noche a cenar con ellos dos y habían simpatizado.
Al terminar el entierro, durante el cual, de no haber sido por el apoyo que recibió de parte de Richard, en un par de ocasiones que había estado a punto de desvanecerse, habría rodado por el suelo. Consciente de que ella no estaba en condiciones de conducir, ofreció llevarla a su casa.
Aturdida, abatida por la desgracia, ella aceptó subir al coche de Richard y que él la condujera hasta el apartamento en el que había vivido juntos, los últimos meses, Quincy y ella.
Una vez allí, Richard le preparó una tila. Mientras ella la tomaba, sentados ambos frente a frente en el salón, él le advirtió de que corría un gran peligro. Tenía serias sospechas de que el padre de Quincy podía encargar a alguien la misión de matarla.
—Ese mafioso conocía bien a su hijo. Conocía lo charlatán y fanfarrón que era. Debe considerar que tú sabes demasiadas cosas sobre sus negocios y representas un gran peligro para él si te vas de la lengua.
—Yo nunca diré nada a nadie de lo que sé —aseguró ella muy asustada.
—Él no lo creerá así. Y querrá estar seguro de que no hablarás, sellando tu boca. Emma, yo, en tu lugar, huiría bien lejos y lo más rápido que pudiera. Para ese hombre, una vida humana no vale absolutamente nada. Tiene varias muertes sobre su conciencia. Entre ellas la de su hijo, por involucrarlo en sus negocios.
—Tengo muchísimo miedo, Richard. Quédate conmigo esta noche, por favor —suplicó Emma toda temblorosa.
—De acuerdo. Yo no permitiré que te suceda nada malo —prometió él.
Richard se acostó en el sofá del salón, mientras Emma lo hacía en la cama del dormitorio. Llevaba él un rato incapaz de conciliar el sueño por lo incómodo y preocupado que estaba, cuando Emma vestida con un camisón semitransparente se le acercó y le dijo, arrebolado de vergüenza su rostro, trémula la voz:
—Aquí estás muy incómodo. Estarás mejor en mi cama y yo me sentiré más segura.
Él aceptó de inmediato la invitación. Y durante la noche ella, temblorosa, asustada por las pesadillas que invadían su mente se le abrazó. El contacto de sus cuerpos y la mutua atracción surgida entre ambos, dio como resultado que terminaran haciendo el amor y descubriendo que un arrollador sentimiento espiritual y físico les unía de un modo irresistible, inevitable.
Cuando despertaron por la mañana y a las primeras luces del día sus ojos quedaron presos declararon de un modo espontáneo, primero él y después ella:
—Te quiero.
—Y yo a ti.
Ella preparó desayuno para los dos y mientras lo consumían conversaron sobre la mutua, poderosa atracción surgida entre ambos. Emma agradeció el apoyo de él en un momento que tanto lo necesitaba. Y consideró cuan diferentes eran Quincy y Robert.
Quincy era la fascinación, el entusiasmo explosivo, el capricho momentáneo. Richard era serio, valiente, cariñoso y un extraordinario amante. Con él había experimentado un mar de placer desconocido por ella hasta entonces. Sin embargo, no podía librarse de ciertos remordimientos por lo rápido que se había entregado íntimamente a otro hombre solo un par de días después de la muerte de Quincy.
Pero trató de justificarse pensando: <<En los sentimientos no se manda, son ellos los que mandan en nosotros>>.
Robert tuvo que marcharse a su trabajo. Antes de irse le recomendó:
—No salgas hoy a la calle ni le abras la puerta a nadie. Llama a mi móvil diciéndome todo lo que necesitas, y al mediodía te lo traeré. ¿De acuerdo?
Ella asintió con la cabeza. Se despidieron con un beso apasionado, beso que les demostró que la poderosa atracción de la noche anterior continuaba igual de viva, de poderosa en ellos.
Esa misma mañana, mientras en la cocina, limpiando la vajilla que había usado en su desayuno, rememoraba Emma los últimos acontecimientos que habían tenido lugar en su vida, la sobresaltó la musiquilla de su teléfono móvil.
Examinó el número aparecido en la pequeña pantalla. Le era desconocido. Tuvo un momento de duda. Pensó que podía ser Robert el que llamaba, pues él le había dado el de su móvil, pero ninguno de un teléfono fijo suyo de su oficina donde debía hallarse en aquel momento. Con un temblor de inquietud recorriéndola entera, abrió línea. La persona que llamaba se identificó:
—Hola, muchacha, soy Brianna. Mira, por el cariño que mi hijo te profesaba, voy a darte un aviso que podría costarme muy caro si supieran que lo has recibido de mí. Escucha, coge inmediatamente tus cosas y márchate lo más lejos que puedas, antes de que te maten, pues eso te van a hacer. Vete ya, ahora mismo, y no pierdas un solo segundo.
—Pero ¿por qué han de querer matarme? —aterrada.
—Porque sabes demasiado. Mi desdichado hijo te tenía una gran confianza y no guardaba ningún secreto para ti. Y hay gente que teme puedas hablar con la policía y perjudicarles muchísimo.
—Pero, señora, yo nunca haré una cosa así.
—Pueden forzarte con torturas, niña inocente. No te repetiré el consejo: Vete enseguida si quieres conservar tu vida. Adiós.
Ella creyó por completo lo que acababa de advertirle esta mujer. Y haciéndole caso había huido dejando atrás, con dolor de su corazón, al nuevo hombre que con tanta fuerza había entrado en su vida. Temiendo por la seguridad de ambos decidió no llamarle no fueran a tenerle intervenido el teléfono suyo debido a los negocios que había tenido con Quincy.
Al día siguiente de su llegada al motel, Emma comenzó a buscar trabajo. Pronto descubrió que no era tarea fácil encontrar uno que le conviniera. Al final, transcurrida una semana, se conformó, de momento con el puesto de dependienta de una tienda de recambios de automóvil, donde alternaba el trato con el público y la contabilidad de este modesto negocio.
Su dueño, un anciano de carácter retraído y seriedad monástica, la trataba con educación y paciencia. Cuando llevaba allí algo más de un mes, Emma había aprendido los nombres de las diferentes piezas que tenían reunidas allí, así como el lugar que ocupaban en los estantes,. Su patrón le concedió mayor confianza y decidió que se ocupara ella todo el tiempo de atender a los clientes.
—Prefieren ver tu cara bonita que la mía de cascarrabias. Desde que te tengo conmigo las ventas han aumentado. Te voy a subir el sueldo.
—Me parece estupendo. Podré comprarme un teléfono móvil nuevo y dar de baja el mío viejo que prácticamente no funciona desde un día que se me cayó al suelo.
La tienda de recambios cerraba al público los sábados por la tarde y el domingo el día entero. Emma continuaba alojada en el motel, pero pensando ya en buscarse un alojamiento mejor que podría pagarse con el nuevo incremento de sueldo que empezaría a cobrar la semana siguiente.
La gorda propietaria del motel le había cogido confianza y le permitía usar su lavadora los sábados por la tarde. Emma se hallaba en su cuarto la tarde de uno de esos sábados metiendo en una bolsa la ropa que quería llevar a la lavadora de la señora Fillmore, cuando sonaron unos golpecitos en la puerta.
El cristalito de la mirilla había sido inutilizado por alguien, antes de que ella ocupara aquella habitación, así que no tenía posibilidad ninguna de ver quien llamaba hasta abrir la puerta. Así que la abrió y se llevó una extraordinaria sorpresa. El que había llamado era Robert.
—Tú… —logró balbucir incrédula.
El recién llegado se limitó a asentir con la cabeza, sus ojos recorriéndola con un brillo amoroso en ellos.
—Me ha costado mucho dar contigo. Debiste llamarme y decirme que te ibas.
—Tuve miedo de que tuvieran pinchado tu teléfono, me localizaran y acabaran con mi vida y también con la tuya. La madre de Quicey me avisó de que querían matarme y me aconsejó huyese lo más rápido posible, si en algo apreciaba mi vida. Y eso hice. Y no te llamé por miedo a que me localizaran por el móvil y también por miedo a ponerte a ti en peligro —ella mostró el temor que sentía en las palabras siguientes—: Si tú me has localizado, también podrán localizarme ellos.
—No creo que puedan. Ellos no pudieron encontrar el bloc de notas donde tú cometiste el error de escribir el nombre de esta ciudad y la hora del tren que seguramente cogiste.
—Oh, qué terrible error el mío —lamentó ella.
—Fue un error maravilloso porque me ha ayudado mucho para poder localizarte.
Sus ojos encadenados mostraban que la distancia y el tiempo transcurrido no habían cambiado sus sentimientos.
—¿Vas a quedarte mucho tiempo? —quiso saber ella sintiendo la ternura que le transmitían las manos de él apresando las suyas.
Robert esbozó la sonrisa divertida que a ella tanto le encantaba y dijo:
—Si tú así lo decides, me quedaré para siempre contigo. He vendido la parte del negocio mío por lo que quiso darme el comprador, que no hará falta te diga quien ha sido.
—El malvado padre de Quincey —adivinó Emma.
—Bueno, ahora que ya hemos aclarado esas cosas, si no me das pronto un beso entenderé que no te alegra que haya venido.
—¡Tonto! Muero de felicidad de que estés aquí conmigo.
Y se dieron un beso apasionado y gozoso, seguido de varios más antes de rodar abrazados sobre la cama que recibió el peso de ambos con unos crujidos de protesta.
(Copyright Andrés Fornells)