ELLA NUNCA LE DIJO QUE TENÍA MARIDO (RELATO NEGRO)
Hellen Laurent se ligó a Montgomery Lodge en una heladería. Le resultó tarea muy fácil. Ella era guapa, poseía un cuerpo altamente sensual y una mirada muy provocadora. Estaban en verano, era media mañana, ambos ocupaban sendas mesas pequeñas en una terraza céntrica y se hallaban situados frente a frente. Hellen terminaba de disfrutar de un rico helado variado. Montgomery esperaba a que, el muy atareado empleado del negocio encontrara tiempo para atenderle.
Hellen estuvo pendiente de Montgomery y cuando éste volvió el rostro hacia ella, le sonrió, se abrió de piernas y ocasionó con esta atrevida acción pudiera él admirar sus bien torneadas piernas y su sexi, exigua prenda interior, negra como el carbón del paraíso.
El reclamo ofrecido por ella resultó irresistible para él. Montgomery alzó la mano, agitó graciosamente los dedos a modo de saludo y le devolvió la sonrisa. Hellen levantó las bien arqueadas cejas formando con ello un claro gesto de interrogación. Montgomery creyó interpretarlo correctamente, abandonó su mesa, caminó hasta la de ella y dándose aires de seductor le dijo:
—Hola, preciosa. Parece que estás sola —ella, risueña, asintió con la cabeza y él añadió—: También yo estoy solo. Pienso que si nos hacemos mutua compañía dejaremos de estarlo, ¿no lo crees así?
—Lo creo así. Leo en tu cara que estás necesitado de sexo —ella yendo directo al grano.
Montgomery interpretó, por su descarada actitud y sus palabras, que ella era una prostituta.
—¿Cuánto me vas a cobrar? —quiso saber.
—¿Y tú a mí? ¿Cuánto me vas a cobrar? —con divertida ironía ella.
Este juego de palabras estaba contribuyendo a subirle a él la excitación.
—Nada. No pienso cobrarte nada.
—Trato hecho pues. ¿Dónde quieras que vayamos ahora?
—Podemos ir a mi casa. No hay nadie allí.
—Perfecto.
—Iremos en mi coche —propuso ella.
—Estupendo —encantado él.
Hellen había terminado ya su consumición y Montgomery despidió al empleado que hasta ahora no había podido llegar junto a él. Hellen tenía aparcado su utilitario en una calle cercana. No habían hablado durante ese corto recorrido, pero sí intercambiado miradas prometedoras y sonrisas de mutuo agrado.
Subieron al coche de Hellen. Montgomery se tomó la libertad de colocar su mano derecha, suavemente, sobre el muslo izquierdo de ella que lo aceptó de buen grado, aunque avisándole:
—Nada de caricias que me distraigan, guapo. Que es muy denso el tráfico y no queremos tener un accidente. ¿Cierto?
—Cierto. De momento, con este contacto me conformo —rio él encantado con la situación.
Durante el trayecto mantuvieron una charla breve, generalizada, evitando entrar en lo personal. La finalidad de aquel encuentro era, por parte de ambos, únicamente el goce sexual sin complicaciones ni proyectos futuros. En lo personal, Montgomery estaba felizmente casado y, Hellen también, aunque ni el uno ni la otra mencionaron este hecho, considerando no debía ser tema de interés para ellos.
Montgomery estaba unido a una mujer fría y consentidora a la que importaban poco sus infidelidades. El sexo no le significaba ningún placer, le significaba sacrificio, cansancio y repugnancia. Hellen, por el contrario, disfrutaba enormemente acostándose con hombres y tenía un marido celoso en extremo.
El apartamento de Hellen era pequeño, acogedor y coqueto. Lo tenía muy limpio y ordenado. Ella era una buena ama de casa. Condujo a Montgomery directamente al dormitorio y le advirtió complaciéndole con ello:
—Me gusta ir directamente al grano. El besuqueo agotador y los preliminares interminables los consideró una total pérdida de tiempo que practican los adolescentes porque se creen eternos y no les importa por ello, eternizar una sesión de sexo.
—Pensamos igual —coincidió Montgomery imitándola en lo de irse desnudando y dejando sus prendas de ropa encima del mismo sillón que las dejó Hellen.
Una vez desnudos ambos, y reunidos encima de la confortable cama de matrimonio iniciaron con pasión y entusiasmo el acto sexual. Ambos demostraron experiencia y fogosidad llegando a la extasiante culminación con notorias explosiones de placer.
Se felicitaron mutuamente y, después de un breve descanso, Hellen cometió el error de olvidarse del inexorable paso del tiempo, olvidarse asimismo de mirar la hora que marcaba el reloj-despertador que tenía situado en lo alto de la mesita de noche, e iniciar un nuevo y por cansancio acumulado y ganas de recrearse en su realización, más lento intercambio de caricias con su amante circunstancial.
Justo habían iniciado el gozoso y ardiente ensamblaje que iba a conducirles a la cúspide del placer carnal, cuando un hombre entró en la casa. En el fragor de su fogosa tempestad ninguno de los dos se apercibió de este hecho.
El recién llegado llevaba puesto uniforme de policía y, nada más dejar sobre el mueble del recibidor el manojo de llaves, con una de las cuales había abierto la puerta, había escuchado las exclamaciones de placer que emitían las bocas de su consorte y de un extraño.
La ira impactó su cabeza como si fuera una durísima pelota de golf disparada por el perverso destino. Inmediatamente un dolorosísimo martilleo se inició en sus sienes. Sin embargo, por el inmenso, demencial amor que le profesaba a Hellen espero, afuera sufriendo una insoportable tortura, hasta escuchar finalmente el ruidoso éxtasis de los adúlteros.
Entonces sacó su pistola de la funda y esperó de pie con el arma en la mano a que salieron ambos del dormitorio. Aparecieron ambos vestidos, sonrientes, saciados. Montgomery delante, Hellen detrás. Los dos vieron, al mismo tiempo, al que estaba apuntándoles con un arma.
Su mujer, precavida, se dejó caer de espaldas al suelo. Inmediatamente su marido comenzó a disparar a Montgomery. Sus gemidos de dolor disminuyeron con cada nueva bala que penetraba en su cuerpo. Siete en total, su número de la buena suerte antes de haber llegado a este trágico momento. Para cuando se desplomó encima de Hellen, estaba ya muerto.
Ella se quitó de encima el cadáver del hombre que acababa de asesinar su marido y cuya inerte cabeza hizo un ruido lúgubre al chocar con el bonito enlosado.
—No te esperaba tan pronto, cariño —dijo ella desentendiéndose del muerto y rodeando el cuello de su esposo, todavía armado, y colmándole de apasionados, amorosos besos, el rostro y el cuello.
Él recibió sus caricias con expresión complacida.
—Estábamos cerca de aquí Frank y yo, tenía muchas ganas de verte y abandoné el servicio media hora antes de mi horario de todos los días —explicó su temprana aparición al tiempo que, por encima del hombro miraba al muerto y la regañaba blandamente—: Cariño, procura no ser tan concupiscente, este es el segundo desconocido que me he cargado esta semana y solo estamos a jueves.
—Los peces del rio Hudson nos lo agradecerán, mi vida. Se pondrán gordos como globos —apartando ella su rostro unos centímetros del suyo para sonreírle pícaramente.
—Demasiado gordos a este paso. Ve a ducharte, a limpiarte bien limpia que, cuando termine de hacer un fardo con este cerdo. Te haré cumplir conmigo tus deberes conyugales.
Ella se apartó de su marido y dirigió sus pasos hacia el cuarto de baño contoneando provocadoramente sus voluptuosas nalgas, sabedora de que su hombre la estaba contemplando con ojos llameantes de pasión. Al llegar delante de la puerta del cuarto de baño se volvió hacia él y encantadoramente coqueta le preguntó:
—Cariño, ¿qué perfume prefieres que me ponga: “Noches del Edén” o “Vergel afrodisíaco”?
—El ultimo que has dicho. Y aligera que yo termino en un santiamén, pues por tu culpa he adquirido una práctica exagerada en esto de empaquetar muertos.
(Copyright Andrés Fornells)