ELLA ERA RUBIA Y TENÍA UN GATO NEGRO (RELATO NEGRO AMERICANO)

ELLA ERA RUBIA Y TENÍA UN GATO NEGRO (RELATO NEGRO AMERICANO)

        Ella se llamaba Peggy, y su gato Vigilante. Era rubia natural y poseía un cuerpo bien provisto de los exuberantes encantos que despiertan, en los hombres sanos y fogosos inmediatos deseos de compartir cama y hacer en ella cosas más activas que dormir.

Peggy no ejercía de prostituta, aunque tenía adquiridas las experiencias sexuales de encuentros cameros con varios hombres y un par de mujeres que todos ellos le despertaron el capricho.

Poseía en el barrio en el barrio Mountainside un apartamento pequeño y coqueto. No trabaja, vivía bastante bien con el dinero que con sus zalamerías le sacaba a su anciano, consentidor padre, accionista de un par de empresas muy prósperas.

         Richard conoció a Peggy de un modo casual. Coincidieron los dos en una fonda situada en una zona muy popular de la ciudad. Richard era un vividor que, cuando la necesidad de dinero lo apretaba, no le importaba delinquir.

Su carácter agresivo y un tanto bravucón  le había creado algunos enemigos peligrosos, debido a esto, cuando salía de noche iba armado y mentalizado para defender su vida llevándose por delante a quien lo considerase necesario.

Musculoso y no mal parecido, solía tener bastante éxito con las mujeres a las que en materia de sexo sabía satisfacer plenamente.

       Nada más entrar en la casa de comidas, Richard le preguntó al atareado y sudoroso camarero si quedaba alguna mesa libre. Este empleado cobraba un plus por cada cliente atendido por él, motivo por el cual procuraba no se le escapase ninguno.

       —Libre no hay ninguna. Pero hay una mesa ocupada por una persona sola. Puedo pedirle que la comparta contigo. Ven, le preguntaré.

       Peggy apartó sus ojos del pedazo de merluza, que acabado de cortar y tenía pinchado en el tenedor, para fijarlos en el camarero y su acompañante recién detenidos junto a su mesa.  El primero de los dos le pidió si tenía inconveniente en compartir su mesa con el caballero que le acompañaba pues no disponían de más sitio libre.

Ella clavó su mirada en el anguloso rostro de Richard y su aspecto insultantemente varonil, la hizo estremecer por dentro. Sin embargo, cautelosa, pronunció un escueto:

        —Bueno…

        —Gracias —igual de lacónico Richard. Tomó asiento quedando frente a ella y volviéndose al camarero ordenó—:Tráeme una caldereta de cordero y media botella de vino tinto de la casa.  

        —Marchando.

        Se alejó, rápido, el empleado. Richard colocó los codos encima de la mesa, unió sus fuertes manos por debajo del duro mentón, y su fría mirada recorrió la parte del local que podía alcanzar su vista. No vio a nadie que él conociera.

         Peggy siguió comiendo mientras observaba, disimuladamente, por el rabillo del ojo, al desconocido situado delante de ella. Le excitaba el poderío erótico que intuía en él.

         Por su parte, Richard nunca había dejado de intentar ligarse a una mujer que le atrajera. Empleando un tono casual, relativamente amistoso, le preguntó de un modo directo:

         —Oye, ¿vistes de negro por luto, o por gusto?

         Ella esperó a tragarse lo que estaba masticando, para levantar la cabeza y clavarle sus grandes, bonitos ojos claros.

         —Me gusta vestir de negro. Y a ti, el traje que llevas, si en vez de azul fuera negro, te favorecería más. El negro resalta más la blancura y palidez de nuestro rostro. Porque aprecio que tú tampoco eres una persona de esas que se estropean y oscurecen la piel exponiéndola mucho tiempo a los perniciosos rayos solares.

         Peggy acompañó sus palabras de media sonrisa seductora, aunque consideraba que con aquel individuo debía ir con cautela. La expresión de su granítica cara fluctuaba entre lo serio y lo hosco.

         —No. No me gusta tostarme al sol. Y si no te gusta mi traje, regálame tú uno negro —impertinente él, torciendo sus labios gruesos, crueles.

          —¿Acaso eres un gigoló?

          —No me importaría serlo.

         Se enfrentaron sus miradas. Había tanta fuerza en la de Richard, que Peggy fue la primera en desviar la suya.

         Llegó el camarero con lo que Richard había pedido. Peggy esperó a que se retirara, para desearle a Richard, con un punto de ironía:

         —Qué aproveche.

         Él no le contestó y empezó a comer con excelente apetito y sin hacer alardes de buenos modales, cogiendo con los dedos piezas de carne en vez de hacer uso de los cubiertos. A pesar de ello, a Peggy, su forma de comer no le resultó repugnante.

         Durante varios minutos, los dos se dedicaron a dar buena cuenta de los alimentos que contenían sus platos. Terminaron casi al mismo tiempo. Ella se dejó parte de la merluza.

          Volvieron a enlazar sus miradas. Un brillo divertido apareció en los ojos de Peggy al decir:

         —No voy a comprarte un traje, pero sí te pagaría gustosa un café.

         —Gustosa… ¿Muy gustosa? —él desafiándola, encajando sus fuertes mandíbulas.

         A Peggy la fascinaban los hombres poderosos, dominantes. Los hombres realmente fuertes, duros, que la sometían y vencían sexualmente, y éste desconocido podía ser uno de ellos.

        —Muy gustosa —y realizó una aproximación esbozando una sonrisa y golpeándole suavemente con las palmas de sus manos los dorsos de las manos de él que ahora reposaban encima de la mesa.

         —¿Sabes lo que yo haría muy gustoso? —Richard esperó la reacción de ella, que se produjo con una interrogante elevación de cejas—. Follarte hasta que dijeras basta.

         Lo dijo con voz y mirada ardiente.

         —No te andas con rodeos, ¿eh?Sintiendo que la pasión de él le encendía a ella la entrepierna, hizo señas al camarero y cuando éste llegó junto a la mesa sacó del interior de su bolso una tarjeta de crédito y le ordenó—: Cóbrate la cena del caballero y la mía.

          Marchó el empleado hacia donde se encontraba el cajero. Peggy y Richard se escrutaron los ojos esbozando ambos enigmáticas, maliciosas sonrisas.

          —Tienes una bonita peca en la punta de la nariz —señalándola él.

          —La tengo, y muchas más pecas repartidas por todo mi cuerpo —provocadora ella.

          —Me gustaría mucho verlas —mostrando él en una sonrisa lujuriosa su blanca dentadura.

          —¿Tú no tienes nada escondido?

          —Sí tengo, y te lo enseñaré cuando tú me enseñes tus pecas.  

          El camarero estaba de nuevo junto a ellos. Peggy firmó donde le dijo el empleado del restaurante. Ella y su circunstancial compañero de cena se levantaron de sus asientos. Los zapatos de altos tacones de ella permitían que igualaran la estatura.

        —¿Tienes coche? —quiso saber Peggy.

        —Afuera lo tengo.

        Él poseía un automóvil robado al que había quitado sus matriculas y colocado otras sacadas de un cementerio de coches.

        —Vivo cerca de aquí, ¿quieres llevarme? —propuso Peggy, que no gustaba después de toda una noche de sexo tener que abandonar la casa de quien se había acostado con ella.

         —Contigo yo voy hasta el fin del mundo —acompañándose Richard de una carcajada lobuna.

        Era muy intenso el tráfico y Richard se tuvo que centrar principalmente en la conducción, cuando habría deseado comenzar a meterle mano a la mujer que sentada a su lado lo enardecía con su exótico perfume y su falda intencionadamente subida hasta lo alto de sus muslos llenos, blancos, cremosos.

        —¿Te gustan los gatos? —rompió ella el silencio mantenido por parte de ambos.

        —Nunca he tenido ni gatos ni perros —frenando él en un semáforo y echándole una apreciativa ojeada a sus piernas.

        —Yo tengo un gato muy lindo que me adora y al que yo quiero y mimo muchísimo.

         —¿Macho o hembra? —Él forzando interés y poniendo en marcha su vehículo pues la luz del semáforo había cambiado de rojo a verde.

        —Macho y tan negro como una noche sin estrellas.

        —Qué definición tan poética --con burla.

        Ella apenas prestó atención al tono irónico empleado por él

        —Es que me apasiona todo lo bello. Si tú fueras feo, ni siquiera me habría molestado en hablarte.

         —Yo habría hecho lo mismo contigo si tú fueras fea.

          Peggy se rio. Le agradaba, en ciertos momentos, emplear ruda franqueza.  

         Minutos más tarde, después de aparcar él en la calle entraban en el bonito y bien amueblado apartamento de Peggy. Apena terminaba ella de cerrar la puerta cuando Vigilante, su gato, le saltó a los brazos maullando de alegría. Ella le regaló las palabras habituales de cariño. Parado a corta distancia de los dos, Richard les observaba con disgusto. No le gustaban los animales domésticos siempre exageradamente bien tratados por sus dueños. Animales inútiles a los que procuraban una vida regalada, infinitamente mejor que la que tenían multitud de personas marginadas.

         De pronto el felino fijó en él sus bellísimos ojos color musgo, y la mirada que le dirigió fue tan maligna que a Richard le impactó al intuir que el animal, por el cariño que le tenía su dueña, a él lo odiaba. Surgió un inmediato antagonismo entre ambos. Richard juzgó: <<¡Este hijo de puta me odia a muerte!>>.

         —Suelta el gato, coño. Ya me habéis demostrado los dos lo mucho que os queréis —espetó con violenta brusquedad.

          Peggy le dedicó una risita burlona.

          —¿Estás celoso de mi gato?

          —¿Dónde tienes el dormitorio?

          —Impaciente, ¿eh? Mueres de ganas de revolcarte conmigo.

          —¡Suelta ya el maldito gato! —apremiante, peligroso el tono de voz empleado por él.

            Intimidada, notando la violencia que creía en él, Peggy depositó al felino en el suelo, cogió a Richard de la mano y riéndose nerviosa tiró de él hasta la primera puerta que dejó abierta echándosele acto seguido al cuello que rodeó con sus brazos.

          Mientras se besaban con salvaje pasión, Richard notó que dentro del cuarto olía a ella y también a gato. ¡A gato de mierda! Cogiéndola fuertemente por la cintura la arrojó encima de la ancha cama. Se sacó la pistola que llevaba cogida atrás, entre sus pantalones y el final de su espalda, y la depositó encima de la mesita de noche.

        —Vas armado —mostrando sorpresa e intranquilidad ella.

        —Vivimos tiempos inseguros. Quítate la ropa. Es de calidad y no quiero dañarla arrancándotela —sin darle importancia al hecho de llevar un arma.

         Peggy experimentó un estremecimiento de miedo que contribuyó a que se sintiera todavía más excitada. Nunca había conocido a un hombre peligroso y esta iba a ser su primera experiencia con uno. Impresionada por la amenaza de él, la joven se quitó además del vestido también sus prendas interiores arrojándolo sobre un sillón.

Se le incendió de deseo el bajo vientre al ver la velluda desnudez del hombre y su poderosa erección. Ansiosa se tumbó de espaldas en la cama y dijo, excitada y provocadora, entreabriendo sus blancas gruesas piernas.

          —¿Te vas a entretener contándome los lunares, o tienes tanta prisa como yo en hacer el amor?

          Richard, sin miramiento alguno, cayó sobre ella aplastándola con su peso. Ella, jadeante ya, le ayudó a realizar la unión entre ambos. Soltó un gritito de puro deleite; él contribuyó con un gruñido de salvaje satisfacción.

           Llevaban muy corto tiempo funcionando perfectamente sincronizados, cuando hasta los finos oídos de Richard llegó un espeluznante maullido que le hizo perder la concentración.

           No tuvo tiempo de volver la cabeza. El felino había dado ya un salto desde lo alto de la cómoda y lo próximo que Richard sintió fueron unas afiladas uñas que tras clavarse en la carne de su espalda la rajaban. Soltó un aullido en el que se entremezclaban el dolor y la ira. Los excelentes reflejos que poseía le permitieron salirse de Peggy, girar velozmente el cuerpo y de un furibundo manotazo librarse del gato que voló por el aire cayendo finalmente al suelo. El tiempo que tardó el animal en asentar sus patas en el enlosado bastó a Richard para cerrar su mano derecha en la empuñadura de su pistola. Y segundos más tarde cuando el felino inició un segundo ataque, el hombre apretó el gatillo varias veces. El animal cayó sobre una esquina de la cama y rebotó al suelo convertido en una sanguinolenta masa de carne y pelos convulsionando en mitad de los casquillos del arma.

          —¿Por qué has hecho esa atrocidad? —logró balbucir Peggy, aterrada, conmovida.

          —Ese cabrón de gato me habría destrozado la cara si yo no me lo hubiese cargado antes —masculló, rabioso, Richard.

          —¿Pero por qué tantas balas?

          —Ocho por si acaso, pues dicen que estos bichos de mierda tienen siete vidas —esbozando una mueca cruel.

           En aquel momento sonaron unos golpes en la puerta de la calle y una voz de mujer pregunto atemorizada:

           —Señorita Peggy… Señorita Peggy, ¿le ha ocurrido algo? He escuchado disparos.

          —Es mi vecina … —susurró la joven.

           Richard le dirigió a la cara el cañón de su pistola y también en voz muy baja le ordenó:

           —Ponle alguna escusa creíble…

           Peggy improviso inmediatamente:

           —Ha sido la televisión que se ha encendido sola, señora Peterson. Acabo de apagarla con el mando a distancia. Estaba ya en la cama. No se preocupe por mí.

           —Gracias a Dios que ha sido el televisor. Menudo susto me ha dado.

           —Le pido disculpas. Hasta mañana, señora Peterson.

           —Hasta mañana, bonita.

          —Y muchas gracias por su interés.

            Richard movió la cabeza en un gesto de aprobación y el brillo peligroso de sus negrísimos ojos perdió intensidad. Depositó de nuevo su pistola encima de la mesita de noche y ordenó a Peggy:

          —Ábrete de piernas y terminemos lo que justo habíamos empezado tan bien. Luego me desinfectas las heridas que ese hijo de puta de gato tuyo me ha hecho en la espalda.

          Peggy se sometió a su poderoso dominio, guardándose para ella el odio y la condena por haber matado a su mascota y hecho saltar trozos del estuco de la pared y del techo.

          Y mientras se la trabajaba, con violencia y placer, Richard le dedicó un interesado pensamiento a la visa de oro que ella le había entregado al camarero del restaurante para que se cobrara la cuenta, y luego devuelto al bolso que Peggy había dejado, al entrar en su vivienda, encima del pequeño sofá del salón. Vaciaría ese bolso antes de irse y, si ella se ponía borde, le daría de hostias hasta cansarse. Su adicción a la violencia era incurable.

(Copyright Andrés Fornells)