ELLA ERA RUBIA Y TENÍA UN GATO NEGRO (RELATO NEGRO)

ELLA ERA RUBIA Y TENÍA UN GATO NEGRO (RELATO NEGRO)

ELLA ERA RUBIA Y TENÍA UN GATO NEGRO

(Copyright Andrés Fornells)

        Ella se llamaba Palmira, y su gato Vigilante. Era rubia natural y poseía un cuerpo bien provisto de los exuberantes encantos que despiertan en los hombres sanos y fogosos inmediatos deseos de compartir cama y hacer en ella cosas más activas que dormir.

Palmira no ejercía de prostituta, aunque tenía adquiridas las experiencias sexuales de encuentros cameros con varios hombres y un par de mujeres que le despertaron el capricho.

Poseía en el barrio en el barrio Morales un apartamento pequeño y coqueto. No trabaja, vivía bastante bien con el dinero que con sus zalamerías le sacaba a su anciano, consentidor padre, accionista de un par de empresas muy prósperas.

         Sandro conoció a Palmira de un modo casual. Coincidieron los dos en una fonda situada en una zona muy popular de la ciudad. Sandro era un vividor que, cuando la necesidad de dinero lo apretaba, no le importaba delinquir.

Su carácter agresivo y un tanto bravucón  le había creado algunos enemigos peligrosos, debido a esto, cuando salía de noche iba armado y mentalizado para defender su vida al precio que fuera, llevándose por delante a quien necesario fuera.

Bien constituido físicamente y no mal parecido, solía tener bastante éxito con las mujeres a las que sexualmente sabía satisfacer plenamente.

       Nada más entrar en la casa de comidas, Sandro le preguntó al atareado y sudoroso camarero si quedaba alguna mesa libre. Este empleado cobraba un plus por cada cliente atendido por él, motivo por el cual procuraba no se le escapase ninguno.

       —Libre no hay ninguna. Pero hay una mesa ocupada por una persona sola. Puedo pedirle que la comparta contigo. Ven, le preguntaré.

       Palmira apartó sus ojos del pedazo de merluza que, acabado de cortar, tenía pinchado en el tenedor, para fijarlos en el camarero y su acompañante recién detenidos junto a su mesa.  El primero de los dos le pidió si tenía inconveniente en compartir su mesa con el caballero que le acompañaba pues no disponían de más sitio libre.

Ella clavó su mirada en el anguloso rostro de Jandro y su aspecto insultantemente varonil, la hizo estremecer por dentro. Sin embargo, cautelosa, pronunció un escueto:

        —Bueno…

        —Gracias —igual de lacónico Sandro. Tomó asiento quedando frente a ella y volviéndose al camarero ordenó—:Tráeme una caldereta de cordero y media botella de vino tinto de la casa.  

        —Marchando.

        Se alejó, rápido, el empleado. Sandro colocó los codos encima de la mesa y unió sus fuertes manos por debajo del duro mentón, y su fría mirada recorrió la parte del local que podía alcanzar su vista. No vio a nadie que él conociera.

         Palmira siguió comiendo mientras observaba, disimuladamente, por el rabillo del ojo, al desconocido situado delante de ella. Le excitaba el poderío erótico que intuía en él.

         Por su parte, Sandro nunca había dejado de intentar ligarse a una mujer que le atrajera. Empleando un tono casual, relativamente amistoso, le preguntó de un modo directo:

         —Oye, ¿vistes de negro por luto, o por gusto?

         Ella esperó a tragarse lo que estaba masticando, para levantar la cabeza y clavarle sus grandes, bonitos ojos claros.

         —Me gusta vestir de negro. Y a ti, el traje que llevas, si en vez de azul fuera negro, te favorecería más. El negro resalta más la blancura y palidez de nuestro rostro. Porque aprecio que tú tampoco eres una persona de esas que se estropean y oscurecen la piel exponiéndola mucho tiempo a los perniciosos rayos solares.

         Palmira acompañó sus palabras de media sonrisa seductora. Presumía que con aquel individuo debía ir con cautela. La expresión de su granítica cara fluctuaba entre lo serio y lo hosco.

         —No. No me gusta tostarme al sol. Y si no te gusta mi traje, regálame tú uno negro —impertinente, torciendo sus labios gruesos, crueles.

          —¿Acaso eres un gigoló?

          —No me importaría serlo.

         Se enfrentaron sus miradas. Había tanta fuerza en la de Sandro, que Palmira fue la primera en desviar la suya.

         Llegó el camarero con lo que Sandro había pedido. Palmira esperó a que se retirara, para desearle a Sandro, con un punto de ironía:

         —Qué aproveche.

         Él no le contestó y empezó a comer con excelente apetito y sin hacer alardes de buenos modales, cogiendo con los dedos piezas de carne en vez de hacer uso de los cubiertos. A pesar de ello, su forma de comer no le resultó repugnante a Palmira.

Durante varios minutos, los dos se dedicaron a dar buen cuenta de los alimentos que contenían sus platos. Terminaron casi al mismo tiempo. Ella se dejó parte de la merluza.

          Volvieron a enlazar sus miradas. Un brillo divertido apareció en los ojos de Palmira al decir:

         —No voy a comprarte un traje, pero sí te pagaría gustosa un café.

         —Gustosa… ¿Muy gustosa? —él desafiándola, encajando sus fuertes mandíbulas.

         A Palmira la fascinaban los hombres poderosos, dominantes. Los hombres realmente fuertes, duros que la sometían y vencían sexualmente, y éste desconocido podía ser uno de ellos.

        —Muy gustosa —y realizó una aproximación esbozando una sonrisa y golpeándole suavemente con las palmas de sus manos los dorsos de las manos de él que ahora reposaban encima de la mesa.

         —¿Sabes lo que yo haría muy gustoso? —Sandro esperó la reacción de ella, que se produjo con una interrogante elevación de cejas—. Follarte hasta que dijeras basta.

         Ardieron su voz y sus ojos al decirlo.

         —No te gusta dar rodeos, ¿eh?

          Sintiendo que la pasión de él le encendía a ella la entrepierna, hizo señas al camarero y cuando éste llegó junto a la mesa sacó del interior de su bolso una tarjeta de crédito y le ordenó:

         —Cóbrate la cena del caballero y la mía.

          Marchó el empleado hacia donde se encontraba el cajero. Palmira y Sandro se escrutaron los ojos esbozando ambos enigmáticas, maliciosas sonrisas.

          —Tienes una bonita peca en la punta de la nariz.

          —La tengo, y muchas más pecas repartidas por todo mi cuerpo —provocadora ella.

          —Me gustaría mucho verlas —mostrando él en una sonrisa maliciosa su blanca dentadura.

          —¿Tú no tienes nada escondido?

          —Sí tengo, y te lo enseñaré cuando tú me enseñes tus pecas.  

          El camarero estaba de nuevo junto a ellos. Palmira firmó donde le dijo el empleado del restaurante. Ella y su circunstancial compañero de cena, se levantaron de sus asientos. Los zapatos de altos tacones de ella permitían que igualaran estatura.

        —¿Tienes coche? —quiso saber Palmira.

        —Afuera lo tengo.

        Él poseía un automóvil robado al que había quitado sus matriculas y colocado otras sacadas de un cementerio de coches.

        —Vivo cerca de aquí, ¿quieres acompañarme? —propuso Palmira, que no gustaba después de toda una noche de sexo tener que abandonar la casa de quien se había acostado con ella.

—Contigo voy yo hasta el fin del mundo —acompañándose Sandro de una carcajada lobuna.

        Era muy intenso el tráfico y Sandro tuvo que centrarse principalmente en la conducción, cuando habría deseado comenzar a meterle mano a la mujer que sentada a su lado lo enardecía con su exótico perfume y su falda intencionadamente subida hasta lo alto de sus muslos llenos, blancos, cremosos.

        —¿Te gustan los gatos? —rompió ella el silencio mantenido por parte de ambos.

        —Nunca he tenido ni gatos ni perros —frenando él en un semáforo y echándole una apreciativa ojeada a sus piernas.

        —Yo tengo un gato muy lindo que me adora y al que yo quiero muchísimo.

         —¿Macho o hembra? Él forzando interés y poniendo en marcha su vehículo pues la luz del semáforo había cambiado de rojo a verde.

        —Macho y tan negro como una noche sin estrellas.

        —Qué definición tan poética.

        Ella apenas prestó atención al tono irónico empleado por él

        —Es que me apasiona todo lo bello. Si tú fueras feo, ni siquiera me habría molestado en hablarte.

         —Yo habría hecho lo mismo contigo si tú fueras fea.

          Palmira se río. Le agradaba, en ciertos momentos, emplear ruda franqueza.  

         Minutos más tarde, después de aparcar él en la calle entraban en el bonito y bien amueblado apartamento de Palmira. Apena terminaba ella de cerrar la puerta cuando Vigilante, su gato, le saltó a los brazos maullando de alegría. Ella le regaló las palabras habituales de cariño. Parado a corta distancia de los dos, Sandro les observaba con disgusto. No le gustaban los animales domésticos siempre exageradamente bien tratados por sus dueños. Animales inútiles a los que procuraban una vida regalada, infinitamente mejor que la que tenían multitud de personas marginadas.

         De pronto el felino fijó en él sus bellísimos ojos color musgo, y la mirada que le dirigió fue tan maligna que a Sandro le impactó al intuir que el animal, por el cariño que le tenía su dueña, a él lo odiaba. Surgió un inmediato antagonismo entre ambos. Sandro juzgó: <<¡Este hijo de puta me odia a muerte!>>.

         —Suelta el gato, coño. Ya me habéis demostrado los dos lo mucho que os queréis —espetó con violenta brusquedad.

          Palmira le dedicó una risita burlona.

          —¿Estás celoso de él?

          —¿Dónde tienes el dormitorio?

          —Impaciente, ¿eh? Mueres de ganas de revolcarte conmigo.

           —¡Suelta ya el maldito gato! —apremiante, peligroso el tono de voz empleado por él.

            Intimidada, notando la violencia que creía en él, Palmira depositó al felino en el suelo, cogió a Sandro de la mano y riéndose nerviosa tiró de él hasta la primera puerta que dejó abierta echándosele acto seguido al cuello que rodeó con sus brazos.

          Mientras se besaban con salvaje pasión, Sandro notó que dentro del cuarto olía a ella y también a gato. ¡A gato de mierda! Cogiéndola fuertemente por la cintura la arrojó encima de la ancha cama. Se sacó la pistola que llevaba cogida atrás, entre sus pantalones y el final de su espalda, y la depositó encima de la mesita de noche.

        —Vas armado —mostrando sorpresa e intranquilidad ella.

        —Vivimos tiempos inseguros. Quítate la ropa. Es de calidad y no quiero dañarla arrancándotela —sin darle importancia al hecho de llevar un arma.

         Palmira experimentó un estremecimiento de miedo que contribuyó a que se sintiera todavía más excitada. Nunca había conocido a un hombre peligroso y esta iba a ser su primera experiencia con uno. Impresionada por la amenaza de él, la joven se quitó además del vestido también sus prendas interiores arrojándolo sobre un sillón.

Se le incendió de deseo el bajo vientre al ver la velluda desnudez del hombre y su poderosa erección. Ansiosa se tumbó de espaldas en la cama y dijo, excitada y provocadora, entreabriendo sus blancas gruesas piernas.

          —¿Te vas a entretener contándome los lunares, o tienes tanta prisa como yo en hacer el amor?

          Sandro, sin miramiento alguno, cayó sobre ella aplastándola con su peso. Ella, jadeante ya, le ayudó a realizar la unión entre ambos. Soltó un gritito de puro deleite; él contribuyó con un gruñido de salvaje satisfacción.

           Llevaban muy corto tiempo funcionando perfectamente sincronizados, cuando hasta los finos oídos de Sandro llegó un espeluznante maullido que le hizo perder la concentración.

           No tuvo tiempo de volver la cabeza. El felino había dado ya un salto desde lo alto de la cómoda y lo próximo que Sandro sintió fueron unas afiladas uñas que tras clavarse en la carne de su espalda la rajaban. Soltó un aullido en el que se entremezclaban el dolor y la ira. Los excelentes reflejos que poseía le permitieron salirse de Palmira, girar velozmente el cuerpo y librarse del gato que voló por el aire cayendo finalmente al suelo. El tiempo que tardó en asentar sus patas en el suelo bastó a Sandro para cerrar su mano derecha en la empuñadura de su pistola. Y cuando segundos más tarde el felino inició un segundo ataque, cuando se hallaba a menos de dos metros del hombre. Éste apretó el gatillo varias veces. El animal cayó sobre una esquina de la cama y rebotó al suelo convertido en una masa de carne sanguinolenta en mitad de los casquillos que le hacían compañía.

          —¿Por qué has hecho esa atrocidad? —logró balbucir Palmira aterrada, conmovida.

          —Ese cabrón me habría destrozado la cara si no me lo hubiese yo cargado antes —masculló, rabioso, Sandro.

          —¿Pero por qué tantas balas?

          —Ocho por si acaso, pues dicen que estos bichos de mierda tienen siete vidas —esbozando una mueca cruel.

           En aquel momento sonaron unos golpes en la puerta de la calle y una voz de mujer pregunto atemorizada:

           —Señorita Palmira… Señorita Palmira, ¿le ha ocurrido algo? He escuchado disparos.

          —Es mi vecina … —susurró la joven.

           Sandro le dirigió el cañón de su pistola y también en voz muy baja le ordenó:

           —Ponle alguna escusa creíble…

           Pamela improviso inmediatamente:

           —Ha sido la televisión que se ha encendido sola, señora Eugenia. Acabo de apagarla con el mando a distancia. Estaba ya en la cama. No se preocupe.

           —Gracias a Dios. Menudo susto me ha dado.

           —Le pido disculpas. Hasta mañana, señora Eugenia.

           —Hasta mañana, bonita.

          —Y muchas gracias por su interés.

            Sandro movió la cabeza en un gesto de aprobación y el brillo peligroso de sus negrísimos ojos perdió intensidad. Depositó de nuevo su pistola encima de la mesita de noche y ordenó a Palmira:

          —Ábrete de piernas y terminemos lo que justo habíamos empezado tan bien. Luego me desinfectas las heridas que ese hijo de puta de gato tuyo me ha hecho en la espalda.

          Palmira se sometió a su poderoso dominio, guardándose para ella el odio y la condena por haber matado a su gato y hecho saltar trozos del estuco de la pared y del techo.

          Y mientras se la trabajaba, con violencia y placer, Sandro le dedico un interesado pensamiento a la visa de oro que ella le había entregado al camarero del restaurante para que se cobrara la cuenta, y luego devuelto al bolso que Palmira había dejado, al entrar en su vivienda, encima del pequeño sofá del salón. Lo vaciaría antes de irse y, si ella se ponía borde, le daría de hostias hasta cansarse.

 

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