EL TESORO ENTERRADO DE TELESFORO AGUADO (RELATO)
Telesforo Aguado había nacido desprovisto de ese vicio, según unos, o de esa virtud, según otros, que lleva el nombre de codicia. Telesforo se conformaba con la humilde existencia que llevaba. Telesforo estaba casado con Asunta, una mujer bajita, mansa, coja, y cuyo mayor mérito consistía en que lo quería y lo necesitaba para todo, hasta para que le atara los cordones de sus zapatos.
Algunas noches, sobre todo las invernales, Asunta se apretaba tanto contra el cuerpo de Telesforo, que terminaron teniendo tres hijos: dos varones y una hembra. Esta descendencia les había nacido con la voluntad de trabajar, muy débil. Toda la familia vivía de cultivar y vender los productos de la fértil huerta que tenían.
Los tres perezosos retoños poseían una extraordinaria imaginación para encontrar excusas que les permitían escapar de doblar el lomo y sudar trabajando. Dolores corporales que se lo impedían y hasta picaduras de moscas tsetsé que los habían dejado sin fuerzas.
Telesforo había heredado los escombros de la que fue una lujosa villa (escombros con los que él construyó una rústica casita), el fecundo terreno que la rodeaba, y la tristeza de haberse quedaba sin abuelo y sin padres a la edad en que vestía todavía pantalones cortos y lo asustaba dormir con la luz apagada porque un grupo de fantasmas lo atacaban en cuanto se quedaba a oscuras.
A su abuelo, por motivos políticos lo asesinaron. Cuando tuvo las primeras sospechas de que podían matarlo, este anciano enterró en algún lugar del extenso jardín que poseía su lujosa vivienda, el valiosísimo tesoro familiar. El sitio donde lo enterró pensaba decírselo a su hijo cuando éste regresara de la guerra en que lo forzaron a tomar parte. En esa guerra su hijo perdió la vida y fallecidos estos dos hombres el sitio donde permanecía oculto aquel tesoro nadie lo sabía.
Lo único que sobre su existencia conocía Telesforo la había encontrado en un diario que llevaba su acaudalado abuelo en el que dejó escrito lo siguiente: Hoy día 13 de julio he enterrado en nuestro extenso jardín el valiosísimo tesoro de la familia.
Telesforo Aguado además de haber nacido un buen currante poseía también otra buena cualidad. Un elevado sentido del humor. Un día en que estaban todos reunidos en la mesa comiéndose un potaje de garbanzos que había cosechado en sus tierras, les dijo a sus hijos:
—Si me prometéis ayudarme uno de vosotros diferente todos los días durante cuatro horas, os daré la posibilidad de que os hagamos inmensamente ricos. Y también que me prometáis que si se pone malo aquel de vosotros que le toque trabajar esas cuatro horas, otro que no le toca trabajarlas ese día, tendrá que hacerlo por el que se ha puesto malo.
Sus hijos se miraron. A diferencia de su padre, ellos sí eran codiciosos, ¡y mucho!
—De acuerdo —respondieron los tres a la vez.
El padre colocó encima de la mesa una Biblia y le dijo al mayor de sus hijos varones:
—Pon tu mano encima y jura lo siguiente: ¡Que Dios me quite la vida si no cumplo la promesa que le hago a mi padre de trabajar cuatro horas diarias ayudándole en la huerta, en todo lo que él me diga!
El primogénito dudó. Trabajar cuatro horas diaria lo consideraba tarea durísima, agotadora, de enorme sufrimiento.
Sus dos hermanos, más ambiciosos todavía que él, lo apremiaron:
—¡Jura, estúpido! Todos queremos tener una posibilidad de hacernos ricos.
Moviendo la cabeza en sentido afirmativo, el hermano mayor juro. Y a continuación sus dos hermanos lo hicieron también.
Muy satisfecho Telesforo con los juramentos obtenidos, fue en busca del diario de su abuelo y les leyó las páginas que tenía seleccionadas. En estas páginas su abuelo había ido apuntando los enormes beneficios que estaba obteniendo en diferentes negocios que hacía.
Los tres jóvenes, admirados, repetían una y otra vez.
—Joder, que bisabuelo tan listo tuvimos. La enorme cantidad de riqueza que amontonó.
—Imaginaros la riqueza conseguida por él unida a la de su padre, vuestro tatarabuelo, que fue tan listo como él.
Y los tres jóvenes, en cuyos ojos ponía deslumbrante brillo la codicia, expusieron inmediatamente la misma interesada pregunta:
—¿Qué ocurrió con toda esa riqueza?
Entonces su padre les enseñó lo escrito por su abuelo:
Hoy día 13 de julio he enterrado en nuestro extenso jardín el valiosísimo tesoro de la familia.
—¿Dónde enterró nuestro bisabuelo ese tesoro, padre?
—Según escribió él dentro del terreno que nos rodea.
—Pero el terreno es muy grande —se quejaron sus hijos.
—Esa suerte tenemos, ya que con solo emplear una pequeña parte de él sacamos lo suficiente para sobrevivir.
A partir de aquel día los tres hermanos trabajaron como esclavos haciendo agujeros en la tierra, de sol a sol. Nunca encontraron el gran cofre del tesoro enterrado por su bisabuelo porque nunca se les ocurrió buscarlo al pie del roble centenario, un ser vivo tan poco codicioso e ignorante de su valor que lo fue cubriendo de raíces igual que hacía con cualquier roca encontrada a lo largo de su crecimiento.
(Copyright Andrés Fornells)