EL PUNTO DÉBIL DE UN PISTOLERO (RELATO)
Frank Verdugo era un tipo muy malo. Había gente que, le bastaba ver su cara de asesino para soltar aguas patas abajo. Frank Verdugo vivía en el oeste americano durante esa época en que los hombres se mataban en mitad de la calle sin necesidad de tener mayor motivo para ello que demostrar quién era más rápido desenfundando el revólver.
Los sheriffs, lo único que exigían al vencedor de uno de estos enfrentamientos era un puñado de dólares para que pudieran enterrar al perdedor y evitar con ello se lo comieran en la vía pública los coyotes, los cuervos, las ratas y las moscas. Aparte del mal ejemplo que significaba para los niños cuyo juego favorito era ya: “desafiar, desenfundar y matar”, juego de momento realizado con pistolas de madera que les fabricaban sus abuelos mientras éstos mascaban tabaco y lo escupían con la intención de alcanzar a alguna avispa traidora o mosca zumbadora.
Frank Verdugo estuvo sumando muescas en su revólver, por cada vivo al que le quitaba la posibilidad de seguirlo restarlo más tiempo, hasta que ya casi no le quedó espacio en la culata de su arma.
Pero este asesino no contaba con que, lo que no podía conseguir ningún arma empuñada por mano más rápida que la suya, porque no la había, lo lograría el negro destino que puede ser más fatídico que cualquier arma magistralmente esgrimida.
Cierta mañana en que Frank se estaba tomando un whisky doble para celebrar que acaba de matar de un certero disparo al corazón, nada menos que a Rayo Sixfingers (un pistolero que había cabalgado durante semanas por praderas, valles y desiertos con el único propósito de enfrentarse a él y vencerle en velocidad desenfundando un arma), cuando un insignificante ratoncito le rozó con su rabo la parte baja del camal del pantalón.
Frank Verdugo lo vio, entró en pánico, lanzó un estentóreo grito y se subió, horrorizado, a lo alto del mostrador.
Y ya no bajó por su pie de ese sitio elevado hasta que el diminuto roedor escapó por las batientes puertas del local. Todos los presentes se dieron cuenta del terrible miedo que aquella insignificante criaturita le había causado.
Peter Cuatropelos, un viejo alcohólico al que le importaba su vida menos que le importa al viento levantar polvo, soltó al columpio del aire cinco palabras que significaron sentencia de muerto para el que mencionó con ellas:
—¡Frank Verdugo es un cobarde!
Todavía flotaba en el aire el eco de ese fatídico juicio cuando todos los presentes, que pasaban de cincuenta, suma habitual en este establecimiento elos días festivos (y aquél lo era porque un compositor mejicano, harto de tequila había creado la populísima canción “La Cucaracha”), agarraron entre todos al pistolero, le quitaron cuanto llevaba encima, lo dejaron como un gallo preparado para ser asado, le llevaron al mayor de los árboles que crecía en la plaza cercana, y allí lo ahorcaron y criticaron porque una vez pendiente del cuello por una cuerda, no tenía mejor gracia su balanceo que el de otros muchos tipos linchados que ellos, los espectadores, tenían vistos.
El dinero encontrado en las ropas del ajusticiado, el sheriff, que era un hombre honesto, luego de pagar al enterrador, gastó hasta el último centavo en bebida para todos los que se acercaron al bar, a celebrar con él haberse librado del asesino más grande que en los últimos veinte años había conocido el salvaje oeste.
En esa fiesta bebieron hasta las buenas señoras del ejército de salvación, lo cual les permitió conocer de primera mano porque había tantos borrachos en el pueblo y, algunas de ellas, en adelante, de vez en cuando, a escondidas, se echaron buenos tragos, pues no solo son contagiosas las enfermedades, sino que también lo son los vicios.
(Copyright Andrés Fornells)