EL PAYASO Y LA TRAPECISTA (RELATO)
Ocurre con bastante frecuencia que, entre las diferentes personas que trabajan en un mismo circo, se creen vínculos de amistad, de admiración, de rivalidad, de antagonismo, y también de amor. Son muchas las horas, los días, los meses o incluso años que se ven obligados a convivir juntos.
Recientemente se había incorporado al grupo de artistas del Circo Ultramar, un joven llamado Carlos, quién realizaba un número que entraba dentro del género cómico-acrobático, con el que obtuvo un enorme éxito desde su primera actuación. Carlos salía disfrazado de payaso, exceptuando los zapatones (que en su caso eran floreadas zapatillas de tenis y prescindiendo asimismo de la holgada, ridícula chaqueta, pues vestía una camiseta de muy vivos colores medio hecha girones). Lo anunciaban como “El trotamundos de la Farola”. Su entrada en escena la hacía simulando estar muy borracho. Daba continuos y graciosos tropiezos, en los que se le caía el estropeado sombrero que cubría su cabeza, el cuál recogía en el aire realizando divertidas volteretas, al tiempo que soltaba hilarantes comentarios en diferentes lenguas. El ultimo tropiezo lo culminaba abrazado a una farola flexible que se doblaba en parte, y por la que trepaba realizando increíbles equilibrios y amenazas de caídas al llegar a lo más alto de ella cimbreándose en varias direcciones. Estos amagos de caídas que él evitaba en el último momento provocaban las delicias del público que reía a carcajadas. La culminación de su representación la realizaba en la parte superior de la farola cabeza abajo encima de la misma, balanceándose con brazos y piernas abiertos, dando la impresión de poder venirse al suelo en cualquier momento, para finalmente saltar en el aire dando un salto mortal espectacular cayendo de pies en el suelo, donde saludaba al respetable, con reverencia y abanicándose con su destrozado sombrero, mientras recibía entusiastas aplausos y genuinas muestras de admiración.
Carlos contaba cuarenta y dos años cuando llegó al Circo Ultramar, solo, sin pareja. Era atractivo de cara y muy atlético de cuerpo. Había conocido hasta entonces, los deleites del sexo, y presumía de desconocer los tormentos del amor. Con las mujeres tratadas a lo largo del tiempo, no había mantenido relación alguna que durase más tiempo del que tardaban en realizar el acto sexual. Sabía, por cuanto había visto en otros, que una relación duradera terminaba trayendo responsabilidades, ataduras y problemas casi siempre. La atracción tenía corto recorrido, el deseo se terminaba, y predominaban sobre lo anterior: el egoísmo, la dominación y el chantaje sentimental.
Para poder mantener esta conducta suya que consideraba muy práctica e inteligente, jamás se había relacionado sentimentalmente con ninguna compañera de trabajo.
Sin embargo, como bien señala un dicho antiguo: “El hombre propone, y Dios dispone”. Y por esa disposición supuestamente divina, Carlos comenzó a mirar con admiración primero, con deseo después y, con peligrosa obstinación finalmente, a Estrellita, la jovencísima trapecista. Estrellita poseía un cuerpo y un rostro que, a los ojos de Carlos, representaba la belleza perfecta femenina. Y sumado a lo anterior estaban, la gracia, elegancia y agilidad conque volaba por el aire antes de terminar cogida a los brazos u poderosas manos del portor, un joven apuesto y notablemente musculoso. El portor se llamaba Daniel y formaba con Estrellita un número de alta dificultad y gran éxito.
Estrellita y Daniel compartían carromato, pero no fidelidad, pues ambos se acostaban con quién les venía en gana.
Carlos consiguió, sin demasiado esfuerzo, una noche, en que hallándose en una ciudad a la espera de que montasen la carpa para la inauguración del día siguiente, convencer a Estrellita para que hiciese el amor con él, en la cama de una habitación del hotel donde se alojaban. Esta experiencia con ella tuvo para Carlos consecuencias imprevistas, excepcionales, insólitas. Estrellita era tan hermosa en lo físico, tan apasionada en el sexo, tan embelesante, que él se enamoró perdidamente de ella. Y en contra de como se había conducido siempre con las mujeres anteriores, a Estrellita le pidió se convirtiera en su pareja fija.
—Te amaré como nunca te ha amado nadie. Te trataré como a una diosa —prometió enfebrecido de pasión.
Estrellita se mostró con él amable y, sobre todo, sincera:
—Escucha, Carlos, me ha gustado hacer el amor contigo. Pero no lo vamos a repetir. Tú me quieres en exclusiva, quieres ser mi dueño, y yo no quiero pertenecer a nadie. Quiero vivir libre. Veo que te entristecen mis palabras. Lamento que sea así. Te pido que seas inteligente y te olvides de mí. Yo no comparto esa poderosísima atracción que tú pareces sentir hacia mi persona.
Carlos no pudo ser inteligente y mucho menos olvidarla. Hizo todo lo contrario, pensó a todas horas en ella. Se obsesionó hasta el punto de espiarla, de seguirla, de sufrir viéndola en los brazos de otros hombres. Viéndola realizar lo que él había realizado siempre: no permanecer con un hombre más tiempo del que empleaban ambos en realizar el acto sexual. Y entre dientes, con exasperación, la llamaba zorra asquerosa. Intentaba despreciarla, odiarla y lo único que conseguía era torturarse hasta extremos demenciales.
El sufrimiento de Carlos por ella se convirtió en insoportable hasta tal punto que, alcanzada la locura total, una noche, cuando ella se había despedido de su último amante, él entró en su camerino y la mató igual que Otelo a Desdémona, mascullado:
—No serás mía, pero tampoco serás de nadie más.
Después de cubrir de besos y de llanto el cadáver todavía desnudo de ella, “El Trotamundos de la Farola” se subió a lo más alto de la plataforma del trapecio y dijo con los ojos arrasados en lágrimas y una expresión de extraordinario desolación y tormento en su rostro:
—Voy a reunirme contigo, Estrellita.
Acto seguido abrió los brazos imitándola a ella cuando hacía el salto del ángel, terminada su actuación se lanzaba a la red. La red no estaba puesta para él, y se estrelló de cabeza contra el suelo donde murió a los pocos segundos rodeado de un charco de sangre, musitando, sus moribundos labios, el nombre de su amor imposible:
—Estrellita…
Todos juzgaron su asesinato y su suicidio actos de repentina locura. Ninguno coincidió con Carlos, que lo había juzgado como un acto de amor supremo.