ÉL NO FUE QUIEN LA MATÓ (RELATO NEGRO)
Louis Randall nació y creció en un hogar muy pobre, junto a cinco hermanos mayores que él. Los padres de ellos no conseguían trabajos estables por lo que en ese desafortunado hogar a veces el dinero escaseaba hasta el punto de no haber nada que comer y todos sus miembros buscaban fuera el modo de paliar el hambre que sufrían. Habitualmente con pequeños hurtos solucionaban este penoso problema.
Faltándole muy pocos días para cumplir los catorce años, Louis abandonó aquella mísera vivienda. Fue el último en hacerlo, pues todos sus hermanos se habían marchado hacía tiempo, y ninguno se tomó la molestia de informar a la familia dejada atrás, si les iba bien o les iba mal.
Louis fue ganado su sustento con el sudor de su frente. Los trabajos le duraban poco tiempo, pues solía abandonarlos por los tres mismos motivos: Eran muy mal pagados, abusivos y tediosos.
Llegado a la mayoría de edad, vio en la televisión el reportaje de un boxeador que viniendo de la nada se había hecho rico boxeando. Pensando que él podría conseguir lo mismo, entró en un gimnasio, entrenó duro y pasados algunos meses estuvo preparado para boxear. En los entrenamientos había demostrado todo el tiempo que era valiente, pero para llegar a campeón se precisan muchas más cualidades aparte del valor.
Louis ganó sus dos primeros combates a principiantes como él. Lo pusieron contra rivales de mayor calidad y perdió tres combates seguidos. Su valentía le sirvió para aguantar lluvias de golpes, perder por puntos, y terminar con los labios reventados y la nariz rota.
Su entrenador, que era un hombre honrado, le habló con claridad:
—No sigas peleando, muchacho. Nunca llegarás a ser un campeón de los que cobran bolsas millonaria. Eres fuerte y bravo, pero muy lento. Tampoco tienes buena pegada. Puedes tumbar de un golpe a un rival que se descuide, pero habrá cien que te ganarán a los puntos y algunos menos que lo harán por K.O. Dedícate a otra cosa en la que pueda servirte la buena forma física que posees.
Un compañero del gimnasio le consiguió el puesto de guardaespaldas de Aldo Santos, un personaje que gracias a los negocios sucios que realizaba a favor de familiares del actual gobernador del estado estaba amasando una considerable fortuna, al tiempo que se enriquecía él.
Aldo Santos estaba liado con Elsa Makoskra, una jueza tan bella como corrupta, que lo había sacado impune de varias ilegalidades cometidas por él.
Elsa Makoskra, decían las malas lenguas, que solo tenía un verdadero amor, Krusha, una caniche inmaculadamente blanca que, en correspondencia, la adoraba también.
Debido al mucho trabajo que la ocupaba un gran número de horas, Elsa pidió a Aldo Santos encargara a alguno de sus hombres, todas las mañanas, sacar de paseo y mimar a Krusha.
—De acuerdo, pero ocúpate tú plenamente de sacarme de ese lío de armas defectuosas que vendí al Ministerio de Defensa.
—Ese lío es culpable de que yo emplee tantas horas en mi despacho trabajando para que no termines acusado de estafa y en la cárcel —le recordó ella.
Y una mañana Louis Randall se presentó en el despacho de su señoría. Nada más mirarse, los dos sintieron nacer en ellos una inmediata, irresistible atracción. Por parte de él, ella era la mujer más elegante y hermosa que había visto en toda su vida. Y por parte de ella, él poseía un cuerpo hercúleo y una expresión noble que le dio la seguridad de que además de ser un amante poderosísimo, por nada del mundo la traicionaría.
A la semana de acudir todos los días al despacho de ella y llevarse de paseo a Krusha, que se mostraba encantada con él, en un sofá de dos plazas que ella tenía allí hicieron el amor tres veces seguidas quedando maravillados por el extraordinario placer experimentado por parte de ambos.
—Esto tan fantástico que ha ocurrido entre nosotros, no se te ocurra contarlo a nadie porque eso significaría nuestro fin. Ese canalla de Aldo es, además de un cerdo sin escrúpulos ni corazón, un celoso vesánico —le advirtió ella.
—Ni matándome conseguiría, ni él ni nadie, que yo dijese algo que pudiera perjudicarte, amor de mi vida —afirmó él.
Louis y Lisa gozaban tan intensamente haciendo el amor, que algunos días no les bastaba el encuentro amoroso que tenían por la mañana en el despacho y, si ella se libraba de asistir a alguna parte con Aldo, pasaban la noche juntos en la cama y el apartamento de ella.
Ocurre, inevitablemente con las personas que han logrado fama por un motivo o por otro, que miles de personas sepan qué hacen y quienes son gracias a los medios de comunicación, en especial de los que son más chismosos y sensacionalistas.
Un viejo que de madrugada aprovechaba que las calles estaban prácticamente vacías para sacar su perro salchicha de paseo, vio salir a Louis Randall por la puerta del rascacielos donde Lisa Makroska tenía su magnífico dúplex.
No le prestó mucha atención, pero sí lo hizo días más tarde, ese mismo anciano al ver a Louis en el Parque Central paseando a Krusha que había sido fotografiada infinidad de veces en compañía de su dueña. Este anciano era malicioso, suspicaz y ambicioso, por lo que empezó a cavilar sobre el provecho que podría sacarle a lo que estaba convencido haber descubierto.
En muy mala hora Lisa Makrosky perdió el juicio sobre la estafa realizada por Aldo Santos, su defendido, en la venta de armas defectuosas al Ministerio de Defensa, y terminaron siendo declarados culpables y condenados por este delito Aldo Santos y varios altos mandos militares.
A Lisa Makroska este fracaso suyo la tenía aterrada. También lo estaba, asimismo Louis Randall por ella, pues él se creía lejos de todo peligro. No había tomado parte alguna en aquel negocio fraudulento.
Tal como habían quedado la vigilia, Louis se presentó por la mañana temprano en el despacho de Lisa. Abrió la puerta con la llave que tenía y lo que descubrieron inmediatamente sus ojos, el horro los desorbitó. Tirados en el suelo, cubiertos de sangre estaban los cuerpos sin vida de Lisa Makroska y de su perra Krusha. Su señoría tenía un puñal clavado en el pecho. El puñal conque habían sido degollados ambos, se descubrió en la investigación.
Louis permaneció un tiempo paralizado por el shock recibido, sin poder apartar sus ojos de los asesinados. Después rompió en amargos, profundos sollozos. Amaba a la mujer que yacía allí muerta.
Cuando el inmenso dolor que sufría remitió un poco, pensó en que nada podía hacer ya por su amante y debía evitar que pudieran involucrarlo en el crimen. Este temor lo mantuvo distanciado de los cadáveres. No tocó nada. Decidió no comunicar a nadie lo que acababa de encontrarse.
Él, lo mismo que tantas personas pertenecientes a barrios bajos, temía a la policía y la consideraba capaz de, en el caso de no encontrar enseguida a quien había cometido un crimen, buscar una víctima propiciatoria para cargárselo y, de este modo, acallar a la opinión pública y a los medios de comunicación indignados que les exigen dar enseguida con los asesinos.
Tal como su prudencia le aconsejaba, los ojos bañados en llanto de Louis dirigieron una última mirada a la mujer que tan feliz lo había hecho, y abandonó la escena del crimen.
El asesinato no fue descubierto hasta el mediodía cuando una colaboradora de Lisa Makroska, que tenía llave para entrar en el despacho, una vez superado el primer momento de espanto y dolor, llamó a la policía y comunicó el atroz crimen que acababa de descubrir.
Debido a la enorme fama que la jueza había conseguido, todos los informativos, masivamente, airearon cuanto sabían sobre su espectacular carrera, y expusieron montones de hipótesis sobre su asesinato.
Un anciano, de quien todo el mundo ignoró era interesado y bien pagado su testimonio, se presentó en comisaría y contó que había visto salir varias veces del edificio donde tenía su despacho la occisa magistrada, a un individuo fuerte, con pinta de boxeador, pues tenía su nariz rota, y había visto también a este mismo individuo, en el Parque Central, paseando a la perrita de la prestigiosa jueza.
Menos de dos horas más tarde, Louis Randall era detenido en su apartamento y acusado de la muerte de su señoría. Lógicamente, él se declaró inocente todo el tiempo. A ninguno de cuantos lo escucharon asegurar esto le interesó creerle.
Registraron su apartamento y encontraron allí un reloj de oro perteneciente a la asesinada y también algunas prendas íntimas suyas. Louis juró y perjuró que aquellos objetos debía haberlos puesto alguien en su casa para inculparlo. No le creyeron.
Louis terminó en la cárcel convertido en candidato a morir en la silla eléctrica. La ejecución tardó tres años en llevarse a cabo. Uno de los que presenció su muerte, mostrando una cruel sonrisa en su boca fue Aldo Santos, el corrupto hombre de negocios que le había dado, un empleo, y pregonado que lo había hecho porque él lo creyó una persona honrada, y lo último que se esperaba era haber favorecido a un criminal sin entrañas.
Aldo Santos pudo presenciar la muerte de Louis Randall porque sus excelentes abogados habían sabido chantajear a las personas adecuadas para que en un nuevo juicio, su defendido saliese absuelto de todos los cargos.
El viejo que había declarado contra Louis Randall murió atropellado por un coche que se dio a la fuga. Sus herederos bendijeron su nombre al entrarse de que, a pesar de su mísera pensión de oficinista, tenía en el banco varios cientos de miles de dólares que, por su parentesco con él, se repartirían.
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