EL NIÑO QUE QUERÍA APRENDER (MICRORRELATO)

EL NIÑO QUE QUERÍA APRENDER (MICRORRELATO)

El niño se vino para mí. Vestía pobremente, iba despeinado y llevaba algo sucia la cara. Pensé que venía a pedirme una limosna. Me detuve. Saqué un par de monedas del bolsillo y al ofrecérselas, él negó enérgicamente con la cabeza.
—No quiero dinero, señor, ¿puede atenderme un momento? —su voz suplicante, brillaba timidez en sus grandes, limpios, ojos negros—. Entonces me di cuenta de que en una mano llevaba un cordel y en la otra una peonza.
—Sí, dime —desconcertado, dispuesto a escucharle.
—Quiero aprender a hacer bailar mi peonza. Si sabe usted ¿podría enseñarme?
Desde mi niñez, dejada muchos años atrás, yo no había vuelto a practicar este juego. Pero no quise decepcionarle. Le dirigí una cálida sonrisa y le advertí:
—No sé si podré enseñarte, pero lo voy a intentar. Dejé mi niñez atrás hace ya muchos años, ¿sabes? ¡Dame! Probaré.

Él me entregó el cordel y la peonza y se quedó expectante, parado a corta distancia de mí. Sus bellos ojos intensamente fijos en mi persona.
Decidido, cogí la peonza en mi mano izquierda y el cordel en mi mano derecha y le mostré cómo tenía que enroscarlo y, cuando lo tuve preparado, mentalizándome para asumir el más que posible fracaso, me alejé de él un par de pasos, levanté mi brazo, mi mano derecha sujetaba la trompa y el cordel preso su cabo entre dos dedos y, con fuerza la lancé contra el suelo.

Quedé tan maravillado como aquel pequeño al ver como la peonza giraba a gran velocidad. Me puse en cuclillas y formando una horquilla con mi dedo corazón y mi dedo anular conseguí que la peonza se subiera a la palma de mi mano abierta y siguiese girando en lo alto de ella.
El niño dejó escapar un gritito de embeleso, su mirada fascinada fija en mi mano y en la peonza que, pasados algunos segundos, fue perdiendo velocidad hasta terminar parándose.
—Señor, por favor ¿puede enseñarme a hacer eso? —me suplicó mirándome con gran admiración.
Permanecí más de media hora con él, repitiéndole una y otra vez los movimientos que debía realizar y, finalmente conseguí que hiciera bailar la peonza. Sus exclamaciones de exultante felicidad fueron la mejor recompensa que jamás he obtenido de nadie. Y su reconocimiento me conmovió profundamente:

--Gracias, señor. Es usted extraordinario.
Tan profundamente me conmovió aquel hecho, que he pasado varias veces por aquella plaza con la esperanza de ver de nuevo a aquel niño que agradeció tan generosamente mi esfuerzo, con lágrimas de reconocimiento en sus grandes ojos negros. Y no volver a verlo me ha producido profunda tristeza.

Recibimos tan poco agradecimiento de la gente a la que concedemos un momento de interés y calor humano que, cuando lo obtenemos quedamos hondamente impresionados y recompensados.

(Copyright Andrés Fornells)