EL MISTERIO DE LA DESAPARICIÓN DE MIS MULETAS
EL MISTERIO DE LA DESAPARICIÓN DE MIS MULETAS
Todos damos en la vida algún que otro traspié, o muchos dependiendo de nuestras temeridades o mala suerte, que esta señora toma a menudo más protagonismo del que deseamos.
Cierta mañana, algunos años atrás, bajando la escalera de la casa adosada donde vivía entonces tuve el desacierto de dar un traspié, rodar por la escalera y romperme un tobillo.
Mi mujer, que me quiere más de lo que merezco, me prestó el apoyo de sus bonitas piernas y me ayudó a llega hasta el coche con el que me condujo hasta el hospital más cercano. Allí me enyesaron el pie malparado y a la salida, en un establecimiento de ortopedia, mi esposa adquirió para mí un par de muletas.
Cuando llegué a casa y nada más bajarme del coche ensayé los primeros pasos con ellas, Tristán, nuestro perro pastor alemán, empezó a olerlas con exagerada curiosidad al tiempo que no daba descanso al rabo.
-¿Qué, te gustan mis nuevas piernas? -le pregunté recuperado mi buen humor y aceptado con resignación el malhadado accidente que había tenido.
Su reacción a mi pregunta nos provocó a mi consorte y a mí una estentórea carcajada, pues se le ocurrió levantar la pata y orinarse en una de las muletas. No sé si su intención habría sido mearse en la otra también, porque no le di la oportunidad ya que mi mujer y yo nos metimos en la casa dejándole a él fuera en el patio, como teníamos por costumbre.
Ese día no lo saqué de paseo, pero sí lo hice al día siguiente. Y en cuanto llegamos a una gran parcela de terreno yermo que era donde solíamos echarnos una carrera los dos, él excitadísimo empezó a dar saltos alrededor mío y a ladrarme. Yo siempre había sostenido que Tristán era tan inteligente que sólo le faltaba hablar, así que dándole a las muletas unos golpecitos con mis manos le expliqué:
-No puedo correr, Tristán. Tengo un pie roto. Y gracias a la ayuda de estos palos puedo desplazarme. Anda. Corre tú sólo.
Él insistió con sus ladridos, pero ya no me ladraba a mí, sino que les ladraba a las muletas. Fue el nuestro un paseo frustrante en el que Tristán y yo nos decepcionamos mutuamente. Cuando regresados a casa, mi mujer me preguntó cómo nos había ido el paseo y le dije que nuestro perro no entendía que yo no pudiese correr con él, como hacía antes de mi accidente.
-Y mira que le he repetido varias veces que me he roto un pie y puedo moverme, aunque sea torpemente, gracias a las muletas.
-La inteligencia de Tristán llega donde llega, y no más -muy sensata la hermosa mujer que tomó el enorme riesgo de compartir su existencia con la mía.
Aquella noche dormí mal. Mi pie escayolado me impedía mover mi cuerpo de la forma que yo estaba acostumbrado. Me desperté a las cinco de la mañana para ir al servicio, al que llegué con la ayuda de las muletas que comenzaba a manejar con la soltura que la forzada práctica me permitía ya.
No escuché el despertador de mi mujer a las siete y no me desperté hasta las ocho y cuarto, cuando mi mujer debía estar ya trabajando en la clínica donde prestaba sus servicios. Después de dar algunos bostezos que permitieron a mi boca conseguir sus límites de expansión, busqué las muletas que la última vez que las había usado dejé apoyadas contra la mesita de noche, y descubrí que no estaban allí. Miré al suelo pensando que podían haberse caído, pero tampoco estaban en el suelo. Entonces pensé que mi mujer, por alguna razón que no era capaz de imaginar cual pudiera ser, las hubiese llevado al salón. A la pata coja fui hasta el salón y mis muletas no estaban allí, ni tampoco en la cocina ni en ninguna otra parte de la casa. Finalmente me dejé caer en el sofá con la pierna que había aguantado el peso de mi cuerpo, cansada y doliente. Encima de la mesa estaba mi móvil. Marqué el número del móvil de mi esposa y en un tono injustamente enojado le pregunté qué había hecho con mis muletas. Ella me dijo que no las había tocado y que estaban apoyadas en mi mesita de noche cuando ella abandonó la casa para irse al trabajo. Como ella tenía la costumbre de dejar solamente ajustada la verja de nuestra casita adosada, se lo recriminé:
-Te he advertido muchas veces que no dejar la puerta de la calle cerrada con llave iba a traernos algún disgusto. Seguro que han entrado ladrones y se han llevado mis muletas y a saber qué otras cosas más.
-¡Dios santo! -exclamó alarmada-. Dejé sobre mi mesita de noche los pendientes de oro que me regalaste por mi cumpleaños.
Estos pendientes eran una de las pocas cosas de algún valor que nosotros poseíamos.
-¡Maldición! Voy a ver si siguen allí. No cuelgues -de nuevo a la pata coja (ejercicio que no recomiendo a quienes odian cansarse y sudar) regresé al dormitorio y, para gran alegría de mi consorte y mía, los pendientes de oro seguían allí.
-¡Alabado sea el Señor! -ella con gran alivio-. Oye, ¿y Tristán no ha ladrado?
-Ya sabes el sueño tan profundo que tengo. Si ha ladrado, yo no lo he oído.
-Tendremos que averiguar si a algún vecino se le ha roto una pierna -consideró ella, barajando una posibilidad en la que yo ya había pensado.
A su regreso del trabajo, la mujer de mi vida, con mucho tacto y delicadeza no exenta de astucia, investigó entre el vecindario descubriendo que ninguno había sufrido accidentes físicos por lo que no tenía necesidad de servirse de muletas. Mientras comíamos los espaguetis carbonara que yo había preparado, saliendo de una profunda reflexión mi mujer puso a prueba mi memoria.
-¿Te acuerdas, cariño, de esa temporada que desaparecían bragas de todos los tendederos del barrio?
-Sí, y también recuerdo que dejaron de desparecer cuando murió ese viejo tan extraño, el viudo Sánchez.
-Pues puede ser que tengamos otro vecino extraño que le da por coleccionar muletas.
-Todo es posible -acepté lleno de dudas, lo de las bragas recordándome que a una prima mía, que estaba como un tren, le robe unas bragas suyas cuando yo era adolescente, pero lo de las muletas no tenía erotismo ninguno. (Continuará…)