EL MAL LLAMADO "PUENTE DE LAS POLLAS" ES EN REALIDAD EL PUENTE WESTMINSTER (LONDRES)

EL MAL LLAMADO "PUENTE DE LAS POLLAS" ES EN REALIDAD EL PUENTE WESTMINSTER (LONDRES)

Susan era londinense. Poseía un rostro atractivo que me gustaba verlo a la luz del día, a la luz de la luna y las estrellas y, muy especialmente en la penumbra de su dormitorio. Susan opinaba que la sobraban diez kilos de peso, y yo, considerando lo bien repartidos que los tenía por esas curvas voluptuosas que en las mujeres nos inspiran ardientes deseos de ejercitar a manos llenas, desmedida y abusivamente el sentido del tacto, le aseguraba que si perdía esos diez kilos, perdería además de peso buena parte de su irresistible encanto.  Le resultó tan convincente esta afirmación mía, que Susan, demostrándome lo muchísimo que le importaba mi opinión, dejó definitivamente la espartana dieta que, con la intención de adelgazar llevaba sufriendo desde hacía tres semanas.

Cierta tarde, al reunirnos después de haber salido ella del trabajo, mientras nos tomábamos una beer y manteníamos entretenidas las herramientas de comer con unos fish and chips, me preguntó, al igual que todos los días, qué había yo hecho durante las horas que ella empleó currando como una esclava.

Le respondí que había lo habitual: de turista curioso, con cámara fotográfica colgada del cuello, y bien predispuesto a practicar el asombro y la admiración visuales. Le dije que había empleado la mayor parte del tiempo visitando el extraordinario museo de la capital británica (que contiene más de siete millones de objetos), y a continuación había estado en el Palacio de Westminster, en el Big Ben y en el Gran Ojo.

Componiendo una expresión traviesa, Susan me preguntó si había fotografiado el Puente de las Pollas, como lo habían rebautizado muchas personas que nada tenían de aristocráticas y si un mucho de cachondas.

Puse cara de sorpresa y le dije que en la pequeña guía que yo estaba empleando de la ciudad de Londres, no existía ningún puente con el nombre que ella acababa de mencionar. Entonces, riéndose con toda la sensual boca que ella tenía la inmensa suerte de poseer, Susan me dijo que se estaba refiriendo al Puente de Westminster en el margen oeste del río con el County Hall y el Gran Ojo. Este puente, cuando le da el sol de modo oblicuo, dibuja sobre el pavimento una larga y curiosa serie de penes. Este puente fue construido por Thomas Page en 1862. Con una longitud total de 76,2 metros, una anchura de 26 metros, y sus siete arcos, conforman un puente de metal con detalles góticos de Charles Barry (el arquitecto del Palacio de Westminster). Es el único puente sobre el Támesis que tiene siete arcos y es el más antiguo de la zona central del río. Cuando fue construido tenía dos vías de tren de dos metros de anchura que en 1952 fueron eliminadas. Fue el segundo puente que se construyó para cruzar el río y jugó un papel muy importante en la apertura al desarrollo del sur de Londres. En 2005 se llevó a cabo una completa remodelación, que fue terminada en 2007. Esta remodelación tenía como finalidad devolver al puente su antigua gloria, reemplazando las planchas de metal y repintándolo por completo. El primer puente de Westminster fue hecho de piedra y fue inaugurado en 1750.

Y no me enrollo más, porque quien esté interesado en puentes puede acudir a enciclopedias y otros medios de información.

El día siguiente era fiesta laboral, así que Susan y un servidor alargamos tanto la noche que cuando quisimos darnos cuenta ésta se nos había terminado y daba ya comienzo un nuevo día. Nos entendíamos tan bien los dos, que con suma facilidad acordamos una tregua de un par de horas de sueño, que nuestro cuerpo agradeció casi tanto como anteriormente la vigilia. Compartimos ducha y cariño otro rato más, que por mucho que cansen las cosas gozosas, únicamente los frígidos y los muertos renuncian a ellas.

Finalmente, salimos a la calle y comimos un desayuno-almuerzo demostrando voraz apetito y muy buen humor, pues nos reíamos por cualquier bobada. Tonteamos un poco paseando, mano con mano, rozándonos de vez en cuando las caderas al tiempo que compartíamos un guiño cómplice, por la zona comercial. Practicamos muy modestamente el consumismo, pues ella compró un perfume para regalárselo a su madre en su próximo cumpleaños, y yo adquirí un reloj de pared para la cocina de la casa de mi madre, para que no pudiese poner la excusa de llegar tarde a sus citas porque cocinando se le pasaba el tiempo sin darse cuenta. Se hizo la hora adecuada, era un día ideal por lo luminoso que brillaba el sol. Fuimos al Puente Westminster y vimos como el muro, iluminado por ese sol, repartía pollas blancas a todo lo largo de él.

Susan y yo nos reímos mientras las pisábamos y si cualquiera nos hubiera preguntado cómo nos sentíamos, habríamos respondido que locamente enamorados. Ella y yo nunca hablamos de boda. Los dos habíamos vivido ya lo suficiente para saber que todo lo maravilloso dura lo que dura y, luego, la realidad se impone porque ningún sueño, por hermoso que sea consigue eternizarse más allá de lo que puede durar sin alargarlo falsa, equivocada o estúpidamente.

(Copyright Andrés Fornells)