EL HIJO TRAVIESO NO FUE A LA MISA DEL GALLO (RELATO)
Marcelo era un auténtico vagabundo. Un día dormía en un banco del parque, otro día en un cajero, otro día en el metro. Tenía mil moradas y ninguna era suya. De niño tuvo casa y padres. Y ya entonces, cuando le preguntaban qué deseaba ser de mayor, él respondía:
—De mayor yo quiero ser vagabundo. Los vagabundos son libres, no tienen que ir al colegio, no tienen que obedecer a nadie, ni tampoco trabajar.
Sus padres y otras personas sensatas le advertían:
—Marcelo, los vagabundos pasan hambre y sed, van sucios, duermen en la calle, en invierno se mueren de frío, y en verano de calor…
La respuesta que él daba a estas posibles desdichas era:
—Es el precio que se paga por la libertad, y a mí no me parece caro.
Al cumplir los dieciséis años Marcelo dijo a sus padres:
—Me voy de casa. Quiero vivir sin lazos ni obligaciones. No os molestéis en buscarme porque no me vais a encontrar.
—Pero nosotros te queremos —la madre llorando, apenada.
—Déjalo que se vaya. Cuando vea lo canutas que las pasa lejos de nosotros, volverá. En ninguna parte tendrá el bienestar que tiene con nosotros.
—Papá, eso que dices del bienestar seguramente será así, pero yo renuncio a todo menos a ser libre.
—¿Y no te da pena de la terrible tristeza que me vas a causar? —la madre alternando hipidos con sollozos.
—Mamá, me has dicho más de una vez que yo no tengo sentimientos y te doy la razón. No tengo sentimientos. Me da igual que sufráis, como que no sufráis.
Y una noche, mientras sus padres dormían, Marcelo abandonó el hogar; pero no lo hizo con las manos vacías sino que se llevó las cosas más valiosas que tenían sus padres.
Durante unas semanas, Marcelo pudo vivir de lo obtenido vendiendo lo robado a sus padres. Cuando no le quedó nada, aprendió a sobrevivir igual que otros vagabundos, mendigos y ladrones.
Lo metieron preso un par de veces en que lo cogieron robando y durante un tiempo se vio privado de su amada libertad, pero esto no le sirvió para querer enmendarse. Él quería seguir siendo vagabundo.
Pasaron los años y le llegó la vejez. Cierta Nochebuena deambulaba como un perro sin hogar por las calles de una gran ciudad. Hacía frío. La nieve había vestido de blanco la zona donde él se encontraba. Se detuvo delante de la ventana de un club perteneciente a gente acaudalada. De pronto uno de los ricachones allí reunidos abrió esa ventana y arrojó por ella la colilla de un puro a medio consumir y, después la cerró de nuevo.
Marcelo cogió esa colilla del suelo y sin hacerle ascos (los marginados que los tienen, no son auténticos) se la metió en la boca y echó a andar fumando con evidente placer.
Cerca de las doce de la noche Marcelo se fijó en la verja de una lujosa villa en donde había un niño de unos seis años, abrigado con un grueso gabán cuyas enguantadas manos se agarraban a dos de los barrotes de la artística reja que daba al exterior.
El vagabundo se acercó a él y le habló con astuta amabilidad:
—Es muy tarde, niño. ¿Por qué no estás ya en la cama?
—Porque no tengo sueño y estoy aburrido. ¿Quieres jugar conmigo?
—¿Por qué no juegas con tus papás y tus hermanos?
—Se fueron todos a la Misa del Gallo. Yo no he querido ir con ellos porque es un muermo esa misa. Todos allí cantando canciones tontas que yo no conozco ni entiendo.
—¿Se han ido todos a la Misa del Gallo y te han dejado solo en la casa?
—Sí, solo. Pero no me da miedo estar solo porque soy muy valiente —convencido de ello.
El vagabundo pensó enseguida aprovecharse de la inocencia del pequeño.
—¿Sabes quién soy yo?
El chiquillo, que lo observaba con ojos curiosos encogió los hombres, apretó los labios, entornó los ojos y finalmente manifestó:
—No sé quién eres. No te he visto nunca antes de ahora.
—Es que solo vengo a la ciudad una vez en todo el año. Soy Papá Noel.
—¿Tu Papá Noel? Papá Noel viste de rojo. Tú no estás vestido de rojo y además llevas ropas muy sucias.
—Es que me he puesto estas ropas porque esta noche tengo que entrar por la chimenea de las casas a dejar juguetes a los niños. Juguetes que traen en sus carritos los renos, y si me pusiera mis ropas bonitas me las ensuciaría. Luego, cuando haya terminado el reparto de juguetes me pondré mi traje rojo y el gorrito. Oye, me gustaría jugar contigo para que no estés más aburrido. Abre la puerta para que yo pueda entrar y jugar contigo.
—¿De veras quieres jugar conmigo?
—Sí, me encanta jugar con los niños —aseguró, mintió el vagabundo.
—Voy corriendo a por la llave.
—Ten cuidado al correr, no vayas a caerte.
—Yo no me caigo nunca —fanfarroneó el chiquillo.
Tardó un par de minutos en regresar. Como en su torpeza no atinaba con la cerradura, Marcelo le quitó la llave de la mano y consiguió enseguida abrir él. Y una vez dentro de la propiedad, dijo:
—Juguemos dentro de la casa que hará menos frío que aquí fuera.
El niño estuvo de acuerdo con él. Entraron en el salón. Al vagabundo le danzaron de alegría los ojos al ver la cantidad de cosas de valor que había en aquella estancia. La codicia se le desató. La experiencia le susurró al oído: <<Amigo, que las misas del gallo no duran eternamente. Espabila que te pueden pillar y tú terminar esta noche en una fría celda.
—¿A qué jugamos? —el niño impaciente al apreciar que su supuesto compañero de juegos lo recorría todo con un extraño brillo en sus pitañosos ojos y parecía haberse olvidado de él.
—Podríamos jugar a policías y ladrones —reaccionando el marginado.
—¡Bien! ¿Y quién será el policía y quien el ladrón?
—Seremos ladrones los dos.
—No, no; así no se juega.
—Ya verás como sí se juega así —Marcelo empezando a cabrearse con el crío—. Vamos al cuarto de tus padres. Empezaremos a jugar allí.
—Vale.
Entraron en el dormitorio. El cerebro del vagabundo funcionaba a tope.
—Mira, tienes razón. Uno será policía y el otro ladrón. Yo seré policía y tú ladrón.
—No, no. Yo no quiero ser ladrón, quiero ser policía. Tú serás el ladrón y yo el policía.
El vagabundo contuvo la impaciencia que la actitud del niño le estaba despertando.
—De acuerdo, tú eres policía y esperas al ladrón escondido ahí dentro del armario para que el ladrón no te descubra. Verás que divertido. Pero primero yo tengo que coger cosas, porque los ladrones cogen cosas. Mira la funda de esta almohada me servirá de saco. Los ladrones tienen sacos para llevar lo que roban. Venga, ayúdame a llenarlo. ¿Dónde están las joyas de tu mamá?
El niño le enseñó un cofrecito que estaba encerrado en el cajón de abajo de la mesita noche. El vagabundo lo metió todo dentro de la funda de almohada y también el reloj despertador, dos relojes de pulsera, y cinco pares de zapatos que le venían bien y un abrigo de lana. Dentro del improvisado saco ya no cabía nada más.
De pronto el pequeño decidió mostrando un mohín caprichoso:
—Vamos a jugar a otra cosa. Esto de ladrones y policías me aburre.
—No, hombre, ahora viene lo bueno. Ahora viene cuando el policía, o sea tú, se oculta en el armario, cuenta hasta cien y después sale y atrapa al ladrón. Venga, entra. Verás que guay.
El niño obedeció con desgana.
El armario tenía una llave que estaba precisamente puesta por afuera en la cerradura y, nada más estuvo el pequeño dentro del armario, el delincuente lo cerró y marchó a la calle con su carga. No había andado ni media docena de pasos cuando se encontró a tres personas mayores y dos niñas adolescentes. Todos a coro le dijeron eufóricos, cargados de bondad:
—¡Felices fiestas!
—¡Felices fiestas! —respondió el vagabundo y mientras se alejaba de ellos fue volviendo su cabeza todo el tiempo, lo cual le permitió ver que entraban en la casa de la que él acababa de salir.
Marcelo salió corriendo todo lo daban de sí sus piernas. Odiaba los deportes, pero si en aquel momento hubieran cronometrado la carrera suya posiblemente hubiera fulminado el récord nacional del kilometro y, encima, cargado con varios kilos. Lamentablemente, la vida del vagabundo tenía dos caras: una de ellas era la libertad y, la otra, poder perderla.
Esa Nochebuena el vagabundo tuvo suerte y continuó gozando de libertad,
(Copyright Andrés Fornells)