EL GOL MÁS EXTRAORDINARIO DE TODA SU VIDA (RELATO)

EL GOL MÁS EXTRAORDINARIO DE TODA SU VIDA (RELATO)

Estaban jugando en campo contrario con todo el público silbándoles, abucheándoles e insultándoles. Encima de todo esto ellos estaban jugando fatal. Los delanteros no funcionaban y los defensas tampoco lo estaba haciendo mucho mejor. Afortunadamente para el equipo, Aurelio, el portero, para desesperación de la escuadra rival, lo estaba parando todo a pesar de que, en lo personal llevar encima un disgusto demoledor, pues poco tiempo antes de empezar esta confrontación un amigo de toda su confianza le había revelado que su chica, de la que él estaba locamente enamorado, le estaba siendo infiel.

Para empeorar todavía más aquella malísima actuación del equipo, Ramón, el defensa derecho, en el minuto 36 cometió un penalti clarísimo. Protestaron todos los jugadores visitantes porque era su costumbre y obligación hacerlo, pero en su fuero interno reconocían que no existía duda algunas sobre que el zaguero Ramón le había hecho la zancadilla cuando el delantero se disponía a chutar a gol.

Quino, el capitán, en cuanto vio quien iba a tirar la pena máxima le dijo a Aurelio tapándose la boca para que nadie viese el movimiento de sus labios:

—Ese suele tirarlos al lado derecho de la portería.

Aurelio asintió con la cabeza. No respondió nada. Se mostraba aturdido y pesimista. Aquella falta máxima era lo que necesitaba para terminar de estar desesperado y hundido. El jugador que iba a tirar la falta le mostró una sonrisa burlona. En su mirada el convencimiento de que iba a meter la pelota dentro de su portería. Con mucha parsimonia colocó el balón en el fatídico punto blanco.

Con la mano, cachondeándose, alisó la hierba, sin dejar de mirarlo y riendo por lo bajo. Aurelio lo maldijo con el pensamiento: <<¡Ojalá se rompan los cuatro puntales que sostienen el firmamento y éste se caiga entero encima de ti, desgraciado!>>

El resto de jugadores se habían apelotonado junto a la línea por si se daba, el improbable caso de que aquel infalible jugados que llevaba en lo que iba de liga tiradas once penas máximas y anotado todas ellas. El arbitro, situado a prudente distancia, comprobó que ninguno de los jugados traspasaba la línea detrás de la que debían estar situados.  Finalmente se llevó el silbato a los labios y pitó.

El ejecutor del penalti realizó una corta carrera que terminó en una paradita habitual en él y disparó con todas sus fuerzas. El balón no fue al lado derecho como Quico, el capitán le había indicado a Aurelio solía hacer este delantero, sino al palo izquierdo. Desoyendo su consejo, Aurelio se lanzó hacía el palo izquierdo y casi rozándolo su puño chocó contra el balón evitando que entrara. El balón fue a parar a un jugador del equipo local que chutó muy alto por encima de las portería.

Los compañeros de Aurelio, estallando de júbilo le felicitaron, lo abrazaron, y alguno sospechosa y excesivamente cariñoso, llegó hasta a besarlo repetidas veces.

Por encima de todos ellos, Aurelio buscó la mirada de quien había tirado el penalti, que, tan chulo antes, ahora se mostraba compungido. Le sacó la lengua sus labios marcaron una frase muy ofensiva:

<<¡Malas mierdas te ahoguen, desgraciado! ¡A mí no me metes tú un gol ni teniendo yo los ojos vendados y las manos atadas a la espalda!>>

Llegó la media parte. Continuaba el empate entre las dos escuadras. Mientras los masajistas se ocupaban de los que habían recibido golpe y caídas aparatosas, el entrenador tras felicitar a Aurelio, (que le respondió con una mueca disimuladamente rencorosa, pues bien que aquel le echaba la bronca cuando en ocasiones anteriores le habían metido algún gol que a su modo de entender podía haber parado fácilmente), trató de asesorarles sobre la táctica a seguir en la segunda parte, y tratar de remediar los numerosos fallos y desajustes en los que habían incurrido durante la primera parte.

—Ánimo, que todavía podemos ganar este partido —dijo tan falto de fe, que los jugadores tuvieron la impresión de que el encuentro lo daba por perdido.

La segunda parte transcurrió igual que la primera. En el equipo visitante la delantera no carburaba y la defensa hacía aguas, pero, milagrosamente, Aurelio realizaba continuas paradas extraordinarias, increíbles.

—Joder, el maldito portero parece un ángel-demonio, vuela y las para todas —gritaban malhumorados algunos forofos locales.

Otros, elevando sus voces al máximo, recomendaban a los jugadores de casa:

—¡Chutad a ras de hierba a ver si así sois capaces de meter algún tanto, inútiles!

Los minutos pasaban. El equipo local asediaba continuamente la portería contraria. Sus jugadores chutaban a ras de hierba, a media y máxima altura. No conseguían anotar.  En todas partes aparecía una mano, un pie, un hombro, la cabeza de Aurelio evitando que ningún balón llegase a las mallas.

A partir del minuto setenta el árbitro se mostró descaradamente casero. Por doble tarjeta amarilla, el árbitro echó en el minuto ochenta a un jugador del equipo visitante. Y cinco minutos más tarde a otro jugador visitante con roja. Lógicamente los perjudicados protestaron airadamente, lo que significó dos amarillas más: una para el entrenador y la otra para uno de sus ayudantes. Y quedaron once jugadores locales contra nueve jugadores visitantes. Aurelio multiplicó sus milagrosas paradas.

Se terminó el tiempo reglamentario. El árbitro lo alargó tres minutos por los cambios de jugadores realizados.

El entrenador de los visitantes les gritó a los jugadores suyos que aún permanecían en el campo,  que aguantasen, que procurasen mantener el empate, pues un punto es siempre mejor que ninguno.

Aurelio, de un salto felino atrapó con ambas manos un balón que iba a la escuadra. Tardó todo el tiempo que pudo sin levantarse del suelo. La hinchada local le gritaba de todo, le mencionaba, para mal, a todos los miembros de su familia. Restaba minuto y medio para el pitido final.

Aurelio, puesto de pie, acordándose de la traición de su novia y del tipo del coche deportivo que se la camelaba a espaldas suyas convirtiéndole en un maldito cornudo, encajó fuerte las mandíbulas, dos llamas de rabia pendieron en sus ojos e, imaginando que el balón era el trasero del seductor de su chica le dio la patada más feroz de toda su carrera futbolística.

La pelota adquirió enorme altura y velocidad , pasó por encima de los jugadores de ambos bandos, incluido el guardameta local y se coló dentro de su portería.

Cólera, lamentos, maldiciones entre la hinchada local y los jugadores, muchos de los cuales lloraban de rabia y frustración.

Por el contrario, todos los componentes del equipo contrario se felicitaban, saltaban de alegría, abrazaban al héroe del partido. Varios de ellos además de abrazarlo lo besaban como si el portero fuese el hombre de su vida.

Transcurrieron varios minutos entre una cosa y otra. El arbitro consiguió, con bastante esfuerzo, que cada grupo se reuniera en la parte de terreno que le correspondía. Pitó para que se iniciase el juego y antes de que un defensa local le hiciese un pase al interior derecho señaló el final del encuentro. La prórroga se había alargado a los 7 minutos.

En el vestuario de los visitantes celebraron escandalosamente que inesperado triunfo. El griterío era ensordecedor. Con el míster a la cabeza todos felicitaron efusivamente a Aurelio por el extraordinario gol marcado.

—¡Miradlo, está llorando de emoción! —reparó el capitán.

Todos le cantaron, desgañitándose, el: Es un muchacho excelente, y el campeones, campeones… Y cogiéndolo entre todos lo lanzaron bien alto en el aire y recogieron media docena de veces.

Aurelio seguía llorando. Y no lloraba por las entusiastas felicitaciones de sus compañeros, no por haber marcado el más extraordinario gol de toda su vida, lloraba por la enorme desdicha que le procuraba el hecho de que la mujer que él adoraba, que amaba más que a sí mismo, lo había traicionado y, seguramente, perdido él para siempre.

(Copyright Andrés Fornells)