A LA MUERTE LE GUSTA LA OSCURIDAD DE LA NOCHE (HISTORIAS NEGRAS AMERICANAS)

A LA MUERTE LE GUSTA LA OSCURIDAD DE LA NOCHE (HISTORIAS NEGRAS AMERICANAS)

A LA MUERTE LE GUSTA LA OSCURIDAD DE LA NOCHE

(Copyright Andrés Fornells)

Betty Malboro se sabía amenazada de muerte. Dentro de la banda de Ramos Culogordo, ella tenía un amigo y éste le había avisado de que el gordo capo mafioso había ordenado a Peter el Mellizo que se la cargase.

—Has hablado demasiado Betty. Les has dicho a demasiadas personas que piensas vengar la muerte de tu novio, Larry el Guapo, y alguien se ha encargado de contárselo a Ramos Culogordo y ha decidido liquidarte, para su seguridad. Le han dicho que los tienes muy buen puesto y que el Guapo te dejó una Beretta y además te enseño a disparar. Si yo estuviera en tu piel, cogería inmediatamente el primer avión que saliera hacia el fin del mundo.

—Gracias por el consejo. Te debo una.

—No estás dispuesta huir, ¿eh? —contrariado su informador.

—Tú lo has dicho. Si acaban conmigo ya sabes donde vive mi madre, comunícaselo. Ella se ocupará de que me entierren en un lugar decente donde ella pueda venir a visitar mi nicho el Día de Todos los Santos y traerme unos claveles, mi flor favorita desde que mi novio y yo pasamos unas felicísimas vacaciones en Andalucía.

—Como quieras. Tu vida es tuya y tienes la opción de perderla, sí es lo que quieres —entre la amargura y la decepción el joven enamorado de ella, en secreto.

Betty trabajaba de contable en un geriátrico. Era una empresa muy modesta económicamente que le pagaba un sueldo muy bajo, pero que a ella no le importaba porque su espíritu altruista encontraba satisfacción en hacer algo por los ancianos con los que pasaba algunos ratos, cuando el tiempo se lo permitía, escuchando sus historias y tratando de procurarles algún consuelo a los que lo necesitaban, que era la gran mayoría.

Aquella noche había abandonado el hogar de ancianos más tarde de lo habitual por el hecho humanitario de haber permanecido junto a una anciana que expiraba allí sola, sin tener familia, para que no estuviera sola abandonando el mundo y tuviera hasta que dio el último suspiro una mano amiga.

No era su día de suerte pensó cuando al llegar junto a su coche no tuvo manera de hacerlo arrancar. Sospechó, pues que funcionaba perfectamente cuando acudió a su trabajo, que alguien podía haber manipulado el motor. Pensó en llamar un taxi, pero con lo poco que ganaba y las dificultades que tenía para llegar a final de mes sería un despilfarro innecesario pues no tardaría, andando, más de veinte minutos en llegar a su modesto apartamento.

Se puso en camino. El cielo estaba nublado y por esta causa reinaba una densa oscuridad que únicamente horadaban, de trecho en trecho, las farolas muy separadas unas de otras. Se hallaba en zona muy solitaria y por lo avanzado de la hora, muy de tarde en tarde se veía iluminada por los focos de algún automóvil.

Berry circulaba por la acera. En algunos tramos las sombras se la tragaban y solo se escuchaba el ruido que hacían sus pies calzados con zapatos de tacones metálicos y finos como estiletes. Un ruido seco, lúgubre pensaba Betty escuchándolos.

La circunstancia del motor de su coche estropeado y un siniestro presentimiento que parecía habérsele alojado en el corazón le hizo pensar en una muerte próxima: la suya.

No rezó, aunque había recibido de niña una educación cristiana. Sus padres eran presbiterianos. Pero las crudezas de la vida y las muchas desgracias presenciadas y sufridas, entre ellas la de Barry el hombre más hermoso, alegre y cariñoso que había conocido en su vida, le habían matado la fe, igual que tantísimos estadounidenses matan pavos el Día de Gracias.

Se hallaban a finales de octubre, llevaba más de dos semanas sin llover y la temperatura ambiente era bastante agradable, por eso, entre otras cosas, llevaba Betty su abrigo abierto. Y también porque en su oficina no tenía calefacción, vestía unos cómodos pantalones de pana que dejaban oír un suave frufrú cuando frotaban las perneras de los mismos, pues acostumbraba caminar con las piernas muy próximas la una de la otra.

Desde que recibió el aviso del compañero de su novio, convertido en confidente, de que corría peligro su vida, Betty marchaba siempre con todos sus sentidos agudizados al máximo.

Fue por esta circunstancia que captó, cuando se hallaba a menos de quinientos metros del bloque de viviendas donde tenía la suya, un ruido de pasos que creyó identificar como masculinos.

No sintió miedo. Desde la muerte de Larry había reconocido la posibilidad de que su vida corría peligro y, después del aviso recibido días atrás por su bienintencionado informador se había mentalizado y preparado para lo que el destino le deparara.

Aminoró algo el ritmo de su caminar para poder escuchar mejor el avance de quien se le iba acercando paulatinamente, sin acelerarse, sabiendo que tardaría poco en alcanzarla. Temió que, si quien tenía detrás de ella era un esbirro de Ramos Culogordo, le disparase por la espalda.

Cuando ya casi tenía encima a quien sospechaba venía a liquidarla giró el cuello y le miró.

Lo tenía a unos seis metros. Siguió avanzando con la cabeza vuelta. El haz de luz de una farola cercana le permitió observar que llevaban sus brazos caídos y sus manos estaban vacías. Reconoció, por la descripción recibida de su informador, que se trataba de Peter el Mellizo. Estaba calvo, su cabeza tenía forma de melón y sus ojos salidos como los de los batracios.

Se detuvo y le miró desafiante. Se hallaban en una zona situada entre dos farolas muy separadas y apenas iluminadas. Ella, con disimulo, lentísimo el movimiento, estiro hacia adelante el lado izquierdo de su abrigo.

—¿Me está siguiendo? —preguntó a su seguidor con una tranquilidad que lo sorprendió.

—Sí, me han encargado matarte —mostrando él una fea y cruel sonrisa—. Te concedo un minuto para que reces algo. Soy muy respetuoso con la religión —acompañó esta irónica frase con una seca, desagradable carcajada, dirigiendo una mano hacía la funda sobaquera en la que llevaba un arma.

—Padre nuestro…—comenzó Betty al mismo tiempo que, aprovechando la pantalla formada por el abrigo que mantenía estirado su mano izquierda, la derecha empuñaba la Beretta que llevaba metida en la cintura de sus pantalones, la amartilló y tirando hacia atrás de la parte de su abrigo que había ocultado sus movimientos disparó al cuerpo simiesco de Peter el Mellizo que llegó a sacar su arma pero antes de que pudiera hacer uso de ella cayó desplomado al suelo. Con una sangre fría y una puntería que de haberla presenciado habría aplaudido  su novio, Betty apuntó a la cabeza del gimiente pistolero y le metió una certera bala en su abombada frente, condenándole a la inmovilidad eterna.

Soltó un suspiro, aspiro con fruición el aire húmedo y contaminado de la noche y experimentó una honda satisfacción. Había liquidado al asesino que pretendía liquidarla a ella y seguía viva y con posibilidades de alcanzar la meta que se había impuesto en la vida: vengar a Larry el Guapo.

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