EL DUEÑO DE LA CASA DIJO QUE ERAN MANCHAS DE KÉTCHUP (RELATO NEGRO)
Cierta mañana, Peter Manoshky recibió la inesperada visita de su amigo el comisario Allan Sullivan.
—Acabo de estar en Gay Street hablando con el juez Ernest Mason y como tú vives cerca no he resistido la tentación de pararme un momento para que me invites a café —dijo, jovial, el representante de la ley después de que ambos amigos se estrecharan cordialmente la mano.
Haciendo gala de su astucia y sangre fría, Peter disimuló cuanto le contrariaba la inoportuna llegada de su amigo y reaccionó como el otro esperaba de él.
—Has hecho muy bien. Vamos a la cocina y preparo un par de buenos cafés colombianos que son tus favoritos.
Siguieron pasillo adelante y entraron en la cocina, impoluta como siempre.
—Tu mujer se habrá ido ya, supongo, a la oficina donde trabaja —dijo Allan.
—No, no ha ido a la oficina. Mi mujer se marchó ayer por la tarde a Illinois, a visitar a su madre. Ya sabes el cariño que le tiene y que no sabe pasarse mucho tiempo sin ir a verla.
—Sí, Gladys es una mujer muy sentimental y tú un marido muy comprensivo y consentidor —en tono de elogio el oficial de policía.
—Bueno, más comprensivo que yo eres tú que tienes a tu suegra viviendo contigo y con tu mujer.
—Cierto, pero es que mi suegra es un ángel —como hacía, habitualmente, Allan mintió guardando para él las continuas ganas que sentía de asesinar a la insoportable madre de su esposa.
Cuando los cafés estuvieron preparados, su amigo policía tuvo la última ocurrencia que Peter podía desear en aquel momento:
—Vamos a tomarnos los cafés en el salón, delante de ese ventanal desde el que se goza de tu bonito jardín, con los tres árboles frutales y los pájaros que revolotean en sus ramas. Desde mi elevado apartamento en Manhattan solo puedo ver rascacielos y, bajando la vista, rebaños de coches.
Peter no encontró excusa ninguna que le permitiese evitarlo. Marcharon al salón. Su suelo era de mármol blanco y en tres de las losas destacaban varias manchas rojizas.
La inoportuna llegada de su amigo, no le había permitido a Peter terminar de limpiarlas. Lógicamente, el comisario las vio enseguida y le preguntó a su amigo señalándolas:
—¿Qué te ha pasado ahí?
—Se me cayó al suelo el envase del kétchup, y llegaste tú antes de que tuviese yo tiempo de limpiarlo —explicó, risueño, el anfitrión—. Vamos a tomarnos tranquilos los cafés y cuando te hayas ido tendré tiempo de sobra para quitar esas estúpidas manchas.
—De haberte ocurrió esto del kétchup estando presente tu mujer, con lo limpia y meticulosa que ella esas manchas las habría limpiado inmediatamente.
—Cierto. Yo soy menos meticuloso —mintió Peter—, pero las limpiaré también.
Tomaron asiento en el sofá desde el que tenían una magnífica vista. Peter observó algo que, a otro que no controlase sus nervios con la maestría que los controlaba él, se habría delatado.
—Mira lo que está haciendo tu perro, escarbando en el césped —comentó su visitante acabándolo de descubrir.
—Solo lo hace muy de tarde en tarde. Es su forma de limarse las uñas.
—Hay veterinarios que se las cortan.
—Lo sé. Solíamos llevarlo a uno hasta que una de las veces le hicieron daño a Sweety, y mi mujer, incapaz de verlo sufrir, decidió que no lo llevaríamos más.
—¡Ah, la buena de Gladys, con ese enorme, bondadoso corazón suyo! —elogió el comisario—. ¿No le vas a decir nada a tu perro? —manifestó extrañado.
Manteniendo su sangre fría, el taimado Peter manifestó, benévolo:
—No. El daño que le haga al césped, luego lo reparo rápidamente, y en paz.
—Gladys y tú sois tal para cual. Tú también posees un corazón tan bondadoso que no te cabe en el pecho.
—Bueno, tú también tienes muy buen corazón, Allan. Cuando matan a un delincuente sueles ir a su casa a darle el pésame a la afligida madre del muerto.
—Qué menos, ¿no? Las madres aman a sus hijos, aunque sean despiadados asesinos. Me voy a ir, Peter. Tengo un montón de trabajo pendiente.
—Te compadezco por ello. Esta gran ciudad es, dentro de los Estados Unidos, una de las que cuenta con mayor criminalidad — reconoció Peter mirando con pena a su amigo.
Marcharon juntos hasta la puerta. Se despidieron con un cariñoso abrazo.
Peter esperó a escuchar el motor del coche del policía alejándose para dirigirse a su cuarto y coger el revólver que tenía en lo alto del armario ropero. Abrió el tambor para comprobar que contenía tres balas.
Con él en la mano salió al jardín. La maldita perra Sweety tenía hecho ya un buen agujero.
Sin que le temblara lo más mínimo el pulso, Peter le metió tres balazos en la cabeza y, a continuación, la enterró junto al cadáver de su mujer.
—Serán felices juntas las dos. Se querían muchísimo —masculló Peter con voz cargada de odio.
(Copyright Andrés Fornells)