EL DESTINO EN DOS PARAGUAS (RELATO)

EL DESTINO EN DOS PARAGUAS (RELATO)

EL DESTINO EN DOS PARAGUAS

(Copyright Andrés Fornells)

Salí a la calle y miré a lo alto. Cubría el último sótano del cielo un mogollón de nubes más negras que el culo de un grillo enemigo de la higiene. La mierda de reloj que me había tocado en una tómbola marcaba las nueve menos trece y, antes de llegar a las menos doce las nubes abrieron compuertas y comenzaron a soltar agua como si las muy cabronas pretendieran establecer un récord mundial de vertido líquido por metro cuadrado. Abrí el paraguas. El torrente de agua que caía era ya tan exageradamente fuerte que le dobló las varillas dejándomelo que parecía un sombrero diseñado por esa genial Agatha de La Prada.

El tiempo que tardé en recorrer las dos calles que me separaban del bar del Tuerto (cuyo dueño tenía un ojo mirando hacia el Manzanares y el otro hacia el Jarama), sorteando transeúntes y coches empapados y saltando los riachuelos color chocolate que corrían arrimados a los bordillos, tuvieron la culpa de que entrase en el establecimiento con los pies chorreando y el cabreo frunciéndome el ceño, tanto, que las cejas se me unían al igual que las tenía un primo mío cateto que vivía en un pueblo de Cuenca, cuyo nombre no daré no vaya a ofenderse todo su quisquilloso vecindario y me linche si un mal día caigo yo por allí.

No restregué mis pies en el felpudo, que había a la entrada, porque con lo empapado que estaba, me habría puesto los zapatos peor de lo que ya los traía. El establecimiento estaba muy concurrido, pero descubrí que había dos mesas vacías. Me disponía a ocupar una de ellas cuando “el limpia”, que mostraba en días como aquel, cara de ruina, me dijo:

—Nadie te va a servir, chaval. Si has entrado con la intención de tomar algo, más vale que vayas hasta la barra y lo pidas al Tuerto, alegando, para que te haga caso, que eres pariente mío.

—Gracias, Nicolás. Eres cuarenta kilos de bondad.

—Treinta y nueve —me rectificó él—. Con lo jodida que está la economía patria he perdido en muy poco tiempo cinco kilos de esa almohadilla que al sentarme daba alivió a los deformados huesos de mi culo.

—¿Te traigo un café?

—Fenómeno. Que sea con leche y tres sobres de azúcar. A mi prótesis dental no le afectará —se alegró.

Llegué junto a la barra y esperé a que alguno de las autonómicas canicas marrones, que tenía por ojos el ocupadísimo propietario del bar, me enfocara. El Tuerto tenía un mal día pues de repente preguntó sin mirarme:

—¿Qué mierdas quieres, chaval?

—Ponme dos cafés con leche. Uno de ellos con azúcar tríple, es para “el limpia”.

Él soltó un taco muy farfullado por el que creí entender su deseo de que un rayo fulminara al encargado de producir y repartir la lluvia y de rebote entrara por una ventana y le asara las pelotas al vecino que vivía encima de su negocio, por las continuas denuncias que le ponía porque no le dejaban dormir la siesta los rock and roll de los discos de su vieja jukebox.

Con los dos humeantes cafés regresé a la mesa donde se había sentado Nicolás. Mientras le dábamos a las cucharillas siguiendo el ritmo que nos marcaba Elvis Presley con su It´s now or never…”, me contó que su madre había entrado en la menopausia y le hacía ascos a todo, que a su padre le habían robado la bicicleta y tenía que ir al trabajo andando, ejercicio que le sentaba fatal a la cojera irreversible que padecía, que su mujer estaba en el paro y encima, sin quererlo ninguno de los dos, se había quedado preñada, y que no le funcionaba, para retrasar el pago de las letras de su pisito, la estampita milagrosa que tenía del niño Jesús.

—Voy a maldecir el resto de mi vida esa semana que tuvimos de restricciones de electricidad. Cuando uno está ocioso en casa y no puede ver la tele, se le llena la cabeza de malos pensamientos

—Míralo por el lado bueno, Nicolás. Algo ahorraríais, durante esos días, en la factura del consumo eléctrico.

—Como se conoce que eres soltero y la vida te sonríe.

—Y lo que me sonreirá porque no pienso casarme nunca —desafiando, temerariamente, al imprevisible futuro.

Estuvimos casi una hora charlando de todo, hasta que a mí me entraron las ganas de marcharme. Hablar con la gente distrae un rato, pero si ese rato lo prolongas demasiado terminas aburriéndote más que una pelota de golf en el armario de un parapléjico.

—Parece que está escampando —dijo “el limpia”, que debía tener tantas ganas de librarse de mí, como yo las tenía de librarme de él.

—Pues me voy a ir. Ya llevo demasiados días faltando a la universidad —decidí.

—Dichoso tú que puedes estudiar y tener la oportunidad de convertirte, el día de mañna, en un puerco capitalista. En cambio yo…

No quise escuchar el resto porque por su tono de voz me malicié que era algo triste lo que me iba a decir, y llorar siempre me ha deprimido. Me dirigí hacia la salida. Por los grandes ventanales del local podía ver que ciertamente el chorreo de las nubes estaba pasando por un momento de distracción. Llegué al paragüero, alargué mi mano y rodeé con ella el mango de un paraguas.

—Caballero, el paraguas que está cogiendo es mío —me advirtió, severa, una agradable voz femenina.

—Señorita, es un paraguas de hombre —dudé de su afirmación.

—Lo sé. Es de mi padre. El mío, hace dos días, lo olvidé en una mercería, volví a por él y ya no estaba. La honradez era verde y se la comió una cabra.

Nos miramos e inmediatamente, como si nuestros ojos fueran ruedas de afilador, soltaron montones de chispas de mutuo interés.

—Perdona. Equivocarse puede hacerlo cualquiera.

—Fíjate, hasta yo lo he hecho alguna vez —aceptó, con modestia—. Por mi parte, perdonado quedas.

Nos sonreímos. Buena dentadura la suya, buenos labios y bajando más la vista descubrí que poseía todo su cuerpo ese paisaje de sensuales protuberancias que los hombres, que amamos a las mujeres, no nos conformamos únicamente con admirarlo visualmente. Me entró un ansioso cosquilleo en ambas manos, pues soy ambidextro.

—Me llamo Belén.

—Yo, Isidro. Permíteme que te ayude —dije y dando un tirón saqué su paraguas del hacinamiento, se lo entregué, cogí otro cualquiera para mí, y, deseoso de que no se me escapara una hembra que me excitaba y me despertaba pensamientos afrodisiacos, le propuse —: Si quieres te llevo a tu casa.

—¿Tienes el coche cerca? —quiso saber, los dos detenidos debajo del toldo del local que con los chorros de agua que le caían encima, desde el desagüe de una terraza, sonaba como un tambor desafinado.

—No tengo coche. Pensaba llevar a cuestas, sobre mi espalda.

Espectacularmente alegre la carcajada-estallido conque ella celebró mi chorrada.

—Yo sí tengo el mío cerca, al final de la calle —dijo cuándo se le paso la jubilosa hilaridad—. Puedo llevarte si no vives muy lejos del Paseo del General Martínez Campos.

—Verás, aunque vivieras en el desierto del Sahara, no renunciaba yo a tu compañía, guapísima.

Nos reímos de nuevo. Cuando eres muy joven, las tonterías ayudan mucho a la hora de ejercitar ciertos músculos faciales. Andamos algunos metros mirándonos risueños, nos dijimos de nuevo los nombres y llegamos junto al utilitario color berenjena que poseía Belén.

Dejamos los paraguas entre los asientos de atrás y ocupamos nosotros los asientos delanteros. A ella, la falda, se le subió unos diez centímetros y medio por encima de las rodillas y pude apreciar que tenía un par de buenos muslos.

Y me ocurrió lo que me ocurre siempre que disfruto de esta visión anatómica femenina, pensé en el vértice donde terminan los muslos y empieza esa posesión femenina tan excitante, aromática y exquisitamente receptiva, cuando su dueña quiere autorizarte a visitarla y disfrutarla.

—Mi padre tiene un pequeño almacén de fruta en ese barrio, y yo le llevo la contabilidad. ¿En qué trabajas tú? —curiosa.

—En nada. Mi padre tiene un pequeño taller metalúrgico y yo estudio para arquitecto. De niño jugaba durante horas a construir castillos con un buen número de ladrillitos de madera, que no recuerdo bien si se llamaban ya legos, y que yo guardaba dentro de una lata de galletas.

Durante el trayecto hablamos de nuestros gustos y un poco de política también. Con la habitual cautela propia de todos los jodidos tiempos. Hubo coincidencia. Los dos le teníamos simpatía al mismo partido político.

Belén me dejó muy cerca del negocio de su padre, no sin antes acordar los dos que el sábado por la noche nos veríamos en la discoteca Las Palmeras donde se celebraba un concurso de baile de rock, y formaríamos pareja.

El sábado por la noche ella se reunió conmigo una media hora más tarde de lo acordado por ambos. Lo justificó explicándome que su coche estaba resfriado a juzgar por como tosía al darle a la llave de contacto, y fue repitiendo esa tos durante todo el trayecto, por lo que ella había circulado a velocidad de tortuga.

Fui galante y le dije que por ella era yo capaz de esperar una eternidad entera. Ella premió mi amabilidad pasando suavemente las yemas de sus dedos sobre mi mejilla. Yo se lo agradecí cerrando un momento los ojos y sonriendo sin abrir la boca.

Belén llevaba puesta una blusa de punto hecha por su abuela anarquista (así la calificaba ella), con un rosario de botones que le partía desde muy cerca de su nido procreador, hasta su largo y elegante cuello; y una falda acampanada que la cubría justo las rodillas. Yo llevaba un traje pata de gallo y un bigote que me procuraba cierto parecido con Brad Pitt haciendo de bandido mejicano.

Nos abrimos paso entre la multitud allí reunida. Dimos y recibimos codazos. Recibimos insultos, zancadillas. Milagrosamente llegamos a tiempo de inscribirnos. Nos pegamos en la espalda el número que nos dieron y nos unimos a las parejas que iban a competir con nosotros. Todos se mostraban animados y nerviosos.

Belén mordía sus labios carnosos pintados de color carmesí. Mirandola pensé que me gustaría mordérselos. Los hombres fogosos como yo piensan este tipo de cosas hasta en los momentos menos oportunos.

Alguien me dio un buen pisotón, seguramente llevado de la intención de eliminar a un competidor. Me había hecho daño, pero no conseguido romperme el pie. Busqué a mi alrededor al culpable de aquella fechoría pero solo vi rostros con expresiones inocentes.

—Estoy asustada —me confesó Belén.

—Tranquila, mujer. Nadie nos enviará a la guillotina por perder.

—Me gustaría poseer la serenidad tuya.

—Esta serenidad me la dado la vida con sus continuos revolcones —dandomelas de curtido filósofo.

Me gané una mirada de admiración de su parte y yo me dije que  había avanzado un paso más en la meta mí de comerle los labios.

Llegó el momento de concursar. La pista al completo quedó para los concursantes.   Y nada sonó la primera nota musical, todas las parejas nos lanzamos al frenesí roquero. Recuerdo el estribillo del rock de Elvis, como si lo estuviera escuchando en este mismo momento: Lets rock, everybody, lets rock. Everybody in the whole cell block was dancing to the jailhouse rock.

A pesar de que Belén y yo nunca habíamos bailado juntos, nos salió una exhibición de fábula. Realizamos piruetas circenses, puse en peligro su integridad física, sacudimos nuestro cuerpo como epilépticos locos, nos dimos más de media docena de pisotones y marcamos los ritmos frenéticos como si en lugar de nervios recorrieran nuestros cuerpos descargas eléctricas de alto voltaje.

Fuimos los mejores y así nos lo reconoció el jurado entregándonos el primer premio que consistió en una copa y una bonita cantidad de dinero. El dinero nos lo partimos. La copa nos la jugamos a los chinos y la ganó ella.

—Así tendré un hermoso recuerdo de tu paso por mi vida.

—Yo estoy pensando en otro recuerdo mejor —dije y cogiéndole por los hombros mi boca buscó la suya y los dos la mantuvimos nuestras bocas unidas y nuestras lenguas retozando deliciosamente algo así como un cuarto de hora.

Cuando nos separamos nos miramos como si durante aquel interminable beso hubiésemos encontrado un tesoro. Ella dejó la copa dentro de su vehículo y empezamos a tomar copas para mantener viva la embriaguez que nos había causado besarnos. Nos sentíamos más felices que un vagabundo entrando a medianoche en una pastelería dejada, por increíble descuido de sus dueños, la puerta abierta.

Medio trompas y con los sexos exaltados, en el asiento de atrás del Seat color berenjena, conseguimos el sorprendente éxito de estrenarnos mutuamente en lo del sexo duro, y nos gustó tanto que nos hicimos inseparables, para terminar dos años más tarde casándonos. De luna de miel fuimos a Mallorca. Dicen que es una isla bellísima. Nosotros no pudimos ver ninguno de sus lugares más famosos. Nos sentíamos tan a gusto juntos, le sacamos tanto rendimiento a la cama, que solo la abandonábamos para ir a comer y, nos dábamos tanta prisa haciéndolo, que ni tiempo perdíamos comiendo el postre.

En todo esto estaba yo pensando mientras aguardaba en la salita del abogado que iba a tramitarnos, a Belén y a mí, el divorcio después de dieciocho años de matrimonio.

—La señora Belén Martínez acaba de llamarnos por teléfono. Le ha surgido un imprevisto y no va a poder venir hoy. Le hemos dado cita para mañana a las seis. ¿Podrá usted venir mañana a esa hora, caballero?

Saqué mi agenda del bolsillo y, comprobando que no tenía ningún compromiso de trabajo para esa hora, le dije que de acuerdo.

Y camino del garaje donde había aparcado mi Mercedes, fui recordando que nuestro matrimonio había empezado a funcionar mal desde hacía aproximadamente un año. Belén empezó por pasar una noche fuera de casa y contestar a mi reproche conque a mí no me importaba dónde había estado. Después continuó pasando varios días y varias noches más sin darme ningún tipo de explicación, y yo perdí la paciencia exigiéndole que me dijera de una maldita vez qué era lo que hacía durante esas injustificadas ausencias. Sonrió cínicamente y mirándome con desprecio respondió:

—Me cansé de aburrirme contigo, y me divierto lejos de ti con otros.

—Te aburres conmigo, ¿eh? —muy dolido—. ¿Y puedes decirme por qué?

—Porque jodes muy mal. De pena vamos. Lo haces de pena.

Humillado respondí:

—Pues tú tampoco eres la alegría de la huerta. Sueles espatarrarte y allá te las den todas. Hay momias egipcias mucho más activas que tú.

—Esta ofensa no te la perdono, sinvergüenza difamador —roja de ira, feísima en su cabreo—. Ahora mismo recojo mis cosas, me busco un buen abogado y te dejo en pelotas.

—Pero si todo lo que tenemos lo he ganado yo solo trabajando noche y día, fiestas de guardar y sacrificando mis vacaciones —protesté.

—Que te crees tú eso. Verás como un abogado que conozco, y que jode infinitamente mejor que tú, me ayuda a desplumarte.

—Eres una mala mujer.

—Te vas a enterar de lo que vale un peine. Añadiré a la denuncia: malos tratos.

Un inmigrante hispanoamericano rompió el hilo de mis amargos recuerdos, pidiéndome para un bocadillo.

—¿Por qué me lo has pedido a mí? —le pregunté mientras le tendía un billete de pequeño valor.

—Porque tiene usted cara de desgraciado.

—Es que lo soy. Que te aproveche el bocata.

Y con la desdicha encorvándome los hombros, caminé hacia el garaje subterráneo encontrándome, después de registrarme todos los bolsillos, que había perdido el tique.

—¡Dios de los cielos, que no perderé yo! —exclamé desesperado.

Y de pronto me di cuenta de que tampoco llevaba mi cartera encima y estaba seguro de que la tenía cuando me dirigía al bufete de abogados. ¿Cuántos hombres serían capaces de contener las lágrimas encontrándose en una situación parecida a la mía…? Por supuesto yo tampoco.

DUSCULPA: Querido lector, lo siento por ti si perteneces al nutrido grupo de los que les gustan las historias con final feliz.

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