EL CURANDERO DE LAS GALLETAS (VIVENCIAS MÍAS)

EL CURANDERO DE LAS GALLETAS (VIVENCIAS MÍAS)

Mi abuela Rosa, según nos aseguraba y demostraba ella, no creía en los médicos.

—Han estudiado las enfermedades que están en sus libros y como muchas enfermedades tienen síntomas parecidos, ellos te van recetando diferentes medicamentos y si aciertan te curas, y si no aciertan, pues: El muerto al hoyo, y el vivo al bollo.

Mi adorable abuela Rosa sufría, a menudo de dolores de estómago tan fuertes que gemía y lloraba de dolor.

En cierta ocasión, hablando con una mujer, en la panadería, de este doloroso achaque suyo, esta señora le recomendó un curandero que tenía su consulta en un pueblecito cercano a la ciudad donde vivíamos nosotros.

Mi abuela le contó a mi madre (su hija) este encuentro casual, y mi madre le dio su parecer:

—Madre, todos los curanderos son una engañifa. Tienen muy buena labia, no curan a nadie, embaucan a la gente con falsas curas lentas, pero eficaces. Cuando la gente se da cuenta de que no las curan, se desengañan y no van más a dejarles sus dineros, unos dineros que, a los pobres, nos cuestan mucho trabajo y sufrimiento ganar.

Mi abuela Rosa era obstinada.

—Voy a ir a ese curandero, hija. Me lo pagaré yo de lo poco que cobro de pensión.

—Pues ya veremos cuando tengo yo tiempo para acompañarla —objetó mi madre—. Me paso toda la semana trabajando en la fábrica y el fin de semana me espera hacer una buena limpieza general de la casa y el lavado de la ropa amontonada. Y usted está ya muy mayor para ir sola a ninguna parte. Espere unos días a que yo pueda acompañarla —le propuso.

Su madre compartía con ella el defecto de la impaciencia, y decidió:

—Iré yo en el autobús que va allí. Me acompañará tu hijo, que es más listo que el hambre.

Yo, que estaba siguiendo su conversación, al escuchar este elogio me puso más ufano que un ministro con cartera nueva, como solía decir mi tío Enrique que sabía tanto de política, que cuando exponía una opinión, sus amigos la daban por buena. Mi tío Enrique había adquirido importante prestigio porque en las últimas elecciones generales, antes de que contaran los votos, él anunció cuál de los aspirantes a presidente sería el elegido, y acertó.

Mi madre argumentó que yo era demasiado pequeño para que ella pudiese confiar en mí si a mi abuela le surgía algún problema.

—Me llevaré esa muleta que tú empleabas cuando te dislocaste un pie —intervine yo, con todas mis ganas de correr una aventura como la que proponía mi abuela—. He visto en la tele como un niño, más pequeño que yo, les daba, con una muleta como esa tuya, una buena paliza a dos ladrones más grandes que esta casa.

Mi exageración puso una sonrisa divertida en la cara anciana, y una mueca de desaprobación y condena en el rostro de la buenísima mujer que me trajo al mundo.

Finalmente, entre mi abuela y yo conseguimos convencerla de que los dolores que padecía la madre suya eran merecedores de correr algún riesgo.

Y un martes por la mañana, aprovechando que los colegios tenían una de esas fiestas que no disfrutan los currantes, mi abuela y yo nos subimos a un autobús que, por su aspecto, llevaba mucho tiempo habiendo dejado de ser nuevo.

Mi abuela me concedió el asiento de la ventanilla y no tardó en arrepentirse porque a ella le gustaba ensimismarse de vez en cuando, decía que para recuperar recuerdos lejanos, y yo no la dejé un instante de tranquilidad llamando su atención sobre todo lo que iba viendo desde la ventanilla: vacas paciendo, un campanario sobresaliendo entre varias casas, un hombre arando, un perro ladrándole a un burro indiferente, un hombre subido en lo alto de un árbol, una mujer sembrando algo, etc.

Finalmente, llegamos a un pueblo muy pequeño. Tan pequeño era que solo tenía dos calles. Vimos a dos mujeres que sentadas en sendas sillas de anea hacían punto junto a la puerta de entrada a una casa antigua tan blanca de cal que el sol dando en ella, cegaba.

Mi abuela solo sabía del curandero que se llamaba Ernesto. Aquellas mujeres cuyas miradas denotaban acusado padecimiento de curiosidad, le informaron primero, y quisieron saber después.

—Aquí le conocemos como el Curandero de las Galletas —dijo una de las mujeres mostrando una sonrisa tan socarrona como la de su compañera.

—¿Para qué pregunta por él? —quiso saber, sin cortarse la otra mujer.

—Eso se lo diré al curandero, cuando lo vea —salió del paso mi abuela.

—Sigan adelante por esta misma acera y en el número 34 lo encontrarán.

—Van allí porque el niño tiene la solitaria? —no resignándose a quedarse sin saber, la más fea de las dos pueblerinas.

Mi abuela que siempre tuvo un gran sentido del humor manifestó:

—Gracias por la información. Mi nieto no tiene solitaria, mi nieto viene conmigo para defenderme de los bandidos que seguramente hay en este pueblo.

Las aldeanas se rieron de muy buena gana. Eran divertidas además de cotillas.

La entrada de la casa número 34 tenía la puerta abierta y una cortina de canutillos impedía la entrada a las moscas. Mi abuela apartó un poco a un lado esa cortina y dijo elevando algo la voz:

—Hola, ¿vive aquí el curandero?

Apareció enseguida una mujer de mediana edad que tenía cara de guardia civil metiendo multas y nos ordenó, seca, antipática:

—Frótense bien los pies en el felpudo no vayan a dejarme la casa perdida y tenga yo que pasar la fregona de nuevo.

Mi abuela y yo, impresionados por su poco amable actitud le obedecimos en seguida, y a continuación la seguimos. Cruzamos un salón y salimos a un patio.

—Esperen su turno ahí —dijo mostrando todo el tiempo la misma antipatía.

Allí, sentados en sillas de anea había un anciano que le temblaba todo el cuerpo, como si tuviese un seísmo debajo de sus pies, y una mujer todavía joven con una niña que debía tener mi edad, y que estaba tan esmirriada como yo. Solo quedaba una silla libre y la ocupó mi abuela.

Saludamos, y los presentes nos respondieron. Después todos permanecimos callados. Nadie tenía ganas de hablar. Miré a la niña con la esperanza de poder encontrar alguna posibilidad de diversión con ella, pero ella le prestaba todo el tiempo su atención a una muñeca rubia intentando que ésta chupara de un diminuto biberón mientras le hablaba con voz tan baja que no pude entender sus palabras.

El patio no era muy grande. Tenía una pequeña huerta y una destartalada corraleta con gallinas dentro que cloqueaban todo el tiempo en un tono interpretable como triste. Posiblemente, no les gustaba nada estar encerradas.

La consulta era una especie de chabola hecha de ladrillos sin enlucir y un tejado de uralita verde. Por su puerta salió de pronto un hombre gordo. Tenía pinta de campesino. La voluminosa panza se le desbordaba por encima del cinturón. Llevaba el ceño fruncido, pasó por delante de nosotros sin mirarnos ni decir esta boca es mía. Supuse que el curandero le recomendaría comer menos porque corría el peligro de explotar un día cualquiera.

Entraron en la consulta la mujer con la niña y su muñeca inapetente. Mi abuela sacó del bolsillo el negro el rosario que llevaba en él y comenzó a rezar tan bajito que no molestaba a nadie.

Yo aproveché el descuido de su vigilancia para acercarme a la huerta. Encontré diversión escarbando con un palo un nido de hormigas que se volvieron locas corriendo en todas direcciones. Cacé una mariquita y le permití andar por el reverso de una mano y pasar a la otra mano mía varias veces hasta que ella se cansó de este juego y salió volando.

Estaba yo a punto de cazar un saltamontes enorme cuando mi abuela me sobresalto gritando mi nombre.

Yo había estado tan entretenido que me había perdido la salida de la mujer con una niña, y el hombre de los temblores se dirigía ya hacia la salida más tembloroso de lo que mostraba estar cuando estaba sentado esperando.

Me reuní con mi abuela. Ella me cogió fuerte de la mano y entramos dentro de una pequeña estancia. Este lugar estaba lleno de estanterías con distintos manojos de hierbas secas, frascos y tarrinas. En una de las estanterías había, disecados, un gato blanco, un ave de patas muy largas y delgadas y un puerco espín con sus ojos mirndo al techo.

El curandero era tan viejo como mi abuela. Estaba delgado y era tan bien parecido como un viejo actor de cine. Aquel escenario no lo merecía. Le habría cuadrado más una lujosa terraza en el principado de Mónaco. Su único defectillo: los ojos muy salidos y temí que si alguno se le caía al suelo tuviera que recogerlo yo aunque me diese asco.

A mi abuela le gustó mucho aquel viejo, pues le dirigió ella una sonrisa como si repentinamente se hubiese convertido en una jovencita. Y con una voz aterciopelada, que yo nunca le había escuchado antes, le contó los dolores tan fuertes que de vez en cuando la daban, especialmente por la tarde, con la caída del sol.

—Unos dolores tan fuertes que me quisiera morir —dramatizó.

Él movió, comprensivo, la cabeza blanca y bien peinada, mostrando en una benévola sonrisa, entre sus labios, una prótesis hollywoodense. De una caja con galletas que tenía encima de una mesa, sacó una, se la dio a mi abuela y le dijo con seductora entonación:

—Estimada dama, cómasela despacio y cuando termine de comerla yo descubriré qué mal le ha inoculado el maligno.

La galleta tenía muy buen pinta, así que descarándome le dije al hombre:

—¿A mí no me da galletas, señor?

—No, tú estás más sano que una manzana —dijo clavando en mí esos ojos suyos a punto de saltar fuera de sus órbitas.

—Cállate y no seas maleducado —me reprendió mi abuela con la boca llena.

Ella siguió comiendo y el curandero y yo observándola. Mi abuela terminó de comer. Su arrugada cara mostraba una expresión de agrado. Evidentemente, la galleta debió estar riquísima.

—¿Estaba buena las galletas, abuela? —quise me confirmara.

Los dos adultos me ignoraron.

—Haga el favor de ponerse de pie un momento —el curandero, con no poca amabilidad dijo a mi abuela que había estado todo el tiempo sentada en una silla bailona.

Supuse que a la silla aquella la había descompuesto, cuando se sentó en ella, el gordinflón que había visto salir de aquel cuchitril un rato antes. Si aquel hombre era del pueblo estaría ya en su casa atiborrándose de nuevo.

El curandero ordenó a mi abuela que abriese bien la boca. Ella obedeció. Él se acercó tanto a ella que temí fuese a besarla. Para alivio mío, y no sé qué estaría pensando mi abuela, pues se le mostraba encantadora, él lo que hizo fue olerla. Luego le colocó una mano en el vientre, supuse que para averiguar si le había sentado bien la galleta.

Transcurrieron unos segundos de silencio total, pues hasta yo había dejado de respirar. Finalmente, el hombre con pinta de jubilado galán de cine sentenció:

—El maligno le ha metido a usted una cosa mala en el vientre. Pero no se preocupe que lo eliminaremos con unas hierbas que yo le daré. Puede sentarse de nuevo.

Mi abuela se sentó. Yo pensé que en mis rezos de la noche, que realizaba siempre antes de dormirme, le pediría a Dios no permitirse al maligno meterme alguna cosa mala en cualquier parte de mi cuerpo.

El Curandero de las Galletas fue colocando encima de una gran hoja de papel pedazos de hierbas que cortaba con unas tijeras y hojas que sacó de un par de frascos diferentes. Lo envolvió todo y entregándoselo le dijo a mi abuela:

—Hierva esto todo junto en una olla como ésa —señalando una que tenía situada a la izquierda del gato disecado—. Después, deje lo que ha hervido, destapado a la luz de la luna tres noches seguida. Hecho esto bébase todas las mañanas media tacita de las de café de ese líquido, en ayunas. En el caso improbable de que terminado ese remedio no hubiese eliminado esa maldad del maligno que usted lleva dentro, venga a verme y yo le daré más hierbas curativas.

—¿Qué le debo? —quiso saber mi abuela, sonriéndole como si fueran a sacarle una foto para la posteridad.

Él señaló una mesa en la que había un cuenco con dinero dentro. En la parte de atrás del cuenco que era de cristal verde había un Jesucristo andando por un mar azul desteñido y un letrero que ponía: El Señor agradecerá tu agradecimiento.

Mi abuela sacó de su viejo y deteriorado bolso un billete pequeño como lo eran todos los que había en el cuenco, lo unió a los otros y le dijo al curandero:

—Muchas gracias por atenderme. Espero que funcionen sus hierbas.

—Funcionarán —aseguró convencido aquel hombre que consideré tonto por no pedirle a Dios, él que debía tratarlo continuamente, le achicase los ojos y se los pusiese más adentro de sus órbitas para evitar se desgraciasen.

Nunca regresamos a la chabola del “hermoso” Curandero de las Galletas, como lo calificaba mi abuela las numerosas veces que lo mencionaba. Y no regresamos porque mi abuela nunca más, después de terminado el tratamiento suyo, tuvo problemas con su vientre.

Cada vez que me aqueja un mal pienso en aquel curandero “hermoso” y sabio que debía haber muerto ya veinte o treinta años atrás, lo mismo que mi entrañable abuela Rosa.

Y totalmente convencido de ello creo, que aquellas personas que reciben directamente el don divino de poder sanar, son infinitamente más eficaces que aquellos que sanan con la ayuda de sus estudios.

He escrito este recuerdo mío para contribuir con ello a que la existencia de aquel curandero extraordinario la conozca mucha gente. Y también la existencia de mi entrañable abuela Rosa, que tan extraordinariamente importante fue para mí mientras vivió.

(Copyright Andrés Fornells)