EL BORRACHO QUE SE CREÍA YA REY, Y EL REY QUE PERDERÍA SU REINO (RELATO)
Hubo una vez un príncipe heredero feo y currutaco, muy arrogante y endiosado, que empalmaba una borrachera con la otra. Comenzaba su jornada todas las mañanas rodeado de botellas llenas y mientras las iba vaciando se asomaba al balcón del palacio paterno, y eufórico, soberbio, deslenguado, insultaba a todo el mundo:
—¡Soy el rey que dentro de poco va a gobernaros, imbéciles! ¡Soy el dueño de este reino! Y os arruinaré la vida y la hacienda a todos los que no me mostréis obediencia y pleitesía.
Aquel bocachancla borrachín mantenía su ofensiva insolencia hasta que lo atacaba la resaca, los mareos, los vómitos, y entonces llorando, como lo que era: un desgraciado, babeaba anhelando despertar lástima:
—Solo soy un pobre alcohólico. Ayudadme… Llevadme a rehabilitación por favor… Me siento muy mal… Me siento morir… Buaa, buaa, buaa…
Nadie se compadecía de él porque todos los que pasaban cerca habían sido ferozmente insultados por este alcoholizado príncipe heredero mientras bebía sin parar.
Su anciano padre, al que había arruinado despilfarrando sus riquezas fue el único que, como pudo, compadecido de él, lo llevó a un centro de desintoxicación otra vez más, sabedor de que en cuanto se sintiese bien de nuevo este hijo incorregible y descerebrado volvería a las andadas. El hecho de haberlo traído al mundo lo uniría a este mal hijo hasta el fin de sus días. Y cuando él muriese su reino, con varios siglos de antigüedad, próspero y gobernado con justicia, honestidad y prosperidad, caería en manos de políticos codiciosos, corruptos y despiadados, y sus habitantes pasarían de vasallos a esclavos.