EL ATRACADOR ERA UN POBRE HOMBRE DIGNO DE LÁSTIMA (MICRORRELATO)

pistola-juguete
Esteban Marín era un hombre apocado, débil y, como consecuencia de ello, desdichado. Mal aconsejado por la infelicidad y la desesperación que se habían adueñado por completo de él, con un pedazo de madera blanda y la ayuda de un cuchillo se fabricó una pistola a la que ennegreció con betún.
Cuando la tuvo terminada la escondió para que en su casa no se la encontraran y, al día siguiente, de buena mañana, en vez de acudir a la pequeña oficina donde por su modesto trabajo cobraba un sueldo mileurista, se metió en un banco céntrico y esgrimiendo su arma de mentirijillas, temblando todo él como si debajo de sus pies acabase de producirse un seísmo logró balbucir:
—Manos arriba todo el mundo. Que nadie se mueva hasta que me detengan.
La gente allí presente pasó por un momento de sorpresa, después viendo lo asustado que estaba el presunto atracador, empezó a pensar en una posible broma de mal gusto, y en algunos rostros aparecieron expresiones burlonas.
El guarda del banco, por estar acostumbrado a manejar armas de fuego, se dio cuenta enseguida de que aquel trémulo asaltante llevaba una pistola tan burdamente hecha que hasta un niño de pecho habría apreciado que era de pega y, avanzando hacia él dijo:
—Levanta tú las manos que te voy a detener yo.
—Gracias —respondió Esteban en un hilo de voz que denotaba alivio.
El vigilante del banco lo esposó. Se lo llevó hasta el office de las limpiadoras, y desde allí llamó a la jefatura de  policía que envió inmediatamente a dos agentes que se llevaron al ridículo atracador a presencia del comisario Suárez. Éste oficial, viendo la insignificancia del atemorizado delincuente y tras escuchar su ridícula actuación pensó al momento en que el detenido estaba sufriendo una muy posible locura transitoria.
Consultó la documentación suya, averiguó por medio de su ordenador que ni tan siquiera tenía en su contra una insignificante multa de tráfico y le preguntó:
—¿Por qué deseabas que te detuvieran?
—Para que me metan en la cárcel —respondió Esteban Marín.
El comisario Suarez movió desaprobadoramente la cabeza.
—¿Por qué quieres que te metan en la cárcel?
—Para librarme de la terrible vida que me están dando mi mujer y mi suegra —confesó, empezando a llorar el incomopetente atracador.
Los rosarios de lágrimas que rodaban por las enjutas mejillas del desdichado hombrecillo que tenía enfrente, evitaron que el oficial de policía rompiese a reír por lo cómica que le resultaba la explicación acabada de recibir.
Él, que tampoco tenía una estupenda relación con su madre política, decidió:
—No sé qué tal mala vida le dan esas dos personas que me ha nombrado, pero le aconsejo que no haga nada que nos obligue a meterle en prisión, pues allí tendrá que aguantar vejaciones infinitamente mayores de las que puede estar sufriendo en su casa. Se lo advierto.
Reconociendo el hombre amargado lo muy amistosa que era la conducta del oficial de policía, le pidió ayuda:
—Señor comisario, ¿qué haría usted de encontrarse en mi lugar?
El interpelado le mintió porque no era cuestión de comprometerse:
—Verá, yo en su lugar al salir de aquí cogería un autobús o un tren que fueran muy lejos y perdería de vista a las personas que me amargasen la existencia —devolviéndole la cartera.
Esteban Marín le dirigió una mirada cargada de afecto y pidió parecer:
—¿Portugal le parece a usted un buen sitio, señor comisario?
—Y más lejos también. Bueno días y no vuelva a hacer tonterías.
El comisario Suárez experimento cierta satisfacción al apreciar que los temblores que ahora se habían adueñado del liberado eran de excitación. Y consideró que acababa de realizar su buena acción del día.