DOS JUBILADOS Y UN ASESINO (RELATO NEGRO)
Marisa se había jubilado hacía cuatro meses y Dionisio, su marido, había pasado también a pensionista hacía tan solo unas semanas atrás. Ambos podían ahora disfrutar de una merecida ociosidad y dedicarse plenamente a dos afanes que soñaban poder realizar cuando llegaran a su inactividad laboral. Marisa hacer labores de punto y ganchillo cuyos conocimientos había adquirido de su paciente y admirada abuela que tejía tapetes y cubrecamas magistrales.
Marisa había comenzado ya la parte baja de un jersey para su marido, y sentada en el sofá del salón continuaba con esta labor desde que terminaron el desayuno, escuchando tangos, música que la conquistó cuando ella y su esposo pasaron unas vacaciones en Argentina. Y los fines de semana, en el hogar de la tercera edad, practicaban ambos este baile que los arrebataba por lo misterioso y mágico que lo encontraban. Marisa movía las largas y gruesas agujas de acero al ritmo de la música que estaba escuchando procedente del pequeño altavoz situado en la librería, y su voz algo cascada intentaba formar dúo con la del cantante inmortal, Carlos Gardel.
“Dirás que todo es mentira, dirás que nada es verdad, al mundo poco le importa, gira, gira…”
Mientras ella realizaba esta, para ella placentera actividad, su cónyuge preparaba una pequeña parte de los veinte metros de terreno que poseían en la parte delantera de su casita adosada, comprada a plazos veinte años atrás y que hacía tan solo dos habían terminado de pagar la última letra al banco que les había concedido un préstamo para su adquisición.
Pensaba plantar allí orquídeas, una pasión que había desarrollado durante sus últimos años trabajando en un vivero. Dentro de una semana comenzaría el mes de marzo época del año muy favorable para plantar esta planta tan bella y delicada. No hacía frío, aunque el cielo estaba nublado. Ensimismado en su trabajo de remover la tierra con su azada, no se dio cuenta de que alguien había abierto la puertecita de entrada a su propiedad, hasta que tuvo a un extraño junto a él.
Marisa escuchó ruido y levantó la vista de la labor para descubrir, sobresaltada, a su esposo que andando de espaldas entraba en el salón. Retrocedía él por culpa de un hombre desconocido que lo estaba encañonando con un revólver que mantenía cerca de su pecho. El sobresalto que la mujer sufrió le alteró el ritmo del corazón.
—¿Hay alguien más en la casa, vieja bruja? —se dirigió a ella el recién llegado, agresivo, amenazador.
Se trataba de un hombre de algo más de cuarenta cuyo rostro barbudo y despiadado les aterró.
Ella, haciéndose cargo de la peligrosa situación que les había surgido, respondió con una voz sorprendentemente firme:
—En la casa solo estamos mi marido y yo. ¿Qué quiere usted de nosotros?
—De ti nada, de momento, vieja asquerosa. Sigue con el punto y no te muevas de donde estás mientras el mierda de tu compañero me da cuanto de valor tenéis.
—No nos insulte, por favor. Llévese lo que quiera y luego déjenos en paz.
Esta muestra de valor por parte de Dionisio irritó al visitante que reaccionó golpeando violentamente con el cañón de su arma el rostro consiguiendo cayese al suelo gritando de dolor. Inmediatamente, se formó una línea roja en la parte que el acero del arma había cortado la carne de la mejilla que pronto comenzó a hincharse y brotar sangre.
—Levántate rápido, viejo fantoche. Quiero el dinero que tenéis en la pequeña caja fuerte disimulada en el lado derecho de la chimenea. Y tú, vieja momia, quita esa mierda de música. ¡Rápido, coño, que yo pierdo la paciencia enseguida!
Los ancianos comprendieron que el intruso sabía aquel secreto suyo, ya fuera por indiscreción de algún conocido o por descuido de ellos al haber accionado la caja de caudales alguna vez sin tomar la precaución de correr antes las cortinas del ventanal que daba al exterior.
Encima de la repisa de la chimenea había media docena de copas y un florete.
—Je, je, je, admiradores de los tres mosqueteros, ¿eh? ¡Joder! —burlándose el delincuente—. Abre rápido la caja, viejo. Estoy acusado de tres crímenes y la misma condena me caerá si cometo otros dos más o cien —acompañó esta terrible revelación clavando con furia el cañón del revólver en el estómago del anciano, que recién incorporado se dobló por la mitad soltando un agudo, lastimero gemido de dolor.
Marisa tuvo la certeza de que el asaltante después de obtenido su botín los mataría para no dejar testigos. Su crueldad y el brillo homicida que mostraban sus ojos, así se lo indicaban.
Se adueñó de ella el espíritu guerrero que le había distinguido cuando, siendo joven, competía en torneos. Se levantó con decisión del sofá y sigilosamente llegó junto a los dos hombres que en aquel momento le daban la espalda.
El despiadado asaltante no se dio cuenta de su silencioso movimiento hasta que tuvo a la anciana a menos de un metro de él.
—Te he dicho puta vieja…
No pudo añadir nada más. La veloz y certera estocada de la gran aguja de hacer punto empuñada por Marisa con gran firmeza acababa de atravesarle el corazón. Soltó un agudo gemido y sus ojos se abrieron desmesuradamente por la sorpresa. Después se desplomó como un fardo quedando tendido en el suelo en una mala postura.
Dionisio volvió hacia su consorte el rostro ensangrentado y, con un brillo de ternura y admiración en su mirada dijo:
—Cariño, sigues conservando las extraordinarias cualidades que años atrás te convirtió en campeona olímpica de esgrima.
—Eso parece, mi vida —dirigiendo ella una mirada de desprecio al agonizante—. Voy a llamar a la policía.
—Presentiste, al igual que yo, que luego de habernos robado este canalla nos habría matado, ¿verdad?
—Sí. Dijo que ya había matado antes. Y tenía ojos de asesino.
La mujer conservando todavía en su mano la aguja manchada de sangre caminó hacia el teléfono y con voz falsamente aterrada denunció a la policía los terribles hechos que acababan de vivir su marido y ella.
Mientras Marisa hacía la llamada, Dionisio recogió del suelo la parte de la cintura del jersey que su mujer le estaba haciendo y elogió en voz baja:
—Le está quedando muy bien. Mi mujer siempre ha destacado en todo aquello que se ha propuesto dedicarle tiempo.
El asaltante realizó en aquel momento el último estertor quedándose mortalmente quieto después de realizar unos movimientos convulsivos sus dos piernas. A su lado el revólver, soltado por él al caer, le apuntaba a la cabeza.
(Copyright Andrés Fornells)